martes, 3 de julio de 2012

ORIGENES DE LA DRAMATURGIA VENEZOLANA EN EL SIGLO XX


RELECTURA DEL TEATRO VENEZOLANO (1900-1950).
LOS ORÍGENES DE LA DRAMATURGIA MODERNA
PREMIO INVESTIGACIÓN
DE LA FACULTAD DE
HUMANIDADES Y EDUCACIÓN-2004
LUIS CHESNEY LAWRENCE
CIUDAD U. C. V., FEBRERO DE 2003
I N D I C E
Página
Introducción 1
Capítulo primero. Aspectos teóricos y metodológicos 11
Los inicios de los estudios culturales 13
Cultura e ideología 17
Textos, contextos y discursos 20
La historia renovada 23
Historia y tradición 24
Modelos para la historia del teatro 32
La relectura del teatro 42
Capítulo segundo. Aspectos generales de la relectura del
teatro venezolano, 1900-1950 45
Teatreros en búsqueda del teatro 46
Hacia una periodización del estudio 59
La tradición cultural del caudillismo 74
La censura en el teatro 78
El teatro censurado 82
Capítulo tercero. El sistema teatral del sainete 87
Las estrategias ficcionales del sainete 122
Capítulo cuarto. Comienzan los cambios en los
sistemas teatrales 129
El modernismo y la vanguardia en el teatro 130
Los actores el modernismo y el teatro 133
La circulación modernista en la dramaturgia venezolana 140
Los actores de la vanguardia en el teatro 146
Los dramaturgos de La alborada y La proclama 149
Capítulo quinto. Las avanzadas del cambio: los sistemas
de la comedia dramática, el drama poético y
la vanguardia 193
La comedia dramática venezolana 193
El drama poético de Andrés Eloy Blanco 204
La tentación vanguardista de Arturo Uslar Pietri 219
El dramático contexto de los años veinte 224
La encrucijada de la cultura 231
Capítulo sexto. Los nuevos caminos del teatro
Venezolano: el drama en los años
treinta al cuarenta 238
El drama en los años treinta 238
El drama en los años cuarenta 255
El drama de las minorías 280
Capítulo séptimo. La renovación teatral venezolana 287
Las difíciles décadas del cuarenta y cincuenta 287
La Junta de gobierno de 1945 288
La década de la dictadura (1948-1958) 290
La llegada de los maestros 293
Los dramaturgos del cincuenta 319
La extranjerización del teatro 327
Los grupos de teatro 332
El cambio de mentalidad 341
La renovación en el teatro venezolano 342
El Primer Festival Nacional de teatro 347
Conclusiones 350
Bibliografía 361
Anexo 1: Dramaturgos reconocidos por esta investigación (1900-1950)
INTRODUCCIÓN
Las transformaciones que ocurren en el teatro no son fáciles de explicar, su evolución pareciera
no seguir la cronología tradicional de años, décadas o siglos, tampoco es inmanente, constante o
histórico per se, sino que su explicación es sin duda compleja. Esta podría ser la principal
dificultad para enfrentar su conocimiento.
Complica esta situación el avance que han tenido en el siglo XX las nuevas teorías y
transformaciones en el campo de la cultura y de las artes. Esto es interesante por cuanto la visión
desde la perspectiva de fines del siglo es muy diferente a la que se pudo tener durante las
primeras décadas e, incluso, a la de los años cuarenta o setenta. Los conceptos y criterios
sostenidos por los escasos estudios realizados van siendo transformados para dar paso a nuevas
visiones, renovadas, basadas en nuevos conceptos reformulados a la luz de conocimientos más
actuales.
Esto es lo que ocurre con esta investigación, que parte del planteamiento de que examinar
lo acontecido en el teatro venezolano durante los primeros cincuenta años del siglo XX no es
algo fácil de explicar, sino que por el contrario, es algo más bien complejo. Como práctica
cultural, el teatro acompaña y expresa tanto las diferencias de sus autores con su entorno como
los deseos de los propios individuos de su comunidad. Por esta razón, el teatro es un arte muy
relacionado con lo cultural, lo social y las aspiraciones individuales.
Por otra parte, es ésta también una tarea esencial en la investigación del teatro nacional,
hasta ahora sólo insinuada. Conocer con una visión más moderna lo ocurrido en la escena del
pasado, especialmente si se sabe que sobre esos años la crítica y los estudios son muy poco
conocidos, lo que dicho en palabras más llanas significa simplemente que se encuentra en espera
de su reconocimiento. Para ilustrar estas afirmaciones bastaría sólo con enunciar las ideas
cardinales que exponen algunos de estos estudios, en los que se señala que hasta la mitad del
siglo XX el teatro era provinciano, incipiente, de actividad esporádica, sin tradición, que sus
expresiones no alcanzaban una categoría cultural y que, consecuentemente, se encontraba “a la
espera que le construyamos su historia”. Aún en 1945, Juan José Arrom en un artículo advertía
que “no ha sido todavía el teatro elemento importante en el panorama cultural de Venezuela, ni
muy copiosa su literatura dramática” (p. 3), en los mismos momentos en que se forjaba uno de
los cambios más significativos para el teatro venezolano. De ideas semejantes está colmada la
historia y el estudio del teatro venezolano de esos tiempos.
No obstante, no debería extrañar mucho el olvido que puede subyacer aquí porque,
obviamente, estos cincuenta años no estuvieron exentos de dramas. Tampoco fueron años sin
historia. Ocurre que si la idea del teatro se desvanece, entra a suplantarla un espectro deformado
por el desinterés y la resignación, con su proliferación de versiones excluyentes. Lo peor, como
expresa Todorov, es que un pequeño número de individuos, en nombre de la crítica, se arrogaran
el derecho a controlar y seleccionar lo que debía perpetuarse.
Un país se imagina a sí mismo por las historias que relata y que permanecen en el
recuerdo. Durante estos primeros cincuenta años del siglo XX esas historias provinieron
principalmente del teatro, complementadas con las de la radio, el cine y la literatura. Así se fue
creando el discurso cultural del país, la imagen de sus hombres y mujeres, la de sus ideas y la de
sus costumbres, paulatinamente, en el devenir de su propia y conflictiva historia. De esta forma
se enfrentaron los fuertes cambios que les deparaba el futuro, que no fueron pocos.
El objetivo central que se ha planteado esta investigación es el de conocer, en una forma
renovada, crítica y panorámica, el teatro venezolano y su desarrollo entre los años 1900-1950. No
obstante, para poder explicar mejor su desenvolvimiento ha sido necesario ajustar dicho lapso en
función de las experiencias analizadas, lo que en la práctica lo llevó a tener un alcance mayor,
retomando lo ocurrido desde antes del siglo hasta prácticamente todo lo ocurrido durante la
década del cincuenta, según las explicaciones que ha requerido la investigación en su desarrollo.
En resumen, el tema a investigar estudiar es el teatro venezolano en torno a la primera mitad del
siglo XX, especialmente referido al desarrollo de su dramaturgia.
Por tanto, aquí se reexaminará durante este período a autores y obras -elementos claves en
su devenir cultural y social-, y tendencias aparecidas que se consideraron relevantes para el
período, examinadas con nuevos criterios que intentan escurrir la mirada sórdida de aquellos que
no le han reconocido lo que en justicia les corresponde. En general, se trata de conocer al teatro
venezolano durante este período, naturaleza y expresiones, no sólo en relación con sus
características principales y relevancia, sino también en su vínculo contextual que enmarcó a las
diferentes condiciones de su aparición.
El teatro entre los años 1900 y 1950 no estuvo exento de historia. Lo que ocurre es que
sólo ahora comienza a escribirse esta nueva historia, bajo otros signos y otras perspectivas. Ese
es el sentido que esta investigación le otorga al fundamentarla como una relectura del teatro
venezolano. El olvido en que permanece este período no debe extrañar. Tampoco que la relectura
del mismo tenga su camino abonado en ese olvido.
La gran pregunta que se plantea esta investigación, en suma, es ¿qué significó el teatro
venezolano durante medio siglo para la cultura nacional? Para poder responderla este estudio se
planteó como necesario la ejecución de dos pasos importantes; uno, de reflexión metodológica,
en cuanto a cómo abordar la investigación, y otro, el de realizar un análisis formal de los
procesos ocurridos en aquellos años a fin de poder ordenarlos y explicarlos en debido forma.
Aquí se debe destacar lo que dice relación con la aparición de los sistemas dramáticos
acontecidos entre la llamada tradición teatral y el período de la renovación, así como el que se
refiere en forma más directa al aspecto contextual de aquellos años. Esto es lo que serviría como
marco e hilo conductor de los diferentes temas a desarrollar.
Por razones comprensibles, la elaboración de una metodología de análisis para un estudio
de este tipo constituye una parte difícil y complicada, sobretodo cuando se piensa en integrar al
mismo las estructuras culturales, de modo que no se pierda un enfoque integral y amplio, como se
desea. En esto destaca la necesidad de vincular las expresiones teatrales con las actividades
sociales, históricas y culturales.
Muchas ideas, claro está, reconocidas en su momento como nuevas, no siempre lo son,
pues con el tiempo se irán modificando y terminarán como viejas. Igualmente ocurre con ciertas
ideas olvidadas, inadvertidas a veces, que con el tiempo son consideradas prometedoras. El
tiempo es el que se encargará de balancear las cosas. Esto es lo que ocurre con la metodología
que se empleará en esta investigación, que enfoca al teatro desde una perspectiva cultural,
aplicada a una mayor distancia que el tiempo propiamente contemporáneo, lo que permite
apreciar en forma más cabal y más modulada, los cambios producidos y, por tanto, aprehenderlos
e interpretarlos con mayor amplitud y reflexión.
Lo amplio del alcance de esta investigación, prácticamente setenta años, exige un vasto
apoyo bibliográfico y documental con diversos enfoques teóricos, como los de la historia, la
cultura, las artes, así como también de datos cuantitativos, expresión de una cultura moderna que
complementa este cuadro. Por tanto, sólo la comprensión de una diversidad de ideas y conceptos,
en un contexto teórico multidisciplinario, permitiría abordar este atajo metodológico.
Desde este punto de vista, se podría señalar con Raymond Williams, que la cultura es un
proceso, y que como tal no se comporta como algo fijo, sino como algo cambiante, desigual y
con amplias fisuras por donde se acrisola un sin fin de voces tradicionales y emergentes, así
como también instituciones e ideologías. En suma, una metodología de corte cultural, que se
aplica tanto con una visión teórica, como con un conocimiento crítico. Sin dejar de ser claros y
simples, este enfoque no evita la conceptualización, y se dirige hacia un campo duro como es el
analizar las complejas estructuras de dominación, las relaciones de poder, la dimensión política y,
especialmente, la significación de las obras. Esta metodología se adapta al tema de la
investigación e integra los aspectos cualitativos con los cuantitativos, lo cual facilita la
construcción de un conocimiento significativo y está en función del nivel de desarrollo y
consolidación epistémica de la disciplina del teatro venezolano.
En efecto, esta investigación entiende que el teatro venezolano en este período debe ser
estudiado como un conjunto integral en el cual son importantes tanto los autores como sus obras,
producidas en escenarios o no, y sus grupos teatrales, no como una suma informativa aislada,
sino como un espacio cultural escénico, amplio, intelectual y productor de saberes. Esto significa
que deben delimitarse con delicadeza y exactitud sus relaciones con movimientos exógenos,
partiendo siempre de sus expresiones locales, no como “eco” o “reflejo” de estas propuestas,
indicando el cuestionamiento crítico como reacción a la tradición o a la realidad, superando la
visión taxonómica de los grandes autores -excluyente de autores no cercanos a las esferas del
poder-, y resaltando sus diferentes propuestas, búsquedas, rupturas y cambios que comportan.
Igualmente, soslaya la tendencia a estudiar el teatro como una sucesión histórica de géneros o
autores encasillados en categorías desligadas de sus contextos.
Este enfoque contempla la integración del contexto sociocultural respectivo y el intento
por explicar los cambios. Desde este punto de vista, los cambios en las formas dramáticas
precisan la definición y sistematización de rupturas en el sistema de significantes que se
relacionen con sistemas externos, los que también juegan un rol en este cambio. De ahí que Jauss
(1989) proponga tomar trozos sincrónicos en diferentes momentos de su proceso y establecer
relaciones con textos contemporáneos, de lo cual surgirían categorías que conformarán un
sistema general (o, eventualmente, un subsistema) El establecimiento del carácter histórico de un
hecho dramático se determina, en consecuencia, en la interpretación de las intersecciones
diacrónicas y sincrónicas.
El otro aspecto relevante que completa este modelo interpretativo es el relativo a la
relación existente entre una obra dramática y sus componentes formales con los ideológicos e
históricos. Para Villegas (1984), la obra literaria “no es una entidad que se explique en sí misma,
sino en relación con o condicionada por factores que son aparentemente externos y cuyas
influencias son diversas en sentido y proporción” (p. 149). Por esto, en este tipo de estudios su
análisis debe contemplar no sólo los aspectos formales, que revelan cómo estas formas
funcionan, pero que fallan al explicar el por qué ciertas formas emergen en un momento histórico
dado. Por esto, la relación estructura-contexto ayuda a establecer una periodización, muestra una
serie de épocas, deja ver la existencia simultánea de varios subsistemas y permite explicar un
proceso de cambio/ruptura/variación, según el sistema que marca a cada período.
De esta forma, el recuento de la historia del teatro se convertiría en la descripción de
varios sistemas (o subsistemas), en que cada sincronía es un sistema, del cual puede emerger un
modelo, originado a su vez de textos, los cuales describen un proceso de cambios o de
transformación. De lo que se trata, por tanto, es de explicar en un nivel analítico, cómo y por qué
cambian los sistemas, así como también identificar qué es lo que permite decir que hay un
cambio formal en la estructura dramática, lo cual lleva aparejado el explicar que un cambio
significa la alteración de ciertos elementos de un sistema.
La respuesta a la pregunta de por qué los sistemas significantes cambian se encuentra en
el terreno extra-teatral. El análisis del entorno sociocultural es importante al precisar el contexto
de la producción de textos y de otros productos culturales. Por ello, en la investigación se debe
estudiar el análisis de las relaciones existentes entre los sistemas de los dramas y la sociedad que
los produce. Y aunque en esto algunos podrían diferir, la mayor parte de las teorías adopta el
criterio de que el contexto sociocultural juega un rol importante en el entendimiento de los textos
literarios y que éste también puede explicar muchos de los cambios formales de los sistemas
teatrales.
Lo que en este aspecto interesa más es el sentido o significado de un drama, porque la
aparición de una nueva forma a menudo antecede a una problemática que necesita expresarse en
forma distinta. Nuevas realidades y nuevos conflictos normalmente requieren de nuevas formas
de expresión y no utilizan las antiguas. Por otra parte, existe una dialéctica entre los cambios
internos y externos de un texto literario, por cuanto forma y contenido no cambian a causa de
factores aislados, intra o extra literarios, sino como parte de la vida cultural y en esto muchas
veces el arte, y el teatro especialmente, se anticipan a grandes cambios del contexto,
anunciándolos.
En este aspecto, si se parte del supuesto que los textos expresan y revelan a una sociedad
en un momento dado, entonces será posible sistematizar esta parte del estudio al incorporar en el
análisis su situación cultural, política, composición social de los artistas y su audiencia (de Toro,
1995).
El examen de los componentes del teatro para el período de estudio del teatro venezolano
comprendió la observación de los siguientes factores: revisión documental de todos los autores
encontrados en las fuentes bibliográficas (nombres y seudónimos utilizados); sus obras, fechas de
escritura, puesta en escena por primera vez, publicación en primera edición; manuscritos
mencionados documentalmente; reconocimientos o premios obtenidos –reconocimientos que
también muestran tendencias estéticas dominantes y planos de canonización de sus símbolos y
temas-. No se contaron traducciones efectuadas, versiones ni composiciones musicales en obras
de teatro.
Con esta información se conformó una matriz de doble entrada, en la que se ordenó,
cronológicamente, por filas, a cada dramaturgo con sus respectivos factores teatrales en estudio
y, en cincuenta columnas, el detalle de la cronología de sus factores. Así, al observar a un autor
determinado (fila) se puede determinar, a través de las columnas, sus obras, ediciones, premios y
manuscritos eventuales por año, y al observar a través de un año (columna) se pueden visualizar
los factores determinados para ese año, cuya sumatoria dio como producto un gráfico con sus
variaciones anuales, el cual sirvió para orientar una primera aproximación de periodización en la
investigación.
Para este fin se consultaron todas las obras de referencia disponibles, en lo posible de
fuentes directas u originales, incluyendo entrevistas a personalidades de la cultura, entre las que
se pueden mencionar a Don Pedro Grases, quien generosamente conversó sobre el significado de
los autores de las dos primeras décadas del siglo XX y donó a esta investigación los veinte tomos
de su rica obra completa; entrevista a Don Ángel Raúl Villasana, autor de una monumental obra
bibliográfica, no bien reconocida en los estudios nacionales e irrepetible en el contexto cultural
venezolano, con quien se dialogó sobre la obra de Rómulo Gallegos, y quien donara a esta
investigación el volumen de la segunda parte - letras A-Ch-, de su repertorio para los años 1951-
1975, ampliación cronológica de los seis volúmenes de su primer ensayo (1808-1950).
Además, se realizaron entrevistas a personalidades del teatro como Nicolás Curiel,
Humberto Orsini, Horacio Peterson, José Antonio Rial, Inés Laredo, Amalia Pérez Díaz,
Alejandro Lasser, Isaac Chocrón y Román Chalbaud, a quienes se les grabó la entrevista en
video, con duración de una hora aproximada, y a Raúl Domínguez, a quien no se grabó.
Igualmente, se efectuó la revisión de los primeros cien números de los boletines del
Archivo histórico de Miraflores, que comprenden los años 1580 a 1976, en los cuales se encontró
información de palacio sobre autores, teatros y un par de obras inéditas que sirvieron para ilustrar
la censura en el teatro durante la primera década del siglo XX; la obra de Fernando Guerrero
Matheus sobre el teatro zuliano, que cubre el período entre 1839 y 1956, publicado en1962; la
bibliografía del teatro zuliano y de ambientación zuliana de Luis Guillermo Hernández, que
cubre entre 1830 y 1990; el examen de las revistas de la época El Cojo ilustrado, Fantoches,
Élite y Revista Nacional de Cultura (desde 1938 hasta el presente), entre otras, las que
mostraron una nutrida edición de obras de autores del período; la Bibliografía del teatro
venezolano de Rojas Uzcátegui y Lubio Cardozo, que abarca entre 1801 a 1978; el índice
hemerográfico venezolano de Cesia Hirshbein, que cubre de 1890 a 1930; las crónicas de Caracas
de Carlos Eduardo Misle que cubren de 1567 a 1967; el libro Teatro en Caracas de Juan José
Churión, publicado en 1924; la Historia del teatro en Caracas de Carlos Salas, publicado en
1967; y el texto sobre dramaturgia del siglo XX de Alba Lía Barrios, Carmen Mannarino y
Enrique Izaguirre, publicado en 1997, que presenta significativos estudios cronológicos sobre
autores y obras; igualmente, se consultó por internet a la Biblioteca del Congreso, en Estados
Unidos, de donde se obtuvo información de obras consideradas inéditas o extraviadas y que
yacen en ese país; finalmente, se efectuó la revisión de las tesis de grado sobre teatro de la
Escuela de Artes de la Universidad Central de Venezuela, mucha de cuya información relevante
se cita en el texto.
En relación con los estudios específicos sobre este período, en general, los pocos a reseñar
comienzan a aparecer en los años noventa, aunque en todos ellos el tratamiento de este período
no es especial o exclusivo, sino que forma parte de un trabajo de mayor alcance. Dentro de los
estudios relevantes se pueden citar el de Orlando Rodríguez (1989), publicado en el libro
Escenario de dos mundos, volumen 4, cuyo título está referido al período 1900-1945, y en el
cual en realidad sólo habla de los primeros treinta años, lo cual explícitamente queda señalando
cuando expresa que “durante las tres décadas que nos ocupan…”, subrayando más adelante esta
idea al concluir que “entre 1900-1930 el teatro venezolano permanece estacionario” (pp. 236-
237).
El libro de Monasterios (1990) menciona en forma muy desigual, en unas cuarenta
páginas, la actividad teatral sólo entre los años 1900 a 1915, especialmente centrado en la obra de
Gallegos, por lo demás incompleta, como se observará al estudiar a este autor y luego continúa
con el período 1950-1970; y el texto de Azparren Giménez (1994), igualmente expuesto en forma
disímil, que en veinte páginas resume todo este medio siglo que antecede y abre paso al teatro
moderno. No obstante, la obra de Barrrios et al (1997) ya hace un recuento más factual de estos
años, incorporando nuevos autores que no se conocían, aunque sus objetivos y alcances sean más
amplios.
Otras publicaciones relacionadas con el tema no dejan mejor parado a este período, así en
el Catálogo de autores de la editorial Monte Ávila, de propiedad del Estado, en su edición más
completa de 1994, sólo publica las obras de seis autores de este período (para un total de veinte
autores publicados en la sección teatro), incluyendo a diecinueve nueve obras de ellos (de 63 en
total), nueve de las cuales son del dramaturgo Román Chalbaud y cinco del Uslar Petri. En su
catálogo renovado de 2002, en su sección teatro, ahora sólo aparecerán doce dramaturgos en
total, siendo sólo dos del período en estudio, los ya mencionados Chalbaud y Uslar Pietri.
De hecho, al efectuar un recuento de este aspecto entre los diferentes estudiosos y la
crítica consultados para esta investigación se obtiene un resultado sorprendente. Desde el trabajo
de Churión, en los años veinte, cuando da a conocer a trece dramaturgos contemporáneos suyos,
pasando por los de Salas y Azparren en los años sesenta, de Monasterios, Rodríguez y Barrios en
los noventa, se llega a reconocer en total a treinta y seis (36) autores dramáticos para el período
en estudio. Con esta investigación se alcanza a una cifra superior a noventa y ocho dramaturgos
reconocidos (de un total de doscientos), todos los cuales conforman a partir de ahora un acervo
desconocido de medio siglo del teatro en Venezuela.
Este breve recorrido por los antecedentes de estudios sobre este período muestra la
realidad del conocimiento que se tiene de estos años y evidencia que lo más aproximado al tema
es antológico, compilatorio y disperso. No son aportes superfluos, claro está, pero no están
enfocados hacia la comprensión general de esta importante etapa que culmina con la renovación
del teatro, y carecen de una percepción clara sobre los aportes que estos dramaturgos pudieron
hacer por el teatro moderno. A la luz de estas observaciones resultan inadecuados para entender
en su conjunto este período.
De ahí que la presentación de esta investigación se efectúe tratando de evitar la confusión
y la mala comprensión que estos autores y época han recibido, resaltando sus características
esenciales, concepciones teatrales, propuestas y su proyección hacia el campo cultural, como se
explica a continuación al ordenar los temas que se exponen.
En el Capítulo primero se presenta el marco de los estudios culturales en donde se
circunscribe y delimita el estudio y metodología para el teatro durante este período. El Capítulo
segundo presenta el resultado que se hizo de la revisión general de autores, obras, publicaciones,
manuscritos y reconocimientos, culminando con la presentación de los aspectos generales de la
relectura para el estudio de los autores relevantes, incluyendo una propuesta de periodización
para el estudio y los primeros factores culturales que han afectado esta visión. El Capítulo tercero
está dedicado al estudio del sistema del sainete, con sus propuestas principales, estrategias
dramáticas y su significado. El Capítulo cuarto está destinado a estudiar los cambios que
comienzan a producirse en el sistema teatral dominado por el sainete, incluyendo las propuestas
que produce el modernismo y las vanguardias del teatro y, especialmente, los dramaturgos de La
Alborada y La Proclama. El Capítulo quinto presenta las avanzadas de los cambios por venir,
los sistemas de la comedia dramática, la poesía en el teatro y la experimentación durante los años
veinte. El Capítulo sexto presenta la apertura dramática de los años treinta y cuarenta, con las
propuestas de sus principales dramaturgos, incluyendo el drama étnico, y el Capítulo séptimo,
expone la renovación teatral desde sus inicios en los años cuarenta hasta fines del cincuenta,
cuando ya se expresan las principales tendencias del teatro moderno. La investigación finaliza
con las conclusiones, en donde se resumen las principales características y proyecciones que tuvo
este período en la evolución del teatro moderno venezolano.
Finalmente, no me cabe sino expresar mi gratitud a todos aquellos que, de una forma u
otra, colaboraron en esta investigación, especialmente a Alba Lía Barrios, Marcelino Bisbal,
Einar Goyo, Orlando Rodríguez, Armando Navarro y Josefina Pérez, quienes siempre me
alentaron y estuvieron dispuestos a hacer sugerencias, observaciones y recomendaciones con
esmero y responsabilidad para mejorar este trabajo.
INTRODUCCIÓN
Las transformaciones que ocurren en el teatro no son fáciles de explicar, su evolución pareciera
no seguir la cronología tradicional de años, décadas o siglos, tampoco es inmanente, constante o
histórico per se, sino que su explicación es sin duda compleja. Esta podría ser la principal
dificultad para enfrentar su conocimiento.
Complica esta situación el avance que han tenido en el siglo XX las nuevas teorías y
transformaciones en el campo de la cultura y de las artes. Esto es interesante por cuanto la visión
desde la perspectiva de fines del siglo es muy diferente a la que se pudo tener durante las
primeras décadas e, incluso, a la de los años cuarenta o setenta. Los conceptos y criterios
sostenidos por los escasos estudios realizados van siendo transformados para dar paso a nuevas
visiones, renovadas, basadas en nuevos conceptos reformulados a la luz de conocimientos más
actuales.
Esto es lo que ocurre con esta investigación, que parte del planteamiento de que examinar
lo acontecido en el teatro venezolano durante los primeros cincuenta años del siglo XX no es
algo fácil de explicar, sino que por el contrario, es algo más bien complejo. Como práctica
cultural, el teatro acompaña y expresa tanto las diferencias de sus autores con su entorno como
los deseos de los propios individuos de su comunidad. Por esta razón, el teatro es un arte muy
relacionado con lo cultural, lo social y las aspiraciones individuales.
Por otra parte, es ésta también una tarea esencial en la investigación del teatro nacional,
hasta ahora sólo insinuada. Conocer con una visión más moderna lo ocurrido en la escena del
pasado, especialmente si se sabe que sobre esos años la crítica y los estudios son muy poco
conocidos, lo que dicho en palabras más llanas significa simplemente que se encuentra en espera
de su reconocimiento. Para ilustrar estas afirmaciones bastaría sólo con enunciar las ideas
cardinales que exponen algunos de estos estudios, en los que se señala que hasta la mitad del
siglo XX el teatro era provinciano, incipiente, de actividad esporádica, sin tradición, que sus
expresiones no alcanzaban una categoría cultural y que, consecuentemente, se encontraba “a la
espera que le construyamos su historia”. Aún en 1945, Juan José Arrom en un artículo advertía
que “no ha sido todavía el teatro elemento importante en el panorama cultural de Venezuela, ni
muy copiosa su literatura dramática” (p. 3), en los mismos momentos en que se forjaba uno de
los cambios más significativos para el teatro venezolano. De ideas semejantes está colmada la
historia y el estudio del teatro venezolano de esos tiempos.
No obstante, no debería extrañar mucho el olvido que puede subyacer aquí porque,
obviamente, estos cincuenta años no estuvieron exentos de dramas. Tampoco fueron años sin
historia. Ocurre que si la idea del teatro se desvanece, entra a suplantarla un espectro deformado
por el desinterés y la resignación, con su proliferación de versiones excluyentes. Lo peor, como
expresa Todorov, es que un pequeño número de individuos, en nombre de la crítica, se arrogaran
el derecho a controlar y seleccionar lo que debía perpetuarse.
Un país se imagina a sí mismo por las historias que relata y que permanecen en el
recuerdo. Durante estos primeros cincuenta años del siglo XX esas historias provinieron
principalmente del teatro, complementadas con las de la radio, el cine y la literatura. Así se fue
creando el discurso cultural del país, la imagen de sus hombres y mujeres, la de sus ideas y la de
sus costumbres, paulatinamente, en el devenir de su propia y conflictiva historia. De esta forma
se enfrentaron los fuertes cambios que les deparaba el futuro, que no fueron pocos.
El objetivo central que se ha planteado esta investigación es el de conocer, en una forma
renovada, crítica y panorámica, el teatro venezolano y su desarrollo entre los años 1900-1950. No
obstante, para poder explicar mejor su desenvolvimiento ha sido necesario ajustar dicho lapso en
función de las experiencias analizadas, lo que en la práctica lo llevó a tener un alcance mayor,
retomando lo ocurrido desde antes del siglo hasta prácticamente todo lo ocurrido durante la
década del cincuenta, según las explicaciones que ha requerido la investigación en su desarrollo.
En resumen, el tema a investigar estudiar es el teatro venezolano en torno a la primera mitad del
siglo XX, especialmente referido al desarrollo de su dramaturgia.
Por tanto, aquí se reexaminará durante este período a autores y obras -elementos claves en
su devenir cultural y social-, y tendencias aparecidas que se consideraron relevantes para el
período, examinadas con nuevos criterios que intentan escurrir la mirada sórdida de aquellos que
no le han reconocido lo que en justicia les corresponde. En general, se trata de conocer al teatro
venezolano durante este período, naturaleza y expresiones, no sólo en relación con sus
características principales y relevancia, sino también en su vínculo contextual que enmarcó a las
diferentes condiciones de su aparición.
El teatro entre los años 1900 y 1950 no estuvo exento de historia. Lo que ocurre es que
sólo ahora comienza a escribirse esta nueva historia, bajo otros signos y otras perspectivas. Ese
es el sentido que esta investigación le otorga al fundamentarla como una relectura del teatro
venezolano. El olvido en que permanece este período no debe extrañar. Tampoco que la relectura
del mismo tenga su camino abonado en ese olvido.
La gran pregunta que se plantea esta investigación, en suma, es ¿qué significó el teatro
venezolano durante medio siglo para la cultura nacional? Para poder responderla este estudio se
planteó como necesario la ejecución de dos pasos importantes; uno, de reflexión metodológica,
en cuanto a cómo abordar la investigación, y otro, el de realizar un análisis formal de los
procesos ocurridos en aquellos años a fin de poder ordenarlos y explicarlos en debido forma.
Aquí se debe destacar lo que dice relación con la aparición de los sistemas dramáticos
acontecidos entre la llamada tradición teatral y el período de la renovación, así como el que se
refiere en forma más directa al aspecto contextual de aquellos años. Esto es lo que serviría como
marco e hilo conductor de los diferentes temas a desarrollar.
Por razones comprensibles, la elaboración de una metodología de análisis para un estudio
de este tipo constituye una parte difícil y complicada, sobretodo cuando se piensa en integrar al
mismo las estructuras culturales, de modo que no se pierda un enfoque integral y amplio, como se
desea. En esto destaca la necesidad de vincular las expresiones teatrales con las actividades
sociales, históricas y culturales.
Muchas ideas, claro está, reconocidas en su momento como nuevas, no siempre lo son,
pues con el tiempo se irán modificando y terminarán como viejas. Igualmente ocurre con ciertas
ideas olvidadas, inadvertidas a veces, que con el tiempo son consideradas prometedoras. El
tiempo es el que se encargará de balancear las cosas. Esto es lo que ocurre con la metodología
que se empleará en esta investigación, que enfoca al teatro desde una perspectiva cultural,
aplicada a una mayor distancia que el tiempo propiamente contemporáneo, lo que permite
apreciar en forma más cabal y más modulada, los cambios producidos y, por tanto, aprehenderlos
e interpretarlos con mayor amplitud y reflexión.
Lo amplio del alcance de esta investigación, prácticamente setenta años, exige un vasto
apoyo bibliográfico y documental con diversos enfoques teóricos, como los de la historia, la
cultura, las artes, así como también de datos cuantitativos, expresión de una cultura moderna que
complementa este cuadro. Por tanto, sólo la comprensión de una diversidad de ideas y conceptos,
en un contexto teórico multidisciplinario, permitiría abordar este atajo metodológico.
Desde este punto de vista, se podría señalar con Raymond Williams, que la cultura es un
proceso, y que como tal no se comporta como algo fijo, sino como algo cambiante, desigual y
con amplias fisuras por donde se acrisola un sin fin de voces tradicionales y emergentes, así
como también instituciones e ideologías. En suma, una metodología de corte cultural, que se
aplica tanto con una visión teórica, como con un conocimiento crítico. Sin dejar de ser claros y
simples, este enfoque no evita la conceptualización, y se dirige hacia un campo duro como es el
analizar las complejas estructuras de dominación, las relaciones de poder, la dimensión política y,
especialmente, la significación de las obras. Esta metodología se adapta al tema de la
investigación e integra los aspectos cualitativos con los cuantitativos, lo cual facilita la
construcción de un conocimiento significativo y está en función del nivel de desarrollo y
consolidación epistémica de la disciplina del teatro venezolano.
En efecto, esta investigación entiende que el teatro venezolano en este período debe ser
estudiado como un conjunto integral en el cual son importantes tanto los autores como sus obras,
producidas en escenarios o no, y sus grupos teatrales, no como una suma informativa aislada,
sino como un espacio cultural escénico, amplio, intelectual y productor de saberes. Esto significa
que deben delimitarse con delicadeza y exactitud sus relaciones con movimientos exógenos,
partiendo siempre de sus expresiones locales, no como “eco” o “reflejo” de estas propuestas,
indicando el cuestionamiento crítico como reacción a la tradición o a la realidad, superando la
visión taxonómica de los grandes autores -excluyente de autores no cercanos a las esferas del
poder-, y resaltando sus diferentes propuestas, búsquedas, rupturas y cambios que comportan.
Igualmente, soslaya la tendencia a estudiar el teatro como una sucesión histórica de géneros o
autores encasillados en categorías desligadas de sus contextos.
Este enfoque contempla la integración del contexto sociocultural respectivo y el intento
por explicar los cambios. Desde este punto de vista, los cambios en las formas dramáticas
precisan la definición y sistematización de rupturas en el sistema de significantes que se
relacionen con sistemas externos, los que también juegan un rol en este cambio. De ahí que Jauss
(1989) proponga tomar trozos sincrónicos en diferentes momentos de su proceso y establecer
relaciones con textos contemporáneos, de lo cual surgirían categorías que conformarán un
sistema general (o, eventualmente, un subsistema) El establecimiento del carácter histórico de un
hecho dramático se determina, en consecuencia, en la interpretación de las intersecciones
diacrónicas y sincrónicas.
El otro aspecto relevante que completa este modelo interpretativo es el relativo a la
relación existente entre una obra dramática y sus componentes formales con los ideológicos e
históricos. Para Villegas (1984), la obra literaria “no es una entidad que se explique en sí misma,
sino en relación con o condicionada por factores que son aparentemente externos y cuyas
influencias son diversas en sentido y proporción” (p. 149). Por esto, en este tipo de estudios su
análisis debe contemplar no sólo los aspectos formales, que revelan cómo estas formas
funcionan, pero que fallan al explicar el por qué ciertas formas emergen en un momento histórico
dado. Por esto, la relación estructura-contexto ayuda a establecer una periodización, muestra una
serie de épocas, deja ver la existencia simultánea de varios subsistemas y permite explicar un
proceso de cambio/ruptura/variación, según el sistema que marca a cada período.
De esta forma, el recuento de la historia del teatro se convertiría en la descripción de
varios sistemas (o subsistemas), en que cada sincronía es un sistema, del cual puede emerger un
modelo, originado a su vez de textos, los cuales describen un proceso de cambios o de
transformación. De lo que se trata, por tanto, es de explicar en un nivel analítico, cómo y por qué
cambian los sistemas, así como también identificar qué es lo que permite decir que hay un
cambio formal en la estructura dramática, lo cual lleva aparejado el explicar que un cambio
significa la alteración de ciertos elementos de un sistema.
La respuesta a la pregunta de por qué los sistemas significantes cambian se encuentra en
el terreno extra-teatral. El análisis del entorno sociocultural es importante al precisar el contexto
de la producción de textos y de otros productos culturales. Por ello, en la investigación se debe
estudiar el análisis de las relaciones existentes entre los sistemas de los dramas y la sociedad que
los produce. Y aunque en esto algunos podrían diferir, la mayor parte de las teorías adopta el
criterio de que el contexto sociocultural juega un rol importante en el entendimiento de los textos
literarios y que éste también puede explicar muchos de los cambios formales de los sistemas
teatrales.
Lo que en este aspecto interesa más es el sentido o significado de un drama, porque la
aparición de una nueva forma a menudo antecede a una problemática que necesita expresarse en
forma distinta. Nuevas realidades y nuevos conflictos normalmente requieren de nuevas formas
de expresión y no utilizan las antiguas. Por otra parte, existe una dialéctica entre los cambios
internos y externos de un texto literario, por cuanto forma y contenido no cambian a causa de
factores aislados, intra o extra literarios, sino como parte de la vida cultural y en esto muchas
veces el arte, y el teatro especialmente, se anticipan a grandes cambios del contexto,
anunciándolos.
En este aspecto, si se parte del supuesto que los textos expresan y revelan a una sociedad
en un momento dado, entonces será posible sistematizar esta parte del estudio al incorporar en el
análisis su situación cultural, política, composición social de los artistas y su audiencia (de Toro,
1995).
El examen de los componentes del teatro para el período de estudio del teatro venezolano
comprendió la observación de los siguientes factores: revisión documental de todos los autores
encontrados en las fuentes bibliográficas (nombres y seudónimos utilizados); sus obras, fechas de
escritura, puesta en escena por primera vez, publicación en primera edición; manuscritos
mencionados documentalmente; reconocimientos o premios obtenidos –reconocimientos que
también muestran tendencias estéticas dominantes y planos de canonización de sus símbolos y
temas-. No se contaron traducciones efectuadas, versiones ni composiciones musicales en obras
de teatro.
Con esta información se conformó una matriz de doble entrada, en la que se ordenó,
cronológicamente, por filas, a cada dramaturgo con sus respectivos factores teatrales en estudio
y, en cincuenta columnas, el detalle de la cronología de sus factores. Así, al observar a un autor
determinado (fila) se puede determinar, a través de las columnas, sus obras, ediciones, premios y
manuscritos eventuales por año, y al observar a través de un año (columna) se pueden visualizar
los factores determinados para ese año, cuya sumatoria dio como producto un gráfico con sus
variaciones anuales, el cual sirvió para orientar una primera aproximación de periodización en la
investigación.
Para este fin se consultaron todas las obras de referencia disponibles, en lo posible de
fuentes directas u originales, incluyendo entrevistas a personalidades de la cultura, entre las que
se pueden mencionar a Don Pedro Grases, quien generosamente conversó sobre el significado de
los autores de las dos primeras décadas del siglo XX y donó a esta investigación los veinte tomos
de su rica obra completa; entrevista a Don Ángel Raúl Villasana, autor de una monumental obra
bibliográfica, no bien reconocida en los estudios nacionales e irrepetible en el contexto cultural
venezolano, con quien se dialogó sobre la obra de Rómulo Gallegos, y quien donara a esta
investigación el volumen de la segunda parte - letras A-Ch-, de su repertorio para los años 1951-
1975, ampliación cronológica de los seis volúmenes de su primer ensayo (1808-1950).
Además, se realizaron entrevistas a personalidades del teatro como Nicolás Curiel,
Humberto Orsini, Horacio Peterson, José Antonio Rial, Inés Laredo, Amalia Pérez Díaz,
Alejandro Lasser, Isaac Chocrón y Román Chalbaud, a quienes se les grabó la entrevista en
video, con duración de una hora aproximada, y a Raúl Domínguez, a quien no se grabó.
Igualmente, se efectuó la revisión de los primeros cien números de los boletines del
Archivo histórico de Miraflores, que comprenden los años 1580 a 1976, en los cuales se encontró
información de palacio sobre autores, teatros y un par de obras inéditas que sirvieron para ilustrar
la censura en el teatro durante la primera década del siglo XX; la obra de Fernando Guerrero
Matheus sobre el teatro zuliano, que cubre el período entre 1839 y 1956, publicado en1962; la
bibliografía del teatro zuliano y de ambientación zuliana de Luis Guillermo Hernández, que
cubre entre 1830 y 1990; el examen de las revistas de la época El Cojo ilustrado, Fantoches,
Élite y Revista Nacional de Cultura (desde 1938 hasta el presente), entre otras, las que
mostraron una nutrida edición de obras de autores del período; la Bibliografía del teatro
venezolano de Rojas Uzcátegui y Lubio Cardozo, que abarca entre 1801 a 1978; el índice
hemerográfico venezolano de Cesia Hirshbein, que cubre de 1890 a 1930; las crónicas de Caracas
de Carlos Eduardo Misle que cubren de 1567 a 1967; el libro Teatro en Caracas de Juan José
Churión, publicado en 1924; la Historia del teatro en Caracas de Carlos Salas, publicado en
1967; y el texto sobre dramaturgia del siglo XX de Alba Lía Barrios, Carmen Mannarino y
Enrique Izaguirre, publicado en 1997, que presenta significativos estudios cronológicos sobre
autores y obras; igualmente, se consultó por internet a la Biblioteca del Congreso, en Estados
Unidos, de donde se obtuvo información de obras consideradas inéditas o extraviadas y que
yacen en ese país; finalmente, se efectuó la revisión de las tesis de grado sobre teatro de la
Escuela de Artes de la Universidad Central de Venezuela, mucha de cuya información relevante
se cita en el texto.
En relación con los estudios específicos sobre este período, en general, los pocos a reseñar
comienzan a aparecer en los años noventa, aunque en todos ellos el tratamiento de este período
no es especial o exclusivo, sino que forma parte de un trabajo de mayor alcance. Dentro de los
estudios relevantes se pueden citar el de Orlando Rodríguez (1989), publicado en el libro
Escenario de dos mundos, volumen 4, cuyo título está referido al período 1900-1945, y en el
cual en realidad sólo habla de los primeros treinta años, lo cual explícitamente queda señalando
cuando expresa que “durante las tres décadas que nos ocupan…”, subrayando más adelante esta
idea al concluir que “entre 1900-1930 el teatro venezolano permanece estacionario” (pp. 236-
237).
El libro de Monasterios (1990) menciona en forma muy desigual, en unas cuarenta
páginas, la actividad teatral sólo entre los años 1900 a 1915, especialmente centrado en la obra de
Gallegos, por lo demás incompleta, como se observará al estudiar a este autor y luego continúa
con el período 1950-1970; y el texto de Azparren Giménez (1994), igualmente expuesto en forma
disímil, que en veinte páginas resume todo este medio siglo que antecede y abre paso al teatro
moderno. No obstante, la obra de Barrrios et al (1997) ya hace un recuento más factual de estos
años, incorporando nuevos autores que no se conocían, aunque sus objetivos y alcances sean más
amplios.
Otras publicaciones relacionadas con el tema no dejan mejor parado a este período, así en
el Catálogo de autores de la editorial Monte Ávila, de propiedad del Estado, en su edición más
completa de 1994, sólo publica las obras de seis autores de este período (para un total de veinte
autores publicados en la sección teatro), incluyendo a diecinueve nueve obras de ellos (de 63 en
total), nueve de las cuales son del dramaturgo Román Chalbaud y cinco del Uslar Petri. En su
catálogo renovado de 2002, en su sección teatro, ahora sólo aparecerán doce dramaturgos en
total, siendo sólo dos del período en estudio, los ya mencionados Chalbaud y Uslar Pietri.
De hecho, al efectuar un recuento de este aspecto entre los diferentes estudiosos y la
crítica consultados para esta investigación se obtiene un resultado sorprendente. Desde el trabajo
de Churión, en los años veinte, cuando da a conocer a trece dramaturgos contemporáneos suyos,
pasando por los de Salas y Azparren en los años sesenta, de Monasterios, Rodríguez y Barrios en
los noventa, se llega a reconocer en total a treinta y seis (36) autores dramáticos para el período
en estudio. Con esta investigación se alcanza a una cifra superior a noventa y ocho dramaturgos
reconocidos (de un total de doscientos), todos los cuales conforman a partir de ahora un acervo
desconocido de medio siglo del teatro en Venezuela.
Este breve recorrido por los antecedentes de estudios sobre este período muestra la
realidad del conocimiento que se tiene de estos años y evidencia que lo más aproximado al tema
es antológico, compilatorio y disperso. No son aportes superfluos, claro está, pero no están
enfocados hacia la comprensión general de esta importante etapa que culmina con la renovación
del teatro, y carecen de una percepción clara sobre los aportes que estos dramaturgos pudieron
hacer por el teatro moderno. A la luz de estas observaciones resultan inadecuados para entender
en su conjunto este período.
De ahí que la presentación de esta investigación se efectúe tratando de evitar la confusión
y la mala comprensión que estos autores y época han recibido, resaltando sus características
esenciales, concepciones teatrales, propuestas y su proyección hacia el campo cultural, como se
explica a continuación al ordenar los temas que se exponen.
En el Capítulo primero se presenta el marco de los estudios culturales en donde se
circunscribe y delimita el estudio y metodología para el teatro durante este período. El Capítulo
segundo presenta el resultado que se hizo de la revisión general de autores, obras, publicaciones,
manuscritos y reconocimientos, culminando con la presentación de los aspectos generales de la
relectura para el estudio de los autores relevantes, incluyendo una propuesta de periodización
para el estudio y los primeros factores culturales que han afectado esta visión. El Capítulo tercero
está dedicado al estudio del sistema del sainete, con sus propuestas principales, estrategias
dramáticas y su significado. El Capítulo cuarto está destinado a estudiar los cambios que
comienzan a producirse en el sistema teatral dominado por el sainete, incluyendo las propuestas
que produce el modernismo y las vanguardias del teatro y, especialmente, los dramaturgos de La
Alborada y La Proclama. El Capítulo quinto presenta las avanzadas de los cambios por venir,
los sistemas de la comedia dramática, la poesía en el teatro y la experimentación durante los años
veinte. El Capítulo sexto presenta la apertura dramática de los años treinta y cuarenta, con las
propuestas de sus principales dramaturgos, incluyendo el drama étnico, y el Capítulo séptimo,
expone la renovación teatral desde sus inicios en los años cuarenta hasta fines del cincuenta,
cuando ya se expresan las principales tendencias del teatro moderno. La investigación finaliza
con las conclusiones, en donde se resumen las principales características y proyecciones que tuvo
este período en la evolución del teatro moderno venezolano.
Finalmente, no me cabe sino expresar mi gratitud a todos aquellos que, de una forma u
otra, colaboraron en esta investigación, especialmente a Alba Lía Barrios, Marcelino Bisbal,
Einar Goyo, Orlando Rodríguez, Armando Navarro y Josefina Pérez, quienes siempre me
alentaron y estuvieron dispuestos a hacer sugerencias, observaciones y recomendaciones con
esmero y responsabilidad para mejorar este trabajo.
CAPITULO I: ASPECTOS TEORICOS Y METODOLOGICOS.
Los estudios relativos al análisis de la cultura o a la utilización de ésta como variable para el
estudio y explicación en el campo del arte y de la literatura, como se desprende al observar la
lectura de sus documentos iniciales, no fueron bien entendidos y se les consideró hasta cierto
punto como teóricamente ingenuos. Parte de esta calificación se debía al hecho de que fueron
presentados por sus autores como una forma de reacción o de resistencia frente a las
denominadas grandes teorías a fines de la década del cincuenta. Su insistencia en lo particular, en
lo local, en lo específico, basada en experiencias concretas y que pudieran servir como
verdaderas guías metodológicas no sólo impactó a los estudiosos de la cultura sino que, poco a
poco, comenzó a influenciarla. De ahí que su interés en destacar la importancia de la audiencia y
de las experiencias culturales de grupos considerados marginales hasta entonces, le abriera
insospechada proyección.
Por estas razones, la idea de Raymond Williams, uno de sus iniciadores, de que existe una
articulación compleja y elaborada de la cultura, y el hecho de reconocer que la cultura es un
proceso, que no es algo dado y fijo, sino una cuestión cambiante, desigual, que se configura en
una dinámica permanente combinando aspectos de la tradición, voces emergentes, instituciones e
ideologías -uno de sus principios-, constituye hoy en día una de las columnas centrales en el
estudio de cualquier época o género literario, incluyendo naturalmente al teatro. Por estas
razones, en esta investigación se consideran estos conceptos especialmente válidos, por cuanto se
piensa que permitirán dar un recuento más completo del tema en estudio, de la teoría que subyace
en éste y de las orientaciones metodológicas a utilizar.
El cambio ocurrió en los años sesenta, cuando la revista Cultural Studies mencionó a
estos análisis, pero como muchos autores lo han señalado, la orientación de ellos no eran hacia lo
que se consideraba “alta cultura” o “cultura” a secas, sino sobre la materia que enriquecía la vida
diaria, la cultura del diario vivir y lo popular. En este sentido, como bien explica Graeme Turner
(1990), estos estudios mostraban “lo que usamos, lo que oímos y comemos; cómo nos vemos en
relación con otros; la función de las actividades diarias, como el cocinar o el comprar; todo esto
atraía a los estudios culturales” (p.2). Esta orientación surgió desde una visión de la crítica
literaria inglesa tradicional, que veía a lo popular como una amenaza a la moral y a las buenas
costumbres de una civilización moderna. Esta fue la ruptura que plantearon los primeros estudios
de la cultura.
La idea, que permanece actualmente, fue la de examinar lo cotidiano, lo hasta cierto punto
ordinario, aquellos hechos que tienen tanto que ver con la existencia humana y que, sin embargo,
se dan por sentados y no se les mira. La conclusión fue que el proceso que hace a las personas
ciudadanos, pertenecientes a un particular grupo o clase, género, raza, es un proceso cultural que
funciona precisamente porque lo ven y sienten como natural, irresistible y no excepcional.
Este fue el camino por el que se encaminaron los trabajos de autores como R. Williams,
R. Hoggart, S. Hall, así como algunos centros de estudio ingleses, quienes a lo largo de sus
análisis también fueron encontrando que estas actividades cotidianas, al ser excluidas,
conformaban una visión diferente, que constituían una red “periférica” nueva, plena de
significados y placeres, que eran los que construían la cultura. De ahí que en estos estudios se
comenzara por estudiar el cómo se construye la vida diaria, o para decirlo en términos más
académicos, cómo la cultura forma a sus sujetos.
En esta nueva visión teórica de lo cultural, no puede dejarse de lado tampoco, junto a los
autores ya mencionados, los trabajos de muchos otros estructuralistas europeos e incluso de
América Latina, quienes desde diferentes perspectivas han enriquecido este camino a lo largo del
tiempo, entre los que cabe menciona a Lévi-Srauss, Barthes, Foucault, Althusser, Gramsci,
Mignolo, García Canclini, Barbero, Sarlo y otros. Todo este amplio conjunto de autores también
dan algunas indicaciones muy importantes acerca de su desarrollo, como el señalar que esta
teoría haya nacido del seno académico y que una de sus principales características fuera la de ser
una empresa de estudios interdisciplinarios, tal vez uno de sus aspectos metodológicos más
relevantes, lo cual se ha expresado en gran parte hacia lo que se denomina exportación del
conocimiento desde el campo social hacia el de las humanidades.
Su influencia se ha dejado sentir en gran parte de los grandes problemas que se han
debatido en América latina, como son el de la teoría de la dependencia o el de la teología de la
liberación, dándoles una coherencia en su formulación, estableciendo un diálogo con otras
disciplinas (por ejemplo, en G. Canclini, acercando la sociología a la antropología), en la forma
de entender la modernización, interpretando la historia de la colonización (como lo ilustran los
estudios sobre el movimiento Zapatista), particularmente en la influencia de los últimos estadios
del capitalismo, conocido como “colonialismo global”, en el cual podrían quedar incluidos la
cultura chicana y portorriqueña, entre otras. Claramente, estos ejemplos vienen a confirmar
aquello ya señalado antes, de que no existe algo general o universal más allá de la historia local,
dentro de la cual emerge y prospera una propia cultura.
los inicios de los estudios culturales
Tal y como ya se ha explicado, los estudios culturales (también conocidos como análisis cultural
o culturalismo) comenzaron siendo realizados por diferentes personalidades, las cuales le
imprimieron un rasgo personal a sus reflexiones. Muchos de ellos procedían del campo literario
por lo cual se iniciaron a partir del análisis textual, otros procedían del campo social, razón por la
cual se interceptaron elementos de la sociología y de la antropología. Por estas razones esta
metodología que va emergiendo no puede verse como una nueva disciplina o como una
constelación de ellas. Es más bien, según la opinión que prevalece, un campo interdisciplinario
hacia el cual han convergido preocupaciones y métodos, no es un campo unificado, sino plural y
especialmente crítico. Aún así, es posible encontrar elementos comunes que le dan especificidad,
bien sean como principios o como categorías teóricas, que son las que se resaltarán para los fines
de esta investigación.
Se da como el comienzo de los estudios culturales la aparición en los años cincuenta de
algunos libros básicos, como son el de R. Hoggart, The Uses of Literacy (Los usos de la
literalidad), en 1957, los de R. Williams, Culture and Society, 1870-1950 (Cultura y sociedad,
1870-1950), en 1958, y The Long Revolution (La larga revolución), en 1961, entre otros que
se mencionarán más adelante. Estos autores se movieron desde sus metodologías de crítica
textual, literaria, a esto nuevo que fue ahora “leer” formas culturales diferentes que producían
significados no meramente estéticos, sino también sociales. Reorientar estos estudios para
relacionarlos con la sociedad, con la cultura y con los individuos que los producían y consumían,
significó dos cambios profundos en sus metodologías, uno relativo a pensar cómo se estructuraba
la cultura como un todo, y otro a develar sus procesos y partes constituyentes.
La primera influencia en su aplicación llegó desde sus propios campos de trabajo, del
estructuralismo, de la teoría del lenguaje. Esto vino bajo la forma de sus conceptos
fundamentales, en parte debido a su propia importancia comunicativa y, en parte, por su función
como modelo para entender los sistemas culturales. Por esto, F. de Saussure y su teoría del
lenguaje fue su punto de partida. Para una persona corriente, el lenguaje es algo que se utiliza
para llamar las cosas, lo cual pone a esa cosa en el mundo material y sirve para comunicársela a
otros. Para esto se usan las palabras. Saussure ve esto en forma diferente, ve al lenguaje como un
mecanismo para determinar qué constituye un objeto, y eso es lo que le permite decir cuáles
objetos necesitan tener un nombre. La función del lenguaje, por tanto, no es la de dar nombres a
las cosas de una realidad que ya se presenta organizada y coherente. Su rol es mucho más
complejo y amplio, cual es organizar, construir, y dar al hombre su único acceso a esa realidad.
Esto queda muy claro cuando se observa la proposición de Saussure de que la relación existente
entre una palabra y su significado es arbitraria, esto en su léxico significa que es una cualidad no
inherente, no natural. Por ejemplo, la palabra árbol significa lo que significa porque el ser
humano se ha puesto de acuerdo en su significado, lo cual se demuestra por el simple hecho de
que existen muchas palabras distintas que expresan lo mismo en diferentes idiomas. Incluso, en el
Amazonas venezolano, sus habitantes indígenas pueden denominarla de diferentes formas, con
nombres particulares o simplemente como selva. En resumen, es una convención.
De modo similar, y esto es muy importante para los estudios culturales, la forma en que
una persona ve el mundo está determinada también por convenciones culturales, a través de las
cuales se conceptualizan las imágenes que se reciben. Así, se puede decir que la idea del mundo
natural está organizada e integrada por las convenciones de sus representaciones, todas
provenientes a través del lenguaje. Por tanto, la teoría del lenguaje, desde esta nueva perspectiva,
tiene como bases las dimensiones culturales y sociales del lenguaje (porque la relación de una
palabra con su significado está hecha por el hombre). De ahí que se pueda decir que el lenguaje
es cultural, no natural, no inherente, así como también los significados que genera.
Esto es lo culturalmente importante de la teoría de Saussure, que el lenguaje muestra el
mecanismo por medio del cual una persona se da cuenta del mundo en que vive. Por esta razón,
la realidad será muy relativa, mientras se construya a través de los mecanismos del lenguaje. El
significado, por tanto, está sustentado en la cultura, y más aún, es culturalmente específico. De
esta forma quedaba relacionado lenguaje con cultura.
El otro aspecto que se ha tomado del lenguaje es aquel relacionado con el principio de
cómo se estructura el sistema lingüístico, el cual señala que es de la misma forma como se
organiza a otros tipos de sistemas comunicativos, no sólo el de la escritura, sino también el de
aquellos sistemas no lingüísticos, como los de las imágenes, los de la gestualidad teatral o el de
las mismas convenciones de las buenas costumbres o maneras de las personas.
Charles S. Pierce siguiendo las ideas de Saussure avanzó un tanto más y alcanzó a tener
una nueva visión del signo y de su estructura, el que según él ahora estaría constituido por el
“objeto”, su intérprete” y su “representación”. Este último elemento es el relevante porque abrió
las puertas a los estudios de arte al poner de manifiesto las diferentes interpretaciones que se
derivan de una cultura. Sobre esta base fue que actuó Jan Mukarosvky, representante de la
Escuela de Praga, cuando explica que las representaciones visuales forman sistemas de signos
determinados histórica y culturalmente dentro de sus contextos, por lo cual en su análisis
deberían buscarse su significado histórico y cultural en relación a productos similares.
La teoría crítica, movimiento con ese nombre que surge en los años treinta en Europa,
observó que para este fin habría que efectuar la lectura directa de textos originales, en el
entendido de que “cada sociedad constituye su propia visión de la realidad, y que sus creencias y
sus valores, que cambian en el tiempo, se expresan mejor en su literatura”. El desarrollo de esta
metodología requirió en su análisis de otros campos de estudio, como el histórico, social, y otros,
lo que a su vez, creó también el problema denominado “asemiosis”, es decir, se evidencia la
imposibilidad de llegar a una relación unívoca entre la obra y su sentido conceptual. Este aspecto
fue reconocido más tarde, en los años sesenta por H. Eco, quien expresó que las obras literarias
no poseen estructuras significativas estables, por lo que su interpretación requiere de la
aplicación de una clave simbólica, la más adecuada al tiempo de estudio (Gradowska, 1999,
pp.37-39).
El tener un significado como producto cultural fue de gran importancia. Esto es debido a
que, como ya se ha revisado, si la única manera de entender el mundo es a través de su
“representación” a través del lenguaje (cualquiera que éste sea), se necesita una metodología que
se relacione con tal representación para poder estudiar este producto de significados.
Desde el punto de vista metodológico, los estudios culturales fueron adquiriendo así una
terminología y un marco conceptual para elaborar el análisis de signos no lingüísticos.
Igualmente se abre una forma diferente de efectuar el análisis estético, porque se separa de la
noción de la interpretación del autor, estableciéndose un nuevo nexo con la estética al utilizar la
estrategia de fijar el objeto de estudio en el “texto”. En estos aspectos metodológicos la
influencia estructuralista, aunque evidente, también tiene sus diferencias por cuanto los estudios
culturales insisten en la necesidad de que el análisis no se debe limitar sólo a las estructuras de
textos individuales, sino que debe ahondarse en dichos textos para examinar las estructuras más
profundas que ellos producen, que son aquellas que expresan a la cultura misma. Como señala R.
Johnson (1983), el análisis textual es una corriente fuerte dentro de los estudios culturales,
aunque para otros el texto es “sólo un medio en el estudio cultural”, que no se estudia per se, sino
por las formas subjetivas o culturales que él incorpora (Cit. por Turner, 1990, p. 23). Por esa
razón, el texto es importante como sitio en donde los significados culturales se hacen accesibles
al análisis y no como un objeto privilegiado de estudio.
cultura e ideología
La publicación de libro de Williams, Culture and Society (1958), produjo un quiebre con la
visión del marxismo tradicional incorporando lo que se conoció como un marxismo complejo y
crítico. El cambio principal en su visión de la cultura fue que, a diferencia de ser ésta vista como
obras de arte, literatura o modos de vida de clases sociales particulares, que se entendían siempre
como determinadas completamente por las relaciones económicas (“totally determined by
economic relationships”), ahora en los estudios culturales se insistía en su “relativa autonomía”,
en el hecho de que no eran simplemente dependientes de las relaciones económicas y que, de
acuerdo con esto, no podían verse como un simple reflejo de ellas y, más aún, éstas tenían
también activa influencia y consecuencias en las relaciones económicas y políticas, por lo que no
eran simplemente influenciadas pasivamente por la esfera económica, sino que también ellas
influenciaban a aquellas (Bennet, 1981, p.7).
En esto se manifestó una fuerte crítica al marxismo tradicional que le otorgaba a la cultura
una función menor, ubicándola como parte de la superestructura de la sociedad y, siendo por
tanto, tan sólo un producto de la base económica e industrial o estructura. Esta visión,
denominada economicista, fue desafiada por estudiosos que se apoyaron especialmente en estos
argumentos, como lo hizo Louis Althousser en 1971, quien señaló que el aparato ideológico
clave (compuesto por la ley, la familia, el sistema educacional, las ideas religiosas y otras
similares), tenían tanta significación como las condiciones económicas mismas, ante lo cual los
estudios culturales insistieron en que la cultura no era una simple dependencia, de las no
simplemente independientes relaciones económicas, sino que más bien existían muchas fuerzas
determinantes de ideologías similares, como las económicas, profesionales, políticas y culturales,
que compiten y entran en conflicto unas con otras con el fin de conformar la compleja unidad de
una sociedad.
Las ideas de Althousser eran de que existía una red de determinaciones, articuladas en
distintos puntos, por distintas personas, que ejercían una ”sobrevisión” o sobredeterminación, y
un control sobre la experiencia social. El mecanismo a través del cual este proceso de
sobredeterminación funciona es el de la ideología (Turner, 1990, p.25). Contrasta esta nueva
visión de la ideología con la tradicional del marxismo que la entiende como la producida por la
clase dominante, la que actuaba como un velo que cubría los ojos de la clase trabajadora, o como
el filtro que seleccionaba o disfrazaba sus verdaderas relaciones con el mundo real o realidad. Por
eso, en este último caso, su función era la de construir una “falsa conciencia” del yo y de sus
relaciones con la historia.
Se hace palpable que la postura de Althousser se parece a la de Saussure. Este último
produjo el conocimiento de que el lenguaje proveía al hombre de una versión de la realidad, y no
de la realidad toda. De la misma manera, Althousser ve a la ideología no como una falsa
conciencia, sino como el marco conceptual a través del cual los hombres interpretan, dan sentido,
experimentan y viven las condiciones materiales en las que se encuentran. Por esto, la ideología
conforma y modela la conciencia del hombre sobre su realidad y, para bien o para mal, el mundo
que construye la ideología es el que siempre habitará ese mismo hombre.
Entonces, el sistema del lenguaje, con sus correspondientes marcos ideológicos, está
siempre ahí, esperando al niño para insertarlo en él. Esta es la razón por la cual ciertos grupos son
tan críticos con el lenguaje, porque éste representa la forma por medio de la cual las ideologías de
dominación (profesionales, conservadoras, feministas, gays, ecológicas y otras similares) se
institucionalizan a través de palabras (como Doctor, Srta., Ingeniero, Presidente). Althousser
también expresa que las ideologías deben ser examinadas no sólo en el lenguaje y en sus
representaciones, sino también en sus formas materiales y a través del aparato ideológico del
Estado. En el primer caso se refiere a las instituciones y prácticas sociales con las cuales se
organiza la vida diaria y, en el segundo, al aparato ideológico que conforman los medios de
comunicación y los sistemas legal, educacional y político, que logran sus fines a través de la
legitimación de normas sociales. En América Latina, el foco primario de interés en el análisis
ideológico han sido los medios, particularmente porque ellos son los que definen relaciones
sociales y problemas políticos. Por lo tanto, y de acuerdo con estos argumentos, se podría decir
que la ideología también produce la cultura y concientización de una persona, aspectos que se
volverán a tocar cuando se vinculen con la metodología en esta investigación.
Por estas razones es bueno relacionar estos conceptos con la definición de cultura que da
Williams en 1975, al decir que ésta es “una descripción de un particular modo de vida, que
expresa ciertos significados y valores no sólo para el arte y el aprendizaje, sino también en
instituciones y en comportamientos corrientes” (p.57). De ahí que la tarea para el análisis cultural
sea “la de clarificar estos significados y valores implícitos y explícitos en un modo de vida
particular, en una cultura particular”. Los objetivos de este análisis serían por tanto, realizar una
“crítica histórica” de las obras en relación con las tradiciones y con sus sociedades, “así como
también de los modos de vida de otros campos que no son cultura, como las organizaciones de
producción, estructura de la familia, e instituciones que se vinculan con las relaciones sociales y
con las formas cómo la sociedad se comunica” (Ibid.). Williams insiste en que el proceso cultural
debe ser visto como un todo, buscando las relaciones de análisis del texto con las instituciones y
estructuras sociales que lo producen.
En esta misma publicación Williams hace una contribución adicional a la teoría de la
cultura, cual fue el concepto de “estructura del sentido” (structure of feeling), que es ese algo que
toda cultura posee como característica de su particular modo de vida, como “aquel color
particular y característico que define muy bien aquello que es la cultura de un período” (Ibid.,
p.64). Para algunos autores ésta puede ser mejor entendida como aquel conjunto de modos de
pensar y de sentir que se comparten, que conforman un patrón regular de esos modos de vida, y
que muestran la vida cultural de una época en particular, clase o grupo. Terry Eagleton asimila
esta definición a una descripción de la ideología (Turner, 1990, p.57).
En el caso del teatro latinoamericano, Juan Villegas (1992) ha presentado una propuesta
que retoma los conceptos políticos del drama, señalando de entrada que el teatro en América
Latina es “una actividad discursiva de enorme potencial político” (p.163), y frente a las diversas
metodologías de análisis, propone una nueva estrategia que acentúe la dimensión instrumental,
denominada por él “pragmática de la cultura”, evitando que se interpreten las producciones
culturales como ejercicios de poder por parte de los productores, produciéndose “mensajes
validadores o deslegitimizadores de sistemas culturales”, y en los cuales debería dar relevancia a
la diversidad y al multiculturalismo, a su funcionalidad y a su instrumentación política (“no hay
cambios culturales sin significación política”), por lo que también propone igualmente en la
definición de cultura sustituir los conceptos basados en la hegemonía totalizadora por otros
“validadores de la diferencia” (p.166), como se verá en más adelante, en el Capítulo siguiente,
cuando se propone un modelo de periodización para el teatro venezolano.
textos, cultura y contextos
Hasta ahora, como se ha visto, todas las visiones de cultura lo hacen a través de una
aproximación política, de sus procesos históricos y de la construcción de la vida diaria. Por otra
parte, muchos trabajos con esta teoría han estudiado la historia de los movimientos populares,
que se centran en las denominadas subculturas y en los vacíos dejados por las historias oficiales,
otros estudian los medios para entender las estructuras de sus lenguajes y su relación con las
ideologías. Sin embargo, entre estos estudios comenzó a perfilarse una diferencia, que se ha
denominado la divergencia estructuralista/culturalista. En esta discrepancia, los llamados
estructuralistas vieron a la cultura como su primer objeto de estudio y la revisaron a través del
análisis de formas textuales representativas. El centro de su estudio fue ubicar las formas y
estructuras que producían significación cultural, por lo cual estuvieron menos interesados en la
especificidad cultural que incluye temas como lo histórico y las diferencias entre formas y
características y sus estudios lo fueron en gran escala, tomando casos como el europeo y lo
regional.
La otra versión, la culturalista, se diferencia de la anterior principalmente en lo
determinista que llegó a ser la fuerza de la ideología. Siguiendo principalmente a Williams y a
Thompson, estos mantuvieron el sentido de lo humano y su poder en el manejo de lo histórico e
ideológico, es decir, pensaron que aquellas fuerzas determinantes de la ideología podían ser
resistidas y que la historia también podía verse alterada por la acción del esfuerzo individual,
especialmente en un entorno pequeño o local, que era el alcance de sus estudios.
Esta división de opiniones perdió importancia cuando comenzaron a estudiarse las teorías
de la hegemonía de A. Gramsci (1982), que aclaraba mejor algunos aspectos de Althousser en
torno a la ideología. Lo más importante fue que Gramsci ofreció una noción menos mecánica de
la determinación y de la dominación de las clases gobernantes. En síntesis, de acuerdo con lo
planteado por Althousser en torno a la ideología, el cambio cultural parece difícil o casi
imposible, el cual desde la visión de Gramsci podría ser construido desde el interior del propio
sistema. Esto se produce al reconocerse el poder del individuo como agente dentro de la cultura,
y al analizar no sólo la estructura determinante que produce lo individual, sino también el rango
de posibilidades que él puede incorporar. La obra de Gramsci utiliza la historia y se refiere a la
construcción del poder cultural en momentos específicos de la historia en un país, que aunque
europeo, era subdesarrollado.
La teoría de la hegemonía de Gramsci sostiene que la dominación cultural, o más
precisamente, que el liderazgo cultural, no se adquiere por la fuerza o por coerción, sino que se
asegura al obtener el consentimiento de aquellos ultimadamente subordinados. Los grupos
subordinados acceden porque están convencidos de que esto también les servirá a sus intereses.
Ellos aceptan la visión del mundo de los grupos dominantes como una medida de sentido común
–esto es lo que explica realmente muchos de estos procesos, como por ejemplo cuando los
trabajadores votan por candidatos de derecha o populistas, porque ven en ellos una cierta
protección a sus intereses-. Esta explicación del consentimiento de Gramsci implica una lucha
mucho más vigorosa y clara que lo planteado por Althousser.
Por tanto, la dominación cultural sería el producto de complejas negociaciones,
alineamientos y realineamientos de intereses, no es simplemente una imposición desde arriba,
tampoco lo es inevitablemente lo producido por el lenguaje o por los aparatos de control
ideológicos (como el sistema educativo). El logro de la hegemonía es sólo el producto de un
consentimiento que se obtiene. La idea de hegemonía conecta tanto a la teoría y práctica del
proceso social, como al examen del cómo ocurren las formaciones específicas de dominación.
Entonces, se reafirma la importancia de la experiencia humana en la historia, la cultura se refiere
a una dominación viva y a la subordinación de clases particulares, poniendo gran énfasis en los
temas de la historia, de sus experiencias, de la política y de la ideología. Para Thompson, al
reinterpretar estos conceptos, el proyecto intelectual no hace sino “re-escribir la historia de esta
cultura con el fin de reordenar los desbalances de su representación en historias oficiales”(Ibid.,
p.69).
Lectura y re-escritura parecen ser, por tanto, conceptos claves en la utilización de esta
metodología que se enfrenta a los procesos culturales. En definitiva y, en general, se ha ido
creando en el tiempo una metodología que incorpora normalmente temas como la política, la
historia, la economía, lo social y especialmente el contexto en donde se producen los textos, para
así ubicar sus códigos culturales. A partir de aquí, al insertarse las útiles observaciones de
Gramsci sobre ideología, el análisis textual será ahora más histórico y más socialmente
codificado, porque se considerarán no sólo los signos y sus significaciones, sino también sus
combinaciones, especialmente con los denominados discursos culturales específicos (entendidos
éstos como grupos, ideas o modos de pensar producidos socialmente, que pueden ser leídos en
textos o grupos de textos, pero que deben ser ubicados en estructuras o relaciones históricas y
sociales más amplias).
En lo concerniente al contexto mismo, a veces aparentemente claro, se podría decir que la
teoría sobre él aún está en desarrollo, como lo señala Teun Van Dijk (2001), quien ha formulado
los principios generales que interesan tener presentes para enmarcar esta discusión y poder
utilizarlos en las metodologías. La teoría del contexto es compleja y requiere la colaboración de
otras disciplinas tanto humanas como sociales. La comprensión de situaciones y eventos se hace
mediante “modelos mentales” que el investigador crea y que no son otra cosa más que una
“representación individual, subjetiva, de un evento/situación en la memoria episódica, que es
parte de la memoria a largo plazo” (p. 71), en la cual se desenvuelven los parámetros
fundamentales del llamado escenario, que son tiempo, lugar y participantes de un evento. Esta
imagen conforma el denominado modelo del contexto o, simplemente, contexto.
Entre las características que tiene este modelo se encuentran que el contexto corresponde
sólo a los aspectos que en un momento dado son relevantes, igualmente es subjetivo, individual,
único, por lo cual es dinámico, porque cambia permanentemente, se adapta, se actualiza,
dependiendo de los cambios de la situación, y esto hace que el contexto aparezca con influencia
en el desarrollo de un discurso y viceversa, y probablemente tiene una estructura más o menos
fija o prototípica y tiene importantes dimensiones sociales y políticas. Debido a que el contexto
sirve para que el investigador tenga una representación más o menos adecuada y relevante de su
entorno, este “controla la producción y recepción del discurso” (Ibid, p. 73). Algunos estudios
hechos por Van Dijk, como el realizado sobre las discusiones parlamentarias en Inglaterra,
muestran que mucho de la teoría sobre los debates políticos debe ser formulada en términos de
las propiedades de sus contextos, partiendo del hecho de que son miembros de una institución
llamada Parlamento, con funciones políticas o legislativas como principales características
contextuales, conceptos que también podrían transmitirse a los llamados contextos culturales
(Van Dijk, 2001a).
la historia renovada
Aunque llega a ser un lugar común decir que la historia ya no es sólo el patrimonio de grandes
señores que gobiernan o de personajes de la política e, incluso, de historiadores profesionales que
adhieren a estas visiones, esto ha cambiado y las concepciones contemporáneas se han abierto a
otras visiones, en particular a la de los otros, a la de los sin nombre, o a la de los de abajo, que se
ha conocido mejor como intrahistoria. Este concepto deviene de Unamuno, recientemente
apropiado y resemantizado por algunos autores en términos de juego de poder, de lo subalterno,
de la historia en minúscula y de los efectos culturales que produce (Rivas, 2000). Haciendo una
analogía con el mar, Unamuno habla de las olas de la historia, del “presente momento histórico”,
que “no es sino la superficie del mar... no mayor con respecto a la vida intrahistórica” de
millones sin historia, que es el mar completo (Ibid. p.41).
Las nuevas formas de hacer la historia han sido descritas por Peter Burke (1993) teniendo
como principio central la inclusión de todas las actividades humanas; ya no es una mera
narración de hechos, sino también de estructuras, mentalidades, sociedades, culturas, que
producen cambios en el largo plazo; ya no es una visión “desde arriba”, desde el poder, sino que
debe incluir también la perspectiva opuesta; sus fuentes no sólo son los documentos escritos, sino
también los visuales, los orales, las estadísticas; debe considerar los múltiples factores que
expliquen las causas, las interrelaciones culturales, las costumbres; y la relativización de la
historia y de la verdad (Ibid. p.43).
Esto es lo que le estaría quitando su pretensión hegemónica y eurocéntrica a la historia
oficial o hecha por sus ideólogos, y dando a la nueva historia su carácter de forma para “reexplicar
lo antes no completamente explicado”. Como dice Chartier (1992), se trata “de ver de
otra manera la lectura de las sociedades”, en un nuevo conjunto de estudios que constituyen lo
que se ha denominado una “poética de la cultura”, que es el intento de hacer un trabajo
interdisciplinario para ver a las personas desde muchas visiones en su quehacer diario. Estos
plantean el estudio de la ”historia total”, en donde todo es historizable, y para lo cual se toman
instrumentos de distintas disciplinas, que es donde se plantea la interdisciplinariedad, tomando
datos de registros no oficiales, de fuentes visuales y revisando hechos oficiales distorsionados
que deben ser corroborados. Se trata de una práctica historiográfica ecléctica. Se renuncia a la
pretensión de objetividad porque no hay una visión única (Cit. por Rivas, 2000, pp. 43-45). En la
actualidad, tanto la noción de intrahistoria como esta de la nueva historia se utilizan
indistintamente para referirse a esta nueva historia.
A pesar de lo explicado, se debe aceptar que la historia oficial, sustentada en todo su
aparato de poder, legitima. Pero este hecho tiene también un carácter mutable por medio del cual
se puede deslegitimar lo previamente legitimado, aunque no sin dificultades. En esta dinámica
intervienen grandemente las estructuras sociales y culturales. Recuérdese, además, que no sólo el
poder, sino también lo subalterno ejercen actitudes similares de preservación, de olvido, de
tergiversación, de rechazo o acogida, de oficialización o de marginación. Por ejemplo, el Estado
impone la historia oficial a través de los textos oficiales, en la construcción de los monumentos,
en los nombres de las calles, en la moneda, en los ritos protocolares, en himnos y canciones
populares, en las ofrendas a los héroes, en la celebración de fechas patrias y relacionadas, en los
homenajes y en muchas otras formas. El mecanismo que asocia y organiza este sistema es el de la
tradición.
historia y tradición
El concepto de la tradición fue revisado y analizado dentro del marco de los estudios culturales,
basado en la hegemonía. Lo señala como una fuerza que configura lo hegemónico con un rol
importante en la definición e identificación cultural y social,
la mayoría de las versiones de la tradición pueden ser rápidamente demostradas en
su modalidad radicalmente selectiva. A partir de un área total posible del pasado y
del presente, dentro de una cultura particular, ciertos significados y prácticas son
seleccionados y otros significados y prácticas son rechazados o excluidos. Sin
embargo, dentro de una hegemonía particular, y como uno de sus procesos
decisivos, esta selección es presentada y habitualmente admitida con éxito como
la tradición, como el pasado significativo” (Williams, 1977, p.138, edición en
español en 1980).
Esta es la forma como se crea la tradición. Es una selección que hace la hegemonía cultural
designando lo que se debe olvidar y lo que debe ser mantenido en el recuerdo. Por esto, esta
tradición confirma y legitima el presente. Gran parte de su relevancia viene dada por el hecho de
que configura fuertes sectores de la identidad cultural que los grupos hegemónicos desean
otorgar y preservar y que resulta difícil revertir.
Rivas (2000) cita como ejemplo de esto el caso de los estudios sobre la historia de la
música en Venezuela, efectuados por el Prof. A. Calzavara en la Escuela de Artes de la
Universidad Central de Venezuela, que tuvieron como uno de sus resultados, luego de revisar
documentación oficial y no oficial, que el Himno Nacional no había sido compuesto por Vicente
Salías, con música de Juan J. Landaeta, como lo ha establecido la historia oficial, sino que serían
Andrés Bello (letra) y Lino Gallardo (música), quienes fueron despojados de su autoría porque
durante el siglo XIX “no se los consideró dignos de tan alto honor”. Bello, por ausentarse de
Venezuela luego de la Independencia y Gallardo, porque era un compositor popular que
trabajaba a destajo, que en alguna ocasión compuso música para los realistas (en realidad, en ese
contexto todo el pueblo era realista). Ante esta revelación, la hegemonía intelectual mantuvo que
era mejor “continuar respetando la tradición”, como en efecto se ha intentado hacer hasta hoy
(Ibid.p. 49).
Sin embargo, investigaciones más recientes han modificado nuevamente esta
interpretación. En efecto, el estudio de las canciones patrióticas venezolanas del Siglo XIX, en
tanto “lectura de un momento vivido” y como constructo de un “discurso sobre el otro”, hecho
por Veronique Hébrad (2001) basada en documentos de archivos franceses, abren más esta
discusión expresando que el canónigo Cortés de Madariaga, de regreso a Caracas desde Bogotá
en 1811, al navegar por el río Meta en balsa, relata que “así es que la alegría y el placer se
apoderaron de mi alma, concurriendo la casualidad de ser uno de mis socios apasionado a la
música: su inclinación le obligó a tomar la flauta para ejecutar la canción de Caracas, “Gloria al
bravo pueblo”, y al resonar el suave instrumento unieron sus voces los que sabían la letra e
hicieron sentir los ecos de la libertad...” (pp. 44-45).
La otra modalidad para establecer la tradición deviene desde el poder, desde el cual “se
inventan tradiciones, reviviendo las del pasado, pero resemantizándolas para perpetuar el poder”
(ibid., p.49), como ciertos ornamentos y rituales administrativos, que favorecen notablemente
posiciones nacionalistas o autoritarias, aunque se debe dejar en claro que la fuerza y la
adaptabilidad de las tradiciones genuinas, que se mantienen vivas, no necesitan ser revividas ni
objeto de esta invención. Williams explica que este concepto de tradición también se utiliza
cuando algunos elementos del pasado se consideran residuales y no ratifican formas presentes, se
les desecha (en esta selección) con frases como “fuera de moda”, o apelando a la “nostalgia” que
pueden producir, aunque eso no los devuelve a la tradición deseada.
Esta forma de ver la tradición en cierta manera refuerza el contenido histórico de la
misma porque a través de ella se da una especie de continuidad entre el pasado y el presente,
actúa como actualizando el pasado en función de la historia, el problema que suscita esta visión
es que se está utilizando el esquema de una historia oficial, que de acuerdo con lo expresado por
Williams (1962), no se trataría sino de una “tradición mentirosa”, con lo cual quiere defender la
permanencia del valor literario ante estas variaciones que puede tener la historia oficial, aunque
no se deben confundir las grandes obras del pasado (“the great works of the past”), con aquello
que surge de una minoría social que se identifica a sí misma con ellas (“social minority which
identifies itself with them”) (p.110). Por esto también la historia posee la flexibilidad de la
mutación, que le permite acomodar esta tradición a grupos dominantes, debilitamiento de
tradiciones, cambios en la versión oficial, y que a muchos le ha dado pie para hablar de que ya
no es posible concebir una “tradición eterna” absoluta, sino como una continuidad que es vivida
en el marco de los cambios producidos por la acción de los poderosos, ante las personas
comunes y corrientes, las “víctimas de la historia”, generalmente denominadas pueblo, que por
sus diferentes connotaciones, especialmente en otros idiomas, se prefiere llamar “subalternos
sociales”, término tomado de los estudios culturales que se asocia a los márgenes, a las periferias
o lugares distantes de los centros de poder, también definidos como el “otro”, que no producen
discursos hegemónicos (Rivas, 2000, pp. 50-53).
La valoración de la tradición, así como de la misma historia, no parece obedecer a
principios abstractos ni a reglas fijas, sino más bien a cambios en los diferentes roles que juegan
los actores de la hegemonía y a deslizarse por los atajos que produce su sistema cultural,
particularmente en torno a sus valores, creencias y desarrollo del conocimiento en una época
determinada.
El paso de una historia esencialmente política o episódica parece ya definitivamente
conducir a otra en la cual, como dice Arístides Medina (2001), tiene otros fundamentos y tareas,
“se ha desembarazado de toda tentativa de reproducción del pasado, porque sabe que en el mejor
de los casos, sólo podría reproducir la ideología de los dominadores, por eso ahora busca la
comprensión y explicación del ‘devenir de los hombres en el tiempo” (p.111). Por esta razón es
que se le llama también memoria colectiva del hombre, en un espacio y tiempo determinados. El
producto de esta búsqueda será por tanto la “reconstrucción” y “reinterpretación”, constitución
de una memoria, de ese pasado para comprender bien y explicar estos hechos pasados.
Por lo antes dicho, el sentido de una metodología que más se recomienda para buscar en
este pasado es el de tener “sólo una cuidadosa y respetuosa actitud frente a una realidad
compleja expresada en el interrogante cotidiano, inmanente, ineludible de cada día” (Soriano,
2000, p.62), que sea abierta, flexible, ágil, como una actitud. En esto el uso de fuentes primarias,
tan apreciadas y valoradas por algunos historiadores, no puede tampoco ignorar que en distintas
etapas de una investigación se hace necesario recorrer también un paisaje general que respalde
los datos originales y permita centrar mejor las búsquedas primarias, a parte de subsanar muchos
problemas de fuentes poco conocidas o dificultades logísticas tan comunes en las bibliotecas
venezolanas.
En esta investigación y, dado el marco conceptual descrito antes, se optó por hacer
“entrevistas” a actores relevantes del proceso del teatro y cultura venezolanos en los primeros
cincuenta años del siglo XX, cuando esto fue posible, que corresponde a lo que se denomina
historia oral, las cuales se ciñeron a una metodología específica, considerada como
complementaria a la investigación por algunos autores (a la vez que colabora en la creación de la
fuente documental, junto al investigador, haciéndola más interesante aún), y muy relevante en la
captación del ambiente cultural de una época determinada, que puestas en un marco histórico
adecuado, minimiza los efectos subjetivos de los actores, como lo ha observado la historiadora
Maribel de Gonzalo (2000, pp. 96-97).
A pesar de estas recomendaciones que abren el camino del trabajo con la historia, existen
algunas dificultades que convienen analizar desde la perspectiva metodológica y que tienen
relación con el ya visto tema de la ideología, que en el aspecto histórico se podría mejor
denominar “el olvido como estrategia política”, o como problema ético, fenómeno que es una
verdadera dificultad para entender los procesos culturales y artísticos.
Desde esta perspectiva “del olvido”, se puede decir que si la historia tiene un carácter
oficial, como ya se discutió, entonces su información es claramente tendenciosa (y no se trata
sólo del control de la información, que es algo perfectamente distinguible en una investigación),
lo cual deviene desde siempre. Rogelio Altez (2000, p. 466) al referirse al problema ético,
califica esta actitud como un verdadero atentado y recuerda que desde la Conquista y con el
advenimiento del Consejo de Indias, se creó la función del “cronista de indias”, quien era el
encargado de oficializar lo que ocurría en esta América, y en cuya labor iba “censurando
interpretaciones viciosas y contradictorias a los intereses de la corona”. En el olvido obviamente
se cuenta lo que no conviene decir, utilizado como estrategia política, y es tarea del investigador
al intentar entender el proceso histórico deducir, abstraer y analizar los datos para descubrir este
olvido. Por tanto, la lectura de una realidad pasa igualmente por este tamiz de análisis de los
documentos. Y a la inversa, el investigador también puede quedar sometido a este proceso
cuando en su recopilación de información decide qué selecciona, qué relega al olvido y con qué
información construye su propio discurso.
Es oportuno aquí comentar dos situaciones relacionadas con lo anterior que relata el
Primer libro de literatura, ciencias y bellas artes, escrito por el jurista y escritor Rafael Seijas,
en 1895, en homenaje al centenario de Antonio José de Sucre, y que simboliza el primer
recuento más o menos serio de lo que era el patrimonio cultural de Venezuela en el siglo XIX,
preámbulo a la tradición de los años del siguiente siglo, que aquí se estudiará en relación a su
teatro. El libro es un rico inventario, tipo quién es quién, de la cultura de ese período. Sin
embargo, adolece de un par de significativas dificultades, una es la de omisiones de nombres y
otra la de interpretar la estructura del sentido teatral nacional (Cit. por Straka, 2000, p. 480).
Entre las omisiones están las de Antonio Guzmán Blanco y la de Julio Calcaño,
fundadores nada menos que de la Academia Venezolana, principal institución cultural del país
hasta la creación de la Academia Nacional de la Historia. Tomás Straka (2000), al hacer
referencia a este hecho se pregunta ¿por qué este olvido si el libro entrega profusos detalles de
escritores, artistas e incluso, ingenieros, de hasta alejados pueblos del territorio? – La respuesta
es simple. Seijas, formaba parte de lo que Francisco Javier Pérez (1999) ha denominado la
“Anti-Academia”, personalidades igualmente positivistas promovidas por el mismo Guzmán,
pero que por sus actos erráticos (por hacerse nombrar Rector de la Universidad, por su discurso
inaugural inusual de la Academia y otros arrojos), se apartaron de él y se le opusieron con fuerza
y, de esta forma, “no podían meter en el inventario de la cultura venezolana a Guzmán Blanco o
a su secretario perpetuo de la Academia, Julio Calcaño. Para ellos, estaba reservado el “olvido”
(Ibid., p. 480). En su idea sincera de defender la democracia, estos personajes no eran dignos de
quedar en el recuerdo, pero en su actitud cometieron un acto de falta ética tan grave como la que
querían castigar.
En el caso del teatro venezolano ha ocurrido algo similar al hablar de su origen, el cual ha
sido negado e, incluso, encubierto con distinto argumentos que le han restado relevancia dentro
del panorama cultural de Venezuela durante toda su historia. En el curso del desarrollo de esta
investigación aparecieron documentos que mencionan esta disputa y se ha considerado oportuno
deslindar algunos de estos conceptos a la luz de una re-lectura de los mismos.
La primera mención que se reconoce de este hecho procede del libro de Ramón de la
Plaza, Ensayos sobre arte en Venezuela (1883), quien en particular estilo comenta como era el
teatro que se venía desarrollando en el país diciendo:
en la vida enfermiza de nuestro país, el teatro siempre al impulso de una fuerza
extrema ha dado síntomas de vida muy de tarde en tarde. En la infancia del
arte, si es así que podemos calificar nuestras primeras representaciones
escénicas, no fueron las tiendas de campaña que sirvieron de teatro a las edades
remotas las que se construyeron, sino salas particulares que representaban aun
mayores ridiculeces (p.259).
Luego, se conoció el artículo denominado “Teatro Nacional”, escrito por Eugenio Méndez
Mendoza, aparecido en el ya mencionado Primer libro venezolano de literatura, ciencias y
bellas artes (1895), en donde el autor justifica esta postración del teatro criollo invocando “la
política obscurantista del gobierno colonial” (p. XXV) que no permitió el desarrollo de estas
actividades y conformar un movimiento más fuerte. Es decir, la culpa de que existiera un exiguo
teatro era de España. Contrasta esta opinión con las crónicas de Arístides Rojas (1926) quien
comenta las representaciones teatrales coloniales y recuerdan la construcción de su primer
coliseo, todo debido a la gestión de la corona española, pero que una vez que cesó tampoco se
tradujo en una mejoría.
Similar es el caso del libro de Juan J. Churión, Teatro en Caracas (1924), quien también
recoge esta inquietud agregando una argumentación adicional según la cual esta responsabilidad
cabría en el mestizaje del grupo social venezolano que imposibilitó tal desarrollo, lo cual lo
explica en términos por lo demás muy científicos al expresar que:
en principio, y así como hemos achacado nuestra falta de teatralidad a defectos
de étnica y de psicología, podríamos achacarla con mayor razón al defecto
orgánico o antropológico del mestizaje de la raza... En lo que a teatro se
refiere, nuestro mestizaje no ha sido eugenésico... sino agenésico. Ha resultado
híbrido, y por tanto, infecundo como el mulo, producto zoológico de la raza
equina con la asnal” (p. 44-45).
Esta teoría del mestizaje agenésico, sin embargo no se aduce ni se dio en Perú, México o Cuba,
como tampoco en Francia o en la España andaluza.
Con respecto a la situación ya en el Siglo XX, Juan José Arróm (1945) da una posible
explicación más apoyada en la realidad nacional y en factores propios del teatro. Explica Arróm
que el teatro es “un arte que para existir necesita imperiosamente del público, y público
suficiente es lo que no ha tenido”, entre otras cosas, por la escasa densidad de su población. Se
debe recordar, explica, que Caracas fue fundada tardíamente, en sitios poco productivos, alejada
de las rutas comerciales o culturales, con una población que a comienzos del siglo no llegaba a
los cincuenta mil habitantes, asolada por terremotos, y diezmada por epidemias, por evoluciones
y dictaduras hasta prácticamente medio siglo XX, por lo que su desarrollo teatral se vio
probablemente más afectado que otras artes.
Similares argumentos dieron pie para confirmar la opinión de que a mitad de la década
del cuarenta (1945), cuando visiblemente parecen cambiar estas limitaciones, se presentaría otra
situación diferente. En efecto, esto sería estrictamente cierto según el mismo Arróm, quien
explica que Caracas al ser ahora mayor y más floreciente crearía un contexto distinto,
“favorables son ahora los tiempos para que progrese el teatro” (p. 7), con lo cual entrega una
señal de una realidad que se explorará más adelante, pero que por ahora da indicios de una
primera periodización, por cuanto según la opinión de este crítico “está apareciendo ya una
producción teatral digna de investigación y de encomio” (Ibid.), aspectos claves para esta
investigación que serán estudiados en mayor profundidad en el siguiente capítulo.
Más tarde, Luis Peraza (1950), retoma estos mismos argumentos al decir: “del modo
español corriente adquirimos todos los vicios. Ninguna virtud hemos imitado” (p. 10). De esta
forma esta postura se fue generalizando y casi no hay crítico del teatro moderno que no haya
repetido estas mismas ideas en todo el Siglo XX para referirse a los problemas que
aparentemente presentaba este teatro que se ve desplazado de otros géneros literarios. Esta
investigación presenta esta situación y luego en capítulos posteriores se irá tratando de aclarar
más en detalle lo ocurrido.
Quien salió al paso a esta generalizada opinión fue César Rengifo, en 1949, en ocasión de
dictar una conferencia sobre teatro en la Universidad Central de Venezuela, en donde expresó
que el teatro venezolano “tiene tradición, a pesar de aquellos que la viven negando”, pasando a
recordar las manifestaciones teatrales desde los indígenas Cuicas, las de la época colonial en que
“no eran muy abundantes los cómicos de la legua”, las de épocas de guerras en donde “el actor
de teatro menguó casi hasta extinguirse”, para culminar con los intentos románticos, criollistas,
espectáculos frívolos del siglo XX, en donde se produjo un cambio de relación con su audiencia,
porque “la vinculación profunda con el pueblo estaba rota” (pp. 86-89).
modelos para la historia del teatro
Lo que un modelo para historiar el teatro busca es describir la evolución que presenta el teatro,
acentuando cómo cambian las formas y contenidos, explicando por qué, dónde, cuándo y en qué
circunstancias se producen esos cambios. Aquí entran a operar algunas disyuntivas ya
mencionadas, tales como tradición/cambio/ruptura/diferencias, en relación con los
acontecimientos teatrales del presente, pasado y futuro. Es la proyección del eje diacrónico en el
eje sincrónico la que produce esta intersección que se llama historia.
En este sentido son interesantes de exponer y analizar las propuestas teóricas y
metodológicas explicadas por Juan Villegas y Fernando de Toro, las que se ha venido
construyendo desde los años ochenta, época en que aparecen sus primeros escritos en relación
con las estrategias para elaborar un discurso dramático para América Latina.
Por su parte, Villegas ha expresado: “propuse la necesidad de renovar los estudios sobre
el teatro en el mundo hispánico a través de la apertura a nuevas áreas de investigación o de
cambio de perspectiva con respecto a los ‘métodos` de crítica literaria dominantes hasta el
momento”, refiriéndose a su propio artículo de 1984. En esta línea interesa conocer el punto más
alto de su desarrollo, el cual se da cuando publica Para un modelo de historia del teatro
(1997), que revisa no sólo varios artículos anteriores de su autoría, sino también su libro anterior
sobre ideología y discurso crítico, en todos los cuales su preocupación ha sido “enfatizar la
propuesta de un modelo de re-escritura de la historia”. Estos conceptos básicos, re-escritura,
historia, ideología, poder y periodización son las bases de su propuesta metodológica (p. 11).
Uno de los principales efectos que ha tenido la realización de la crítica tradicional ha sido
la dilatación y selección del corpus de textos constitutivos de la cultura. Esta selección era
obviamente un proceso con significación política y social, “la inserción o marginación de ciertos
textos dentro de la historia del teatro se funda en la valoración positiva de un sistema de valores
o una imagen del mundo y el rechazo de otros” (Ibid., p. 11). Esto es lo que produce el efecto de
aparición o desaparición, debilitamiento o refuerzo de sistemas de valores de textos teatrales que
validan ciertos y determinados modelos culturales. Por estas razones, los nuevos modelos
tendrían que liberarse de aquellos para sustentar nuevas formas.
Villegas propuso varias estrategias metodológicas sobre esto, referidas a América Latina,
entre las cuales destacan el “asumir la especificidad del objeto, texto teatral en esta
investigación, y estudiar la importancia de distintos destinatarios, distintos públicos, compañías
teatrales y puestas en escena si las hubo” (señala Villegas que a veces el publico a que hace
mención un crítico “no es sino la opinión personal del crítico que autoriza sus gustos y
reacciones como opinión o reacciones de los espectadores”), como ha ocurrido en el teatro
venezolano. En la representación, éxito, fracaso, la fugacidad o permanencia en la historia, no
interviene sólo su “calidad estética”, sino un conjunto de tensiones de la interrelación de
instituciones o fuerzas que disputan el poder (ibid., p. 129), como es el caso de los clásicos,
recordando que no siempre éstos fueron considerados clásicos, ante lo cual se podría preguntar
hasta qué punto los llamados ‘clásicos‘ del teatro latinoamericano o de un país o una época, no
fueron seleccionados por su cercanía al poder político o cultural respectivo. Otro aspecto es el de
la relación de los textos con el discurso teatral hegemónico. Y, finalmente, analizar el sustrato
ideológico de los diversos discursos críticos, “clave de los juicios de valor y el establecimiento
de los cánones”de referencia y que determina a muchos “clásicos”.
Sobre el discurso crítico acerca del teatro latinoamericano, se podría expresar que en la
actualidad es plural, encontrándose en su estudio investigadores de muchas nacionalidades, todos
escribiendo sobre teatro latinoamericano, cada uno utilizando metodologías de acuerdo a sus
propias escuelas de estudio en sus contextos culturales o académicos, lo que no tiene importancia
en sí, excepto en el hecho de señalar que la tendencia más común es la de leer los textos según
una supuesta valoración de su “universalidad”, “validez universal” o pertenencia a un ámbito
cultural de occidente, aplicando en este caso los mismos códigos y sistemas de valores
producidos en condiciones históricas y contextuales diferentes. Su perjuicio ha redundado, no en
función de un cierto nacionalismo o chauvinismo ramplón, sino en que esto ha contribuido a
desidelogizar y a deshistorizar los textos, al sacarlos de su contexto en que fueron producidos,
situación que deberá siempre tenerse presente en sus lecturas.
Otra cosa muy diferente es aquella, casi sin dudas reconocida, cual es que en el teatro
latinoamericano, sus autores, actores y grupos, “más que cualquier otro teatro a nivel mundial, ha
sido siempre marcado por estéticas y prácticas escénicas europeizantes”, lo cual no significa que
carezca de tradición propia. Como insiste Fernando de Toro (1996) al referirse a este tema, el
problema no está en lo qué se adopta, “sino en cómo se utiliza lo adoptado”. Para esto baste
mencionar a Brecht, quien tomó préstamos de todos lados y a los artistas del Renacimiento que
trabajaban a la manera de, sin ocuparse de lo que adoptaba, aunque todas sus obras tenían el
sello característico de su autoría. El problema reside en la ”copia”, y no en adoptar o re-trabajar
materiales que pueden ser útiles. En la producción teatral se ha trabajado, quizás por falta de
material y de maestros propios, con la copia lisa y llana, y sosteniendo un “autoctonismo
histérico que rechaza todo lo que viene de fuera”, sin que esto haya traído un evidente progreso,
lo que ha llevado a pensar que lo externo “contamina” lo artístico, sin reflexionar que el tener
una visión amplia, hasta universal, no impide lo propio y genuino, sino que por el contrario, lo
enriquece (pp. 13-14).
El problema central es con la práctica ideológica de la crítica, pues existe la percepción
de que todo discurso crítico es una práctica discursiva, y como tal, ideológica, la cual lleva a
aceptar que todas las lecturas de textos latinoamericanos son lecturas ideologizadas, desde la
perspectiva del discurso crítico, con validez sólo donde ese sistema ideológico funciona, pero no
aceptable en otro sistema con ideología diferente. Si, por otra parte, se acepta también que todo
discurso configura un imaginario social que igualmente evidencia una ideología del grupo social
al que pertenece su autor o emisor, se produce el efecto que diferentes ideologías enjuician con
valores distintos a similares productos culturales. De esto se pueden concluir tres aspectos de
interés, (1) que la hegemonía de un sistema estético responde tanto a factores históricos como
contextuales, y que la validez que estos sistemas otorgan es histórica, no universal, y menos aún
eterna (Villegas, 1997, p. 20), (2) que la lectura ideologizada de los discursos críticos y de los
textos lleva al rechazo, marginación o valoración de ellos, pero esto poco tiene que ver con los
valores estéticos o universales. Lo que se debe entender es que los desplazamientos críticos se
vinculan a transformaciones políticas e ideológicas, en estrecha conexión con grupos de poder o
para satisfacer códigos estéticos hegemónicos. Un ejemplo de esto lo constituyó el boom de la
novela latinoamericana, que coincide con la época de la Revolución cubana y de un nuevo
interés de Estados Unidos por América Latina, en donde los procedimientos narrativos de
algunos de estos autores provienen de las llamadas grandes novelas norteamericanas. (3) Por
todo lo dicho anteriormente, se requiere de un nuevo modelo con el cual poder “releer tanto el
discurso crítico como los textos teatrales” (Ibid., p. 21), que es precisamente lo que sugiere
Villegas y que es de lo que se ocupa esta investigación.
\
Por su parte, Fernando de Toro (1989), basa su propuesta teórica y metodológica en
similares supuestos a los anteriores. Ambas se fueron desarrollando al mismo tiempo, pero de
Toro establece dos niveles de estudio, el nivel formal y el nivel contextual.
En el nivel formal, que explicará cómo y por qué se constituye un “sistema”, interesa
estudiar el eje sincrónico, es decir, las diversas sincronías que constituyen este eje. En esto, el eje
diacrónico es un producto de las sincronías y, a su vez, las sincronías condicionan a las
diacronías, en una relación dialéctica. Aquí es donde entran los métodos literarios en su calidad
de ciencia, definiendo y precisando con rigor estas intersecciones, incluso con la utilización de
métodos cuantitativos. En el nivel contextual, interesa responder a la pregunta: ¿por qué cambian
los discursos, como sistemas significantes? lo cual sitúa la respuesta en el campo extraliterario,
en donde el contexto es el llamado a darlas.
La integración de los niveles formal y contextual se puede establecer a partir del nivel
contextual para situar los textos que se dan en un momento dado, luego clasificarlos, establecer
las clases de textos en los “sistemas o subsistemas” que se determinen, y proceder a estudiar las
relaciones que median entre textos y el contexto. Toda esta formulación da mucha claridad sobre
las forma cómo se deben abordar estos estudios (la teoría) y cómo hacerlo en la práctica
(metodología). No obstante, la experiencia de realizar algunas investigaciones en este campo,
incluso esta misma que ahora se expone, llevan a plantear algunas precisiones que aclararán aún
más esta formulación en los dos sentidos planteados.
La primera tiene que ver con el concepto de sistema utilizado. No hay duda que su
incorporación a los estudios del teatro trae muchos beneficios, incluso tal y como es presentada
por ellos es central y crucial en lo que luego se desarrolla, pero como se puede notar en las dos
definiciones que tanto Villegas como de Toro dan, existen diferencias formales en el enfoque.
Esto no es tan importante en si, puesto que ambas son de estilo funcional, sino en lo que
significan en mayor profundidad. Esto es, que el concepto de sistema ha sido traído al campo
teatral para darle a estos estudios un sentido científico, como ambos enfatizan en sus propuestas.
En su afán, legítimo por lo demás, por hacer ciencia han tomado el concepto de sistema de las
ciencias exactas, y es aquí en donde surge el problema. En este aspecto, su adopción, con todos
los supuestos ya vistos surge de los sistemas cerrados que se utilizan en las ciencias (por
ejemplo, una roca).
El mismo título de las investigaciones por ellos reseñadas y que subyacen en sus
formulaciones, aunque no importante en sí, da cuenta de esto, una se refiere al teatro chileno en
un período preciso, 1975-1990 (la investigación que Villegas presenta se denomina Un práctica
de corte sincrónico: el teatro chileno del período autoritario: 1975-1990) y la otra, la de
Fernando de Toro (1989), que va de 1900 en adelante (p. 197) es una publicación inédita hasta
ahora (él la menciona como Proyecto de historia del teatro hispanoamericano desde 1900 en
adelante). Esto significaría que el sistema o macrosistema en estudio, involucrado en ambas,
está encerrado por fechas concretas que lo circunscriben, es decir, son sistemas cerrados. Es muy
claro, sin embargo, que estos sistemas se abren automáticamente al analizar ambos enunciados.
Baste con observar brevemente el caso de Villegas. El proceso del autoritarismo en Chile, desde
una perspectiva política, no comienza en 1975, de hecho la fecha simbólica podría ser 1973, pero
aún así, su alcance se inserta en la tradición autoritaria política chilena que tiene un comienzo
evidente en el período denominado balmacedísta de comienzos del siglo XX, pasando por la
serie de golpes de estado militares que se produjeron en ese período (que opaca notablemente la
visión hegemónica que se tenía de un país con tradición democrática) y que así se conecta, de
alguna forma, con las doctrinas autoritarias ocurridas tanto en Bolivia, Argentina o Brasil desde
los años cincuenta, sin contar con sus propios elementos xenofóbicos y antisemitas declarados,
que lo conectarían además con otros centros ideológicos más lejanos.
Esto lleva a concluir que se debería utilizar más bien un concepto de sistema diferente,
que se adapte mejor a las características de los procesos culturales, y este puede ser el de un
“sistema abierto”. Esta investigación constató este hecho y en efecto postula que para este tipo
de estudios debería asumirse que el objeto de la investigación no es de fácil delimitación, razón
por lo cual son llamados por la bibliografía sistemas complejos, muy aplicables a la situación
aquí planteada. Esta aproximación establecería, en primer lugar, que en estos casos siempre
existe un marco más amplio que el propiamente inicial, teatral en este caso, objeto del estudio,
que se denomina “sistema abierto”, que engloba a todos los elementos involucrados en el
proceso en estudio, con sus partes o sus factores constitutivos. Esto significa que dentro de un
sistema se producen interrelaciones e interacciones con otros sistemas. Lo importante de esta
primera precisión es que aún así, no es exacta, sino que es una visión inicial del sistema, que
requerirá de futuras caracterizaciones, como se explica más adelante.
Asimismo, el término “sistema” normalmente llama a una definición de las ciencias
exactas, especialmente del análisis de sistemas, lo cual está lejos del deseo de los estudios del
teatro. Aunque uno de estos sistemas puede ser definible, en éste caso particular no lo es, es un
sistema abierto, pero puede ser el punto inicial de un estudio. Su definición más acertada surgirá
a través de la propia investigación, cuando ésta se despliega y expresa toda su polisemia. Su
fundamento es, por tanto, estrictamente teórico (Chesney, 1999).
Gran parte de los problemas que se derivan de estas concepciones lo son de carácter
metodológico. En esto, la observación, el dato, obra, o el hecho recogido (bien sea historia,
sociología u otro), es el punto de partida de todo conocimiento y argumento, pero se ha
demostrado cada vez con mayor insistencia que estos se obtienen normalmente a través de la
percepción, y lo peor es que se consideran neutros, por lo que serían determinantes para el
análisis. Desde este punto de vista cualquier observación (llamada también observable) tiene
contenidos extraídos de la experiencia y, por tanto, son los primeros elementos que entran en el
proceso del pensamiento y análisis de una investigación. Esto, en definitiva es lo que pareciera
darle sentido a la investigación. La crítica a esta posición que ha dominado por más de medio
siglo reside en la concepción misma de una observación empírica, que a la luz del conocimiento
actual luce como poco coherente, especialmente si se trata de teorizar sobre algún fenómeno
artístico.
Desde esta perspectiva, sería mejor partir asumiendo las características de un sistema
abierto, pertinente para un problema complejo, y que no debieran estar dadas por la observación
o por la experiencia misma, porque es muy difícil efectuar una explicación directa de una
experiencia de este tipo. Esto se comprueba con las explicaciones que da R. Hanson cuando
explica que un niño y un lego pueden ver y transmitir una experiencia, pero ellos no verán lo que
vería un experto, los primeros serían ciegos con respecto a lo que los expertos pueden ver. Se
puede no oír un instrumento desafinado en una orquesta, aunque esto será terrible para un músico
y lo mismo puede ocurrir en lo teatral. La respuesta es, por tanto perceptual, y no es clara. Lo
importante es que las cosas se ven diferentes, de ahí que haya que cuidar esto del ver, oír, sentir,
percibir y observar (Ibid.).
En conclusión, se puede decir que la observación correspondería a una captura de una
experiencia, pero ya interpretada. Los hechos serían, en consecuencia, las relaciones que se
establecen entre las observaciones, adoptadas como una síntesis perceptiva. De ahí que la
observación por parte de un investigador y, muy especialmente la del trabajo de campo, no sea
neutra ni toma conciencia de la realidad objetiva, y tampoco registra información pura. El
procesamiento de este registro llevaría a formular una teoría, que por lo explicado debe revisarse.
En esto intervienen dos factores, los que el investigador registra y sus mapas mentales, sus
esquemas interpretativos.
Del mismo modo, se debe mencionar otra diferencia encontrada que se relaciona con la
relación entre el nivel formal y el contexto. Este aspecto en las formulaciones de ambos
estudiosos del teatro reseñados no queda lo suficientemente claro por cuanto no existe un
fundamento teórico que relacione a estas entidades, que en la práctica están muy relacionadas.
Han sido los trabajos de Beatríz González S. (1987) y Marco de Marinis (1992), quienes
examinan esta relación como un conjunto de elementos que permanentemente se interrelacionan,
denominándolos “ejes de correlaciones”, que sintetizan este entrecruzamiento de códigos
sincrónicos con el contexto, y da origen a una serie de casos que se explican, especialmente, en
función de este eje. Dentro de esta nueva conceptualización, es posible describir y explicar mejor
muchos más casos, entre otros, los siguientes,
• Momentos que hacen época (epoch-making moments), al producir una transformación
relevante dentro del sistema (Cit. por F. de Toro, 1989, p. 198).
• Rupturas que producen una transformación radical, como inicio o fin de un período teatral,
aunque esto conlleva más bien un valor simbólico, porque es probable que tras esa obra o
momento se encuentre una explicación más consistente (Cit. por F. de Toro, 1989, aunque
redefinido ahora en esta forma).
• Textos creados con visión futura, para un lector futuro, por efecto de la acción de la
hegemonía en el momento de su producción intelectual.
• Textos exigentes (o autores exigentes), muy cerrados o encriptados semántica y
funcionalmente, que explica la popularidad de textos en determinadas épocas o su redescubrimiento,
condenados a ser marginales en contraste con otros textos más “accesibles”.
• Estrategias de astucia en textos, que es un artificio para hacer valer los dones de un texto y
obtener reconocimiento, recordando el mito de Psafón de Bordieu, de aquel joven pastor lidio
que enseñó a los pájaros a repetir que Psafón era un dios, para que luego, cuando lo escucharan
las gentes en las ciudades éste fuera aclamado como un dios.
• Textos marcadores (textual shifters) o claves en la determinación de algún sentido específico,
ideológico, temático, de caracterización o de otro tipo,
• Textos activados, producidos o adoptados especialmente por la apropiación de sus
audiencias, más que por el posicionamiento exitoso de sus autores o agentes productores, y
muestra que el sistema de la hegemonía no siempre se da, y éste se basa más en los poderes
textuales, culturales y sociales que en los oficiales.
Finalmente, central en el aspecto metodológico parece claro y acertado el señalar que se
utilicen los enfoques interdisciplinarios, de alguna forma símil de una “práctica ecléctica” que no
teórica, como puede ser en el teatro, en una visión plural y siguiendo lo que se conoce como el
diálogo bajtiano, aunque no queda bien aclarado cómo obtener este dialogismo entre las
disciplinas. En cualquier caso, también es necesario insistir en que no sólo se trataría al inicio de
un proceso de selección de textos, sino que como la experiencia de esta investigación muestra, se
necesita de un completo levantamiento y registro de textos producidos en las más diversas
situaciones, tales como manuscritos (puestos o no en escena); textos publicados (puestos o no en
escena); premios o reconocimientos; reseñas de periódicos; e incluso, textos no publicados o que
se han perdido (o parte de ellos) y otros casos similares que van apareciendo a lo largo de su
desenvolvimiento, todo lo cual constituye una completa base de datos factual, inicial, a efectuar
que permitirá realizar un primer agrupamiento, según sus características, luego de lo cual se
puede pasar a la etapa de selección para determinar elementos comunes y generalizar en alguna
categoría a inscribir que será desde donde se constituye un sistema.
Durante los años noventa las investigaciones en el teatro latinoamericano tuvieron un
cambio en su ruta, debido principalmente a la constatación que el modelo semiótico empleado en
gran parte de ellas no daba los resultados esperados, así por ejemplo Villegas (1991) señala que
“toda estrategia de análisis es una práctica cultural” (p.140), la semiótica del teatro ahora tenía
según F. de Toro (1999), “un valor arqueológico”, muchos de sus criterios perdieron vigencia
(como el modelo actancial), aunque otros siguen siendo ineludibles (la significación de los
modelos o los estudios interculturales). Esto llevó a hablar de una renovación que se conoció con
el nombre de “teatrología”, dentro de la cual de Marinis llamó a producir un nuevo acercamiento
metodológico, con un enfoque “global, unitario y orgánico” (en parte con la finalidad de
incorporar el espectáculo, lo más complejo de abordar), que son los aspectos que hicieron pensar
en la socio-semiótica.
Esta visión nueva dejó sin cambios a gran parte de los supuestos anteriores, ahora la
actitud interdisciplinaria queda como predominante, como explica de Marinis (1990), “utilizar de
la manera más unitaria posible las diferentes contribuciones especializadas, englobándolas al
interior de un marco teórico coherente” (p.45), como se ha intentado hacer en esta investigación,
o bien como dice de Toro (1999), “no con el fin de producir un cóctel ecléctico de disciplinas
diversas, sino para encarar problemas comunes en una especie de dialogismo disciplinario,
donde el objeto es aprehendido desde tomas diversas” (p. 17).
También quedaba claro que en esta serie de apertura interdisciplinaria, tenía que ser
integrada la historia, tanto en forma diacrónica como sincrónica, ésta última signada al presente
como sistema en movimiento que dota a la sincronía de su real dimensión sistémica, ampliando
así el concepto de sistema de Villegas ya mencionado y, además, operando dentro de un cierto
sintagma intrateatral y cultural, que son los factores que caracterizan el estudio del teatro como
un proceso.
Lo que se pretende es conectar el nivel contextual con el nivel formal. Las relaciones que
se pueden establecer entre texto y contexto son de tres tipos, (a) como expresión de la sociedad,
(b) como producción (o reproducción) de la ideología dominante y (c), como agente y actor del
proceso con respecto a las instituciones que se involucran (editoriales, críticos, finanzas, y otras).
Patrice Pavis (1987) se había adelantado al señalar que el acercamiento del texto al
referente (y la textualización de ese referente en el texto) son procesos dialécticos en que media
en forma fundamental la ideología, dado que “el texto... propone una estructura significante” (.p.
42). El texto se compone de tres “capas” relacionadas (figurando una pirámide dividida
horizontalmente en tres), la superior (autotexto), la parte visible del texto, es la que se lee y
percibe a primera vista, pero esta se apoya en otros textos literarios o visuales (lo intertextual) y,
esta a su vez, en un conjunto, no necesariamente formulado o conocido, de saberes y de
creencias de orden cultural (lo ideológico, o ideotextual), que es la base del texto, y la que está
en contacto con el contexto.
Por tanto, de acuerdo a esta interpretación, leer un texto (o su concreción lectora) implicaría
poder percibir estas tres dimensiones. Por su puesto que su estudio como espectáculo es más
complejo. Esta relación entre estos tres niveles del texto produce tal dinámica en su análisis que
trae consigo también conclusiones de tipo metodológicas, una de las cuales es que se aleja de
aquella visión de estudio del texto segmentándolo en unidades mínimas de sentido definidas a
priori (bien sea hecha por el lector o por un director de escena) y a probar sobre el texto otras
hipótesis de lectura, sin producir desmedro en el mismo (este sería el texto espectacular de un
director), articulado sobre nuevos ejes de reflexión que le otorguen nuevos sentidos (p.48-50).
Esto es lo que ha llevado a de Toro (1999) a expresar que la autonomía del texto es “pura
ilusión, puesto que la ideología produce instrumentos y procedimientos para la construcción del
texto” (p. 30), y éste estaría redefinido por una competencia estética, por componentes
cognitivos/emotivos, por las ideologías en general, y por elementos de la estética, “la evaluación
está íntimamente vinculada a, si no determinada por, la ideología, los aparatos institucionales
que deciden qué es un texto literario, qué es un buen texto literario, qué debe ser consumido y
qué no debe ser consumido, en virtud de que estas instituciones determinan la circulación, el
consumo y legitimación, determinada a su vez por la ideología general y la estética” (p.37). Lo
que en definitiva plantea de Toro, ante los cambios tan profundos ocurridos en los últimos años
del siglo XX, es establecer un desafío, “pensar los objetos culturales dentro de su propia
nomacidad y dejarlos hablar” (p. 37).
la relectura del teatro
La conclusión general más importante de todo este planteamiento teórico y metodológico
expuesto lleva a poner sobre las investigaciones nuevas tareas, pero con marcos teóricos
remozados, corroborando lo expresado por Villegas (1984 y 1986), “propongo una relectura de
los textos latinoamericanos en la cual el énfasis se de en la dirección de la intertextualidad con el
texto social de su tiempo, el texto como acto comunicativo en una sociedad y circunstancia
particular y diferenciadora” (pp. 135 y 139).
La palabra lectura, tiene muchas significaciones. Desde el punto de vista del análisis
cultural, están las de interpretación, decodificación, concretización y realización de un texto
dramático, lo cual incorpora la percepción de que éste se encuentra en proceso de cambio, por lo
que por un lado se le reconoce su permanencia como código de un texto y, por otro, introduce el
dinamismo propio de la lectura y del cambiante contexto social y cultural, que sólo operaría a
nivel del sentido, el cual es cambiante.
Mucho de lo dicho aquí es lo que esta investigación entiende como re-lectura. En
particular el énfasis puesto en el texto y al contexto, en lo que puede ser la estrategia cultural
más importante, cual es la de “leer” productos culturales, prácticas sociales, incluso a las
instituciones en general como “textos”. La relación entre textos y sociedad se realiza a través de
varias formas. La más importante para esta investigación es la que deviene de la idea del
intertextualidad, es decir, de aquel sistema de referencias internas que existe entre textos y que se
refiere a la organización cultural de las relaciones entre textos, dentro de condiciones específicas
de lectura.
El término re-lectura mueve el análisis hacia los textos y las condiciones culturales que
enmarcan su recorrido por la sociedad y limitan su interpretación textual a espacios históricos
específicos, en donde la re-lectura pone su énfasis. Así, por ejemplo, un texto dado puede tener
una lectura activa constante por treinta años o más, aunque su significación se dará por
diferentes factores culturales y textuales en cualquier punto de ese tiempo. Dentro de un
conjunto antiguo de relaciones intertextuales, se da una significación distinta a la que podría
tener veinte años después, pero es el mismo texto. Es decir, el mismo texto adquiere diferentes
significaciones en el tiempo. Por esta razón, estas relaciones en algún momento del tiempo
(evento histórico o cultural específico), producen alguna modificación en el lector así como en el
texto. Son varias lecturas de un mismo texto.
Por estas razones, en esta investigación la concepción de re-lectura del teatro venezolano
no es la de una lectura simple que se vuelve a efectuar de una obra, es en realidad una mirada
introspectiva de una realidad diferida por otra lectura, bloqueada por aspectos socioculturales de
críticos o estudiosos de otros tiempos, que alcanza su desarrollo violentando aquellas lecturas,
redefiniendo prácticas teatrales, reubicando hallazgos debido a modalidades culturales
cambiantes y, por tanto, revalorando sus significados.
Durante la década del ochenta estas ideas dieron paso a lo que se ha denominado “el
paradigma de re”, fonema que de ser normalmente prefijo ha pasado a tener una connotación de
paradigma, con múltiples significaciones, tales como repetición, reunión y otros, los que deben
ser entendidos como una riqueza expansiva que también puede significar reciclar (mas no
regenerar, que lo sería en sentido humano), o reorganizar. Hegel explicaba que las cosas cambian
para permanecer y mostrarse de otra manera, con lo cual se puede promover un reinicio, del
mismo modo que puede ser una revolución que recobra, recupera y recontextualiza para
enriquecer y facilitar la superación del conocimiento. Como ha expresado Edgar Morín (1983),
el reconocimiento es como un movimiento en espiral que se aleja de su origen cada vez que
vuelve a él, “todo recomienza de nuevo como una posibilidad de novedad”. El teatro moderno
venezolano puede rescribirse sobre su propia historia y fundamentos estéticos.
CAPITULO 2. ASPECTOS GENERALES DE LA RE-LECTURA DEL TEATRO
VENEZOLANO, 1900-1950.
Durante la década del cuarenta y gran parte de los años cincuenta se produjo una gran discusión
entre la crítica del teatro venezolano sobre su devenir. El centro de la discusión, en realidad, fue
el tratar de producir una reflexión histórica y estética sobre el acontecer teatral ocurrido hasta
entonces en el país y, muy especialmente, sobre la crisis que en ese instante se observaba o, como
se decía en los diarios de esos años, “¿qué ocurre en realidad con el teatro venezolano?” (Feo
Calcaño, 1958, p. 94).
En efecto, en este capítulo de la investigación se pretende retomar aquella discusión y
plantearse en mayor profundidad y complejidad aquella interesante pregunta y, por tanto, tratar
de conocer cuáles serían sus implicaciones en el campo tanto de su desarrollo como de las
tendencias dominantes en este período. En síntesis, se propuso conocer este drama para el
período de los primeros cincuenta años del siglo XX, tal vez los más complejos en su análisis,
aunque en gran parte del estudio se utilizará información hasta 1960 e, incluso, hasta finales del
siglo XX con el fin de determinar bien las tendencias que dieron aliento al teatro moderno en
Venezuela.
Dentro de aquella discusión ya señalada se menciona un hecho digno de subrayar, cual
fue que para mejor entender lo ocurrido en este teatro se debería estudiar aquellas obras no
producidas en teatros, no puestas en escena. El punto fue concretamente expuesto por el crítico
Guillermo Feo Calcaño en 1958, cuando señaló que una buena evaluación del drama en
Venezuela sólo sería posible cuando “un historiador de nuestro teatro se proponga, entre otras
cosas, sacar a luz gran parte de todo el drama no producido que posiblemente debe encontrarse
por allí en sus textos originales” (p 94). Esta visión de la historia del teatro nacional de un crítico
tan respetado en la época, ponía las cosas en otra dimensión, muy diferente a la realizada hasta
ahora. Por esta razón, el problema se planteó, por tanto, en forma distinta a la de los estudios
usuales, que parecen tomar como punto de partida a las obras presentadas en el escenario, vale
decir, dan preeminencia a las llamadas obras puestas en escena. En este caso, se varió el enfoque,
dándose igual predominancia a las obras que bien sea fueron puestas en escena, como también a
las publicadas y a las reseñadas como manuscritos, siendo estas dos últimas clases las que no han
sido producidas en teatros. En este sentido, la pregunta fundamental que se hace esta
investigación fue por tanto, ¿cambiaría la historia del teatro nacional al estudiarlo desde este
nuevo punto de vista?
Dada la poca investigación realizada sobre este tema y período es dable conjeturar que
podrían haber cambios significativos en la interpretación del período, lo cual no haría sino
corroborar la teoría general del canon teatral, -de “le gout de époque”-, ya bien reconocido en la
bibliografía del teatro universal. En mayor profundidad y amplitud, lo que aquí se conjetura
pareciera ser encontrar la punta de un iceberg señalando desde sus inicios que el devenir e
interpretación del teatro nacional parece requerir de una revisión sólida y profunda de sus bases
fundacionales.
teatreros en búsqueda del teatro
Los resultados de esta sección de la investigación más relevantes para este período se presentan
en el Cuadro Nº 2.1.
Cuadro Nº 2.1
TEATRO VENEZOLANO 1900-1950. ASPECTOS CUANTITATIVOS
.
ASPECTOS
INVESTIGADOS
RESULTADOS

%
No de autores reconocidos 216 N/A
No de obras producidas 282 42
No. de obras publicadas, no
puestas en escena
329 48
No. de obras en
manuscritos, no puestas en
escena
67 10
El análisis de estos resultados se presentarán en tres partes, (1) los relativos a las obras:
puestas en escena, editadas o manuscritos, (2) análisis de los autores aparecidos y (3),
comparación con los estudios realizados por la crítica de este teatro.
1. Aspectos de interés para el estudio del teatro venezolano respecto de las obras
reconocidas.
La actividad dramática para el período, medida como la suma de la cantidad total de obras
encontradas, entre puestas en escena, publicadas y manuscritos, vale decir, todo lo recopilado
sobre teatro en esta investigación, alcanza a la cifra de 678 piezas, la cual no puede considerarse
baja, sobretodo si se compara con la del siglo XIX, que a todo lo largo del mismo fue de
aproximadamente 300 obras. Por esta razón, su estudio podría proporcionar nuevas claves paran
entender este período y la aparición del teatro moderno. En una proyección preliminar, no
confirmada, hasta fines del Siglo XX sobre este mismo tema, se podría estimar que la actividad
teatral sería del orden de las mil novecientas obras -38% puestas en escena, 47% editadas y 15%
de manuscritos-, observándose un aumento de las obras editadas y de los manuscritos, en
desmedro de las puestas en escena. Esto da una idea de la importancia que ha tenido este período
teatral que reúne un 35% de toda la actividad del siglo pasado
Ahondando las estadísticas obtenidas por esta investigación sobre este tema, se podría
destacar el hecho de que las obras puestas en escena no son las que predominan en número -lo
cual parece lógico, sobretodo si se considera desde el punto de vista del costo de una producción,
que con el tiempo ha ido aumentando, haciéndose dificultoso su concreción aún con ayuda
oficial-. Se podría precisar, igualmente, que de acuerdo con estos resultados, esto no siempre fue
así. En efecto, los datos aportados por esta investigación indican que entre 1900 y 1925, las
producciones en teatros superaron a las obras editadas y a los manuscritos, lo cual significa que
fue un periodo significativo en cuanto a puestas en escena, como se estudiará en mayor detalle en
la sección siguiente destinada a la periodización.
Entre las obras no puestas en escena, vale decir, las publicadas y los manuscritos reseñados
en la bibliografía consultada se contabilizan 396 piezas, cifra que supera a las obras puestas en
escena –o producciones teatrales-. Este resultado parece dar la razón al crítico Feo Calcaño,
quien tenía bien fundadas sus dudas sobre este vacío teatral.
En este sentido, se podría indicar que, al menos para este período de los primeros cincuenta
años del teatro nacional, muchos de estos dramaturgos parecen haber sido lamentablemente
teatreros sin teatro, cuya trascendencia se estudiará más adelante en esta investigación. Este vacío
podría tener serias consecuencias en una nueva lectura, o re-lectura del curso y desenvolvimiento
de la historia del teatro venezolano, especialmente cuando puedan ser estudiadas sus obras.
2. Respecto de los autores encontrados.
De acuerdo con los datos obtenidos en esta investigación, el número total de dramaturgos
reconocidos alcanzaría a 216. Desde un punto de vista cuantitativo, el mayor número de ellos no
sobrepasó la cantidad de tres obras, entre producidas, publicadas o manuscritos. Tan sólo resaltan
62 nuevos autores reconocidos (de los 216) que superaron esa cantidad de obras, lo que equivale
al 29% del total de dramaturgos del período. Por esta razón, la mayor parte de ellos parecieran
tener sólo un valor documental. Desde un punto de vista de su calidad, esta visión podría
cambiar, como se verá más adelante al analizar este aspecto en relación con la visión que crítica y
estudios recogidos de la bibliografía han dado como relevantes para la historia del teatro
venezolano.
Estos 62 nuevos dramaturgos reconocidos ahora, más los 36 autores que han sido
mencionados por la crítica, suman los 98 autores que ahora podrían ser los realmente
representativos del período en estudio. De estos 98 autores, la mayoría de ellos lo son sólo debido
a que sus obras fueron preferentemente publicadas y no puestas en escena -o que se registran
como manuscritos-, como se estudiará en mayor detalle a continuación. Esta característica podría
ser la razón por la cual ellos han sido muy poco mencionados por algunos críticos como
relevantes para la historia del teatro, crítica que aparentemente sólo prefirió buscar la relevancia
de autores en obras puestas en escena pero no en las piezas publicadas y, por tanto, producciones
sujetas a publicidad en prensa y que también suelen ser motivo de reseñas periodísticas. Este
aspecto podría ser explicado aquí en esta forma, aunque no es concluyente, como se verá al
estudiar en detalle los nombres que la crítica consideró distinguidos.
En los caso de los autores con tres obras o más, especialmente publicadas o con manuscritos
reseñados, a los que algún crítico no consideró relevantes, se pueden mencionar, entre otros, a los
siguientes:
􀂃 Benedicto Peña, con 8 obras publicadas (y 2 puestas).
􀂃 Miguel Ángel Urdaneta, con sólo 3 obras publicadas (y 1 manuscrito).
􀂃 Edgard Anzola, con 3 obras publicadas (y 1 puesta en escena).
􀂃 Fernando Guerrero, con sólo 3 obras publicadas.
􀂃 Francisco Yánez, con 2 obras publicadas (y 1 puesta en escena).
􀂃 Francisco Pimentel, con 11 obras publicadas (y 1 puesta).
􀂃 Eladio Delgado, con 6 obras publicadas (y 1 puesta).
􀂃 Miguel Toro, con sólo 5 obras publicadas.
􀂃 Ramón Díaz, con 7 obras publicadas (y 2 puestas).
􀂃 Plácido Fernández, con sólo 13 obras publicadas.
􀂃 Rafael Briceño O., con sólo 5 obras publicadas.
􀂃 José Mercedes González, con sólo 6 obras publicadas.
􀂃 Gabriel Bracho, con sólo 3 obras publicadas.
􀂃 Luis Colmenares D., con 12 obras publicadas (y 1 puesta).
􀂃 Federico Garrido, con sólo 3 obras publicadas.
􀂃 Leticia Maneiro, con 6 obras publicadas (y 2 puestas).
􀂃 Leopoldo Díaz, con sólo 5 obras publicadas.
􀂃 Ramón González, con sólo 6 obras publicadas.
􀂃 Julio Peñalver, con 13 sólo obras publicadas.
􀂃 Pedro César Dominici, con 6 obras publicadas (y 1 puesta).
􀂃 Antonio Losada, con sólo 4 manuscritos reseñados.
􀂃 Alejandro Lasser, con 4 obras publicadas (y 2 puestas).
􀂃 Antonio Rivero, con sólo 3 obras publicadas.
Estos autores, en general, no gozaron de las distinciones de la crítica, no contaron con el
favor de “le gout de époque”, pese a que el número de piezas publicadas por casi todos ellos es
bastante significativo, incluyendo algunas que inclusive fueron puestas en escena en su época,
aunque hoy es muy difícil (casi imposible) conseguirlas.
Por lo demás, también se debe destacar, curiosamente, que algunos autores que aparecen
ciertamente señalados por la crítica como autores relevantes del período, también se
corresponden con los anteriores, es decir, sólo tenían obras publicadas. Esto vendría a significar
que, a pesar de que sus obras sólo se evidenciaron en ediciones publicadas, igual que el grupo
anterior, y cuyas producciones nunca fueron vistas en los escenarios de Venezuela, aparecen
reseñados por algún crítico como relevantes para la historia del teatro, en franco detrimento del
grupo de autores con similares atributos que no tuvieron esta suerte. Este caso se puede ilustrar
citando, entre otros, a Manuel A. Diez (con 11 obras publicadas y 9 manuscritos) y a Aquiles
Nazoa, (con sólo 7 obras publicadas en este período).
Esto estaría indicando que la preferencia de alguna crítica del teatro también habría
contemplado en sus análisis el conocimiento y el contenido de obras no producidas, vale decir,
algunas obras editadas y posiblemente también incluyeron a ciertos manuscritos, los que fueron
tal vez leídas, pero que en definitiva han sido consideradas importantes. Vale decir, se ha hecho
prevaler un juicio de valor sobre autores con obras sólo editadas o con conocimiento de
manuscritos, sin que fueran llevadas a escena. Este juicio, claro está, fue en evidente desmedro de
los otros autores que no tuvieron esta suerte de ser leídos. Aquí subyace, obviamente, una
candente pregunta a estos críticos -que publicaron sus estudios bien entrado este siglo, en general
después de los sesenta, cuando ya estas obras prácticamente no se encuentran en el país, cual
sería ¿cómo se obtuvieron estas obras?
También es interesante observar el proceso en relación con las obras reseñadas por la crítica
como relevantes y que no fueron llevadas a la escena –producidas o puestas, vale decir, la
mención de aquellos autores con obra producida significativa y que, sin embargo, tampoco
fueron mencionadas por la crítica, como lo han sido, entre otros, los siguientes casos:
􀂃 Carlos Ruiz Chapellín, con 7 obras puestas.
􀂃 Rafael de los Ríos, con 3 obras puestas.
􀂃 Simón Barceló, con 3 puestas (y 3 publicadas).
􀂃 Manuel Caraballo, con 6 obras puestas (y 4 publicadas).
􀂃 Marcial Hernández, con 3 obras puestas.
􀂃 Francisco Betancourt, con 3 obras puestas.
􀂃 Salustio Gonzalez, con 5 obras puestas (y 3 publicadas).
􀂃 Anán Salas, con 3 obras puestas (y 1 manuscrito).
􀂃 Manuel Vaz C, con 3 obras puestas (y 3 publicadas).
􀂃 Antonio Marín, con 5 obras puestas.
􀂃 Armando Benítez, con 4 obras puestas.
􀂃 Gustavo Parodi, con 2 obras puestas.
􀂃 Ricardo Bauder, con 5 obras puestas.
􀂃 Guillermo Lavado, con 3 obras puestas.
􀂃 Felipe Boscán, con 3 obras puestas.
􀂃 Carlos Fernández, con 3 obras puestas.
􀂃 Luis Barrios Cruz, con 2 obras puestas (y 1 publicada).
􀂃 Diego Damas, con 2 obras puestas.
􀂃 Raúl Domínguez, con 6 puestas (y 9 manuscritos).
􀂃 Pablo Sojo, con 2 puestas (y 3 manuscritos).
Lamentablemente, muy pocas de estas obras fueron publicadas, lo que hoy dificulta destacar su
valor, el cual no fue visto en su tiempo y ahora por problemas ajenos a los autores no es posible
volverlo a verificar. Entonces, esto querría decir que se podría volver a preguntar a la crítica
¿cómo fue que la crítica o los estudios de teatro no vieron estas obras? ¿sobre qué fundamentos,
entonces, se asentó su juicio de reconocimiento?
3. La visión de la crítica.
La crítica sobre el teatro en este período en Venezuela no es muy numerosa. En general, son
textos algunos que rondan entre la crónica y la reseña teatral, lo cual significa que dan luces pero
de poco alcance. No obstante, se puede decir que aquello no entregado en proyección lo dan en
vivencias de los momentos en que les tocó actuar, lo cual resulta interesante y permite ubicarse y
conocer bien aspectos particulares del contexto cultural, lamentablemente fragmentarios. Sin
embargo, a partir de la década del sesenta estos estudios son más reflexivos, como se observará
en la reseña que se adelanta a continuación.
Dentro del primer grupo de estudios, se encuentra el caso de Juan José Churión, cuya obra
crítica fue publicada en 1924 (reeditada en 1991 por el Instituto Internacional del Teatro, ITIUNESCO,
edición que se utilizó en esta investigación), y quien en su amena crónica narra
cercanamente a los hechos parte de la vida teatral del país, especialmente en los años de este
siglo que conoció y vivió de muy cerca. Churión explica que en estas primeras décadas el teatro
en el país no tenía un “inconfundible valor artístico”, como parecían tenerlo otros órdenes.
No obstante, Churión (1924/1991) es muy claro al destacar a autores del teatro, citando a
nombres como Henrique Soublette, Leopoldo Ayala Michelena, Eduardo Innes, Teófilo Leal
(específicamente por su obra Caín, de 1907), Simón Barceló, Rómulo Gallegos, Julio Rosales, y
Angel Fuenmayor, quienes para este crítico fueron los que “con mayor éxito han tratado el teatro
serio y la comedia fina”. En el sainete, resalta a Rafael Otazo (a quien le reconoce 89 piezas),
cuyas piezas “todas de circunstancias y que por tanto no duraron sino lo que duran las rosas”, y a
Rafael Guinand (del que dice conocer sólo de ocho a diez obras puestas en escena). Además,
menciona al pasar, sin mayor precisión, a varios autores, entre otros, a Félix Pacheco Soublette,
Luis S. Eduardo, Pablo Domínguez, Leandro C. Fortique, Ramon Kiensler y, finalmente a él
mismo, autor de “dos o tres apropósitos representados con éxito... y de un sainete con tesis”,
basado en una obra de Pedro E. Coll. (p. 131-2).
La visión panorámica que da Churión de los autores relevantes de las primeras dos
décadas del siglo XX se acerca bastante a la obtenida ahora y, por tanto, pareciera ajustarse bien
a la realidad de la escena en esa época. Esta investigación señala, además, a autores que el mismo
Churión no consideró relevantes en su época, que por la índole de la metodología empleada
aparecen con un número de obras significativas que él no alcanzó a percibir. En los autores que él
no resaltó especialmente, también hay coincidencia, por lo cual nombres que cita como el de
Ramón Kiensler, aquí tampoco aparecen como relevantes, sin distinguir si esta omisión hace
justicia o no a su trabajo.
Por esta razón, la visión que tuvo Churión del teatro en las primeras dos décadas del Siglo
XX parece factual y su percepción del ambiente teatral de la época luce interesante y hasta cierto
punto serio y real. Por lo demás, no existen otros referentes similares con los cuales cotejar o
completar esta visión. Por ello, sería deseable tomar en consideración y profundizar en los
estudios sobre la historia del teatro venezolano pues refleja una situación completa,
aparentemente bastante real y ponderada de la vida teatral que existió en esa época de la cual
existe bastante desinformación.
Otro tanto ocurre con la obra de Carlos Salas, publicada en 1967 y también referida sólo a
Caracas, más voluminosa, la cual incluye aspectos contextuales importantes, y reseña en forma
cronológica lo ocurrido en el teatro caraqueño hasta 1961. Por esta razón no da juicios críticos ni
jerarquiza entre autores ni obras, no obstante su valor reside en la significativa contextualización
que da de la actividad teatral, la cual explica el ambiente cultural reinante y de las influencias que
recibieron estos autores, aspectos que en cierta forma complementan el trabajo precedente de
Churión.
Guillermo Feo Calcaño, agudo crítico periodístico, considerado el más serio de su época,
publicó en 1958 un artículo en el que, a pesar de plantear su duda sobre cómo efectuar una
evaluación del teatro precedente, reseña los nombres de los que a su juicio habían sido los autores
más relevantes, entre los que figuran Angel Fuenmayor, Henrique Soublette, Ayala Michelena y
Rómulo Gallegos. Su énfasis o preferencia se da más bien en los autores que vinieron en los años
cuarenta y cincuenta, cuando ya se vislumbran cambios más importantes en el teatro venezolano
(p. 94), con lo cual se confirma el vacío existente sobre esta época y la indecisión que estos
estudios del teatro tenían respecto a estos años.
Esta visión, ya no tan contemporánea de las primeras tres décadas y más cercana al fin del
medio siglo, va dando una de las tendencias más interesantes que se notan entre los estudios del
teatro venezolano, cual es la de que al irse distanciando del hecho teatral temporal, se va
perdiendo su fisonomía original, tan notoria en los juicios de Juan José Churión y Carlos Salas.
En este sentido, es manifiesto que comienzan a borrarse algunos autores mencionados
anteriormente, se recuerdan sólo unos pocos y se olvida a la mayoría, incluso a dramaturgos que
ya habían sido ampliamente reconocidos en su tiempo. Aparece el ya mencionado concepto del
“olvido histórico o ético”, como posible estrategia política de la crítica, concepto examinado en
el Capítulo I, Sección, historia y tradición, al final. Esto podría tener su razón de ser desde el
punto de vista de la calidad de sus obras, legítimo designio del tiempo que tiende a arreglar estas
cosas, producir esta coalescencia, aunque ello siempre deje un hálito de sospecha debido a la
escasa información y al “olvido” recurrente que ocurre sobre este tema en el país. Lo más
lamentable de todo, parece ser el hecho de que también se fue olvidando la propia historia del
teatro nacional y en su reemplazo se comienza a urdir un nuevo tejido que tiende a olvidar los
factores de la tradición, todo lo que preexistía, y a considerar casi exclusivamente lo actual y
presente. Es decir, la memoria teatral del país comienza a desdibujarse y a ser suplantada por una
engañosa evocación, inventada. El teatro parecería quedarse sin memoria y emerge la reserva del
olvido, de la que ya se habló en el capítulo anterior.
En efecto, los estudios siguientes de Leonardo Azparren Giménez. (1967), Rubén
Monasterios (1990) y Orlando Rodríguez (1991), cuyos trabajos comienzan a aparecer a fines de
los años sesenta y que tienen que ver con este período del estudio, dan una visión diferente a la
hasta aquí reseñada. Así, se podría mencionar que los primeros críticos, Churión y Feo Calcaño,
dan mayor relieve a autores como Gallegos, Soublette, Fuenmayor y a Ayala Michelena,
contemporáneos de ellos, en los que coincidieron, salvo Churión que añade ocho nombres
adicionales. Sin embargo, el segundo grupo de la crítica, aquella aparecida a fines del sesenta,
aunque también reconocen a estos mismos autores, casi sin variación, el grueso de sus
reconocimientos se otorgan más bien a dramaturgos de los años cuarenta y cincuenta.
Igualmente, cada uno de ellos parece tener su propia lista de figuras relevantes, diferente a
las de sus otros colegas. En forma inexplicable, sólo coinciden en cinco dramaturgos que son R.
Gallegos, L. Ayala Michelena, A. Eloy Blanco, L. Martínez y C. Rengifo. El estudio de
Rodríguez agrega un nuevo nombre, y el de Monasterios, por su parte, menciona a otros siete que
no son compartidos por el grupo.
En total, esto significa que desde el punto de vista de esta crítica, para todo el período de
estos cincuenta años, sólo serían relevantes, vale decir, en los cuales hay coincidencia de
opiniones, no más de diez dramaturgos de los 216 reconocidos, esto es, un 4,6% de todos ellos, y
quienes no van más allá de un 10% de los autores que esta investigación considera como
destacados (98 dramaturgos). Justo es decir también que las publicaciones tomadas como
referencias de estos críticos han sido las primeras en que cada uno de ellos reseñó a este período.
Luego de lo cual, en posteriores publicaciones, sus juicios podrían haber variado, aunque aquí se
deseaba ver justamente cómo esta crítica fue encarando el proceso y reconocimiento de
dramaturgos durante el mismo período o cercano a él, dada su importancia como trabajos
pioneros en esta materia.
En forma resumida, se puede concluir que cada uno de los autores de estos estudios tiene
su propia lista de dramaturgos preferidos, diferentes unos de otros, y sólo les son comunes los
cinco ya señalados. Fuera de estos nombres comunes, el resto de los dramaturgos no compartidos
varía entre la crítica, hasta llegar a una suma total de 36 nombres. Esto equivale, prácticamente, a
un 17% de todos los autores reconocidos por esta investigación para el período de estudio.
El único dramaturgo en donde coinciden todos los estudios en resaltar es Leopoldo Ayala
Michelena; en segundo lugar, vendrían opiniones compartidas ostensiblemente para autores como
Rómulo Gallegos y Ángel Fuenmayor; en tercer lugar, vienen las opiniones menos compartidas,
entre los cuales figurarían autores como Rafael Otazo, Rafael Guinand, Leoncio Martínez y
César Rengifo; y, finalmente, se presentan aquellas opiniones muy poco compartidas por los
estudios, entre las cuales se puede mencionar sólo a Víctor Manuel Rivas.
Mención especial en esta investigación merece el estudio de Alba Lía Barrios (1997),
quien en una visión definida como panorámica, al examinar las “obras precursoras de las
vanguardias” (p.29) en la dramaturgia de este período, indagó persistentemente obras
“novedosas” o “raras” producidas en teatros, con lo cual logra destacar a trece nuevos autores
que ninguno de los anteriores estudios ha mencionado. Este estudio fue realizado en forma
simultánea con esta investigación y aunque su orientación es diferente, se debe resaltar que
aumente el número de nuevos dramaturgos relevantes (a los ya reconocidos por la anterior
crítica), lo cual viene a corroborar que siempre van quedando dramaturgos en el “olvido”, y en
este sentido coincide en gran medida con la exposición de los autores que aquí se presentan
(Chesney, 1999).
En esto se debe distinguir que el estudio de Barrios, ofrece una lista en la cual treinta
dramaturgos son comunes con los nombres propuestos por esta investigación y tan sólo existirían
diferencias de percepción en tres nombres que postula, pues tienen menos de tres piezas
reseñadas en el recuento que se ha hecho.
Aquí es donde procede revisar el problema de la calidad de las obras, conjuntamente con
su asiduidad. Este resultado inicial pone en evidencia que la metodología aquí seguida para esta
parte, combinando aspectos cuantitativos con cualitativos, logra también conocer y determinar a
aquellos autores con relativa poca producción cuantificable, pero de significativa calidad y
méritos, como lo demuestra el hecho de que treinta autores con obras novedosas o innovadoras
del estudio de Barrios sean comunes con los de esta investigación.
De la misma forma, se puede decir que con esta misma base se ha logrado subir el número
de autores con calidad potencial, añadiendo de paso, que la metodología al incluir la revisión
exhaustiva de las obras de cada autor permitió también detectar aquellas que tuvieron éxito o
fueron bien comentadas por los periódicos en su momento pero que la crítica nuevamente ignoró,
como serían los casos de Teófilo Leal, Julio Planchart o Ricardo Urbaneja, entre otros que se
revisarán en sus correspondientes secciones.
Este último estudio confirma visiblemente las tendencias antes señaladas a lo largo de esta
sección, ratificando sus nombres, para todo el período. En efecto, el espectro de autores
relevantes comienza con 24 proporcionados por la crítica hasta los años 90, a estos se suman 12
nuevos autores del estudio de Barrios, y con esta investigación se aumentan ahora en 62 los
nuevos dramaturgos no mencionados por la crítica reseñada, alcanzando todos un total de
noventa y ocho (98) autores a destacar para el período en estudio, de un total de 216 reconocidos.
Quedará aún por profundizar a los 62 nuevos dramaturgos que destaca esta investigación, no
mencionados ni reconocidos por los estudios existentes mencionados. Todo esto no hace sino
confirmar que aún falta camino por recorrer en este camino, además de corroborar la idea de que
la historia del teatro venezolano en estos primeros cincuenta años del siglo parece adolecer de
serios problemas de base que será necesario subsanar.
Finalmente, cabría hacerse la pregunta que falta para completar este análisis, cual es ¿cómo se
comportaron estas mismas variables estudiadas –puesta en escena, publicación y manuscritospara
los casos de aquellos autores a quienes la crítica mencionada reconoce especialmente como
de valor en la historia del teatro venezolano? Vale decir, examinar el proceso inverso,
comparando los nombres que la crítica ha dado como relevantes con respecto a estas mismas
variables.
A continuación se presenta una muestra de estos autores encontrados en esta investigación
con sus correspondientes contribuciones dramáticos para comparación:
􀂃 Rafael Otazo, con 89 obras puestas (reseñadas) y 1 publicada.
􀂃 Angel Fuenmayor, con 14 obras puestas y 4 publicadas.
􀂃 Pedro E. Coll, con sólo 2 obras publicadas.
􀂃 Udón Pérez, con sólo 1 obra puesta y 3 publicadas.
􀂃 Leopoldo Ayala Michelena, con 21 obras puestas y 20 publicadas
􀂃 Rafael Guinand, con 13 obras puestas y 3 publicadas
􀂃 Eduardo Innes, con 11 obras puestas y 12 publicadas
􀂃 Leoncio Martínez, Leo, con 17 obras puestas y 4 publicadas
􀂃 Luis Peraza, con 13 obras puestas y 6 publicadas.
􀂃 Luis Eduardo, con sólo 2 obras puestas.
􀂃 Rómulo Gallegos, con 2 obras puestas y 5 publicadas.
􀂃 Eduardo Calcaño, con 16 obras puestas y 1 publicada.
􀂃 Henrique Soublette, con sólo 1 puesta, 4 publicadas y más de 20 manuscritos.
􀂃 Julián Padrón con sólo 4 obras publicadas.
􀂃 Mariano Medina, con sólo 1 obra puesta.
􀂃 Aquiles Nazoa, con sólo 7 obras publicadas para el período
Estos son parte de los autores más reconocidos por la crítica. Ante este panorama, no se ve con
claridad el criterio de considerar obras producidas o publicadas. Algunos autores tienen gran
número de puestas en escena, otros carecen de obras llevadas a escena; unos con obras
ampliamente publicadas, otros sin publicar; algunos incluyen un amplio número de manuscritos,
otros sin ellos.
El número de puestas en escena que pareciera distinguir el criterio de la crítica, a la luz de
estos resultados, no parece ser significativo ni decisivo con respecto a los otros factores
considerados. En conclusión, no hubo un criterio análogo por parte de la crítica para reconocer a
esta dramaturgia, sólo apreciación individual, variable y arbitraria
De todas formas, estos 98 autores reconocidos ahora, bien sea con obra producida o
preferentemente publicada, sobrepasan con creces a los que normalmente la bibliografía
menciona como relevantes del período. En el Cuadro Nº 2 se visualiza esta nueva situación de la
dramaturgia venezolana para este período, señalando también a aquellos dramaturgos que la
crítica ha mencionado como representativos de esta época.
CUADRO No. 2.2
DRAMATURGOS RECONOCIDOS EN ESTA INVESTIGACIÓN, 1900-1950
DRAMATURGOS PERÍODO DRAMATURGOS PERÍODO
BRICEÑO, Adolfo 1872-04 DOMINGUEZ, Pablo (2)(*) 1924-34
OTAZO, Rafael (*) 1898-45 CAPRILES, Jacobo (2) 1924-38
COLL, P. Emilio (M)(*) 1900-09 PACHECO, Félix (2)(*) 1924-40
RIOS, Rafael de los (1) 1900-14 FERNÁNDEZ, J. Evangelista (1) 1913-26
RUIZ CHAPELLIN, Carlos (*) 1895-24 TERRERO, Alfredo (1) 1925-39
BARCELO, Simón (*) 1904-07 USLAR Pietri, Arturo (*) 1927-59
PEREZ, Udón (*) 1887-17 AYALA D., Miguel A. (*) 1928
CARABALLO G., Manuel H. (1) 1904-40 TORO, R. Miguel (2) 1928-35
HERNÁNDEZ, Marcial 1890-18 DIAZ Sánchez, Ramón 1928-67
LEAL, Teófilo 1907-37 FERNÁNDEZ, Placido (2) 1929
INNES, Eduardo (*) 1908-43 BRICEÑO, O. Rafael (2) 1929-30
URDANETA, M. (Or)Ángel (1) 1908-24 GONZALEZ, José Mercedes (3) 1930-70
BENAVIDES, P. Rafael (M) 1909-12 BARRIOS CRUZ, Luis. (3) 1936-37
BETANCOURT, Francisco (3) 1909-22 GONZALEZ, Mercedes (3) 1930-70
GONZALEZ, Salustio (*) 1909-14 PERAZA, Luis (Pepe Pito) (*) 1938-43
GALLEGOS, Rómulo (*) 1910-15 LEON, Ramón David (3)(*) 1933-41
ROSALES, Julio Horacio (*) 1910-25 PALACIOS, Lucila (*) 1933-68
SALAS, Anán (1) 1910-14 RIVAS, V. Manuel (*) 1933-45
SOUBLETTE, Henrique (*) 1910-12 TINOCO, M. Vicente (3) 1936-41
PLANCHART, Julio 1910-14 FERNÁNDEZ, Carlos (1) 1937-40
ANZOLA, Edgard J. (2) 1911-29 DAMAS, B. Diego (3) 1938
VAZ, C., Manuel (2) 1911-17 BRACHO, Gabriel (3) 1938
VILLANUEVA, Carlos Elías (2) 1911-12 PADRON, Julián (M)(*) 1938-57
DIEZ, Manuel Antonio 1911-16 DOMÍNGUEZ, Raúl 1939-48
DUZÁN, Juan (M) 1912-15 DUPOUY, Walter 1938-54
GUERRERO, Fernando (2) 1912 QUINTERO, Rodolfo (*) 1940-43
CHURIÓN, Luis (M) 1912-27 COLMENARES, Luis (4) 1940-57
MARÍN, M. Antonio (h) (2) 1899-17 GARRIDO, Federico (4) 1941
YÁNEZ, Francisco Javier (M) 1911-19 LOZADA M. , Antonio (4) 1941
FUENMAYOR, Ángel (*) 1912-43 CALCAÑO, Eduardo ( *) 1941-56
FORTIQUE, Leandro C. (2)(*) 1913-25 OTERO S., Miguel 1941-78
CARRASCO, José de la C. (1) 1914 CALCAÑO, Aristyde (4) 1943
MARTINEZ, Leoncio (Leo) (*) 1914-36 CERTAD, Aquiles (*) 1943-52
GUINAND, Rafael (*) 1914-39 MEDINA, Mariano (*) 1945
BENITEZ, Armando 1914-19 MENESES, Guillermo (*) 1943-48
AYALA Michelena, L. (*) 1915-47 MANEIRO, Leticia (4) 1943-78
PARODI, Gustavo 1915-32 SOJO, J. Pablo 1945-47
PEÑA, Benedicto 1916-28 DIAZ, Leopoldo (4) 1946
PIMENTEL, Francisco 1916-42 RIVAS Lázaro, Manuel (4)(*) 1946
HERNANDEZ, Octavio (2) 1916-17 LASSER, Alejandro 1946-67
EDUARDO, Luis (2) 1919-21 RIVERO, Antonio (4) 1946-47
BAUDER, Ricardo (1) 1917-21 BERROETA, Pedro 1947-69
LAVADO, I., Guillermo (1) 1918-28 GONZALEZ, Ramón (4) 1947-57
BOULTON, Alfredo (?) 1918-19 PEÑALVER, Julio (4) 1948
BLANCO, A. Eloy (*) 1918-50 RENGIFO, César (*) 1938-85
HURTADO, Ramón (2) 1919-51 DOMINICI, P. César. 1949-51
PÉREZ, Víctor Manuel (2) 1920 DIAZ S., A.(R. Pineda) 1950-55
DELGADO, Eladio (1) 1921-38 RIAL, José Antonio 1950-98
BOSCAN O, Felipe (1) 1923-33 NAZOA, Aquiles (*) 1950-76
Notas: (*) Mencionados por la crítica: J. J. Churión (1924/91), G. Feo C. (1958), L. Azparren G.
(1967), R. Monaterios (1990), O. Rodríguez (1991) y Alba L. Barios (1997). Por dificultad pata
consultar sus obras, en el texto sólo se mencionan los títulos de: (1) sainetes, pp.114-5; (2) comedia
dramática, pp.201-2; (3) dramas años 40, p. 254; (4) dramas años 50, p. 279; y (M), modernistas, p.
144. (?) Dato no confirmado.
hacia una periodización del estudio
Desde el inicio de esta investigación se tuvo en mente tratar de producir una periodización de las
actividades teatrales de este estudio. Esto es porque se tiene claro que las transformaciones del
teatro se producen de distinta forma, a veces en tono gradual, otras con rupturas e innovaciones,
unas en forma precisa, otras en forma más difusa. No obstante, unas y otras, incluyendo a las que
se pueden precisar con cierta facilidad, son el resultado de procesos culturales que han ido
agregando distintos factores en las formas más diversas y que son las que generan las condiciones
adecuadas para las transformaciones. Por tanto, en todo proceso cultural podrían haber períodos
ricos continuos y también períodos de quiebres más substanciales como son, por ejemplo, ciertas
transformaciones políticas o sociales que dan paso a nuevos sistemas renovados, como por
ejemplo, la Independencia política de la mayor parte de los países latinoamericanos en el sigo
XIX. Mas, cuando en el período bajo estudio no existen estos hitos tan relevantes que llaman a su
análisis, la periodización que se establezca tiene que responder a otros requerimientos.
La periodización que aquí se intenta efectuar obedece a consideraciones de distintos
órdenes, entre los cuales prevalece la idea de tratar de confrontar una realidad a algún factor de
causalidad, al que pueda atribuirse un carácter decisivo. Por otra parte, también está el deseo de
presentar un mejor ordenamiento de las actividades teatrales, así como de su presentación y
exposición, haciéndose más evidentes las relaciones entre los distintos fenómenos encontrados.
Se parte de una desventaja documental, cual es que el desconocimiento de este período ha
hecho que la crítica y su estudio desde una perspectiva actual, contemporánea, asuma que el
cambio se produciría bien en los años cuarenta para algunos, cincuenta o después de 1958 para
otros, e incluso, a partir de 1971, según sea la fuente (Azparren, 1992, p. 180).
En esta sección se presenta la variación de diversos factores que podrían estar
relacionados con la actividad teatral, partiendo de ideas globales, hasta locales, incluyendo el
examen de fechas particulares (por ejemplo, los años 1917 o 1928) que podrían ayudar a entender
y explicar mejor este desarrollo.
Desde un punto de vista muy general y amplio, que sirva de apoyo para insertar la
problemática local, se debería considerar en primer lugar las opiniones que en términos generales
hablan de que los siglos no terminan en sus fechas cronológicas, como la de Paul Jonson, para
quien el mundo moderno comenzó el 29 de Mayo de 1919, cuando las fotografías de un eclipse
solar confirmaron la Teoría de la Relatividad de Einstein, o como la de Arnold Hauser o John
Lukacks, quienes opinan que el siglo XX transcurrió entre 1914 (y culminaría en 1989, es decir,
duró 75 años), dando amplia relevancia a la fecha de la I Guerra Mundial.
El estudio de la periodización en América Latina ha tenido también en el último tiempo
un fuerte cuestionamiento, especialmente en aquello relativo a dividir su devenir en un tiempo
colonial y luego en otro moderno. De esta forma, Stuart F. Voss (2001), ha intentado explicar,
por ejemplo, que entre ambos períodos habría habido uno intermedio, denominado Período
Medio (en analogía a la Edad Media), el cual no era ni tan colonial ni todavía moderno. Este sería
el largo Siglo XIX, que se iniciaría en la época de las reformas imperiales a fines del siglo XVIII,
hasta la Gran Depresión del treinta, ya en el siglo XX. Esta conclusión surge luego de una reevaluación
de la relación entre los conceptos de subsistencia y de los mercados de producción en
la economía de la post-Independencia, conjuntamente con el estudio de los mecanismos políticos
(incluyendo las relaciones liberales-conservadores, caudillismo-oligarquía, región-nación, y la
tríada comercio-propiedad-industria), concluyendo con el encuentro de un nuevo tejido social
que sería la sociedad del Período Medio, proceso consumado como consecuencia de la recesión
mundial de los años treinta, que adecuaría la moderna Latinoamérica.
En el propio acontecer de la historia venezolana también se puede constatar una confusión
sobre sus períodos que se ha venido definiendo en los últimos años. Arturo Uslar Pietri (1997) ha
señalado que “los venezolanos conocemos mal nuestra historia”, explicando que tanto la
enseñanza de la misma como estudios al respecto la han deformado. Explica Uslar Pietri que
“todo esto tendría que ser revisado a fondo para que el país tome conciencia válida de su pasado
y de los desafíos de su porvenir. Habría que repensar la historia de Venezuela desde el punto de
vista de cuatro grandes etapas de crisis y transformación”.
La primera etapa sería la larga etapa colonial de tres siglos hasta la Independencia, en
1810. En ella se crean las formas fundamentales de vida, las concepciones colectivas,
instituciones y costumbres, mitos y creencias. La Guerra de Independencia fue la más larga de
América latina, duró prácticamente veinte años, “el precio que pagó Venezuela por esa inmensa
contribución se hizo sentir negativamente por más de un siglo de anarquía y caudillismo, de
inestabilidad y guerra civil”. Esta es la segunda etapa. En ese marco de la Venezuela atrasada y
caudillista se descubre la riqueza petrolera y comienza la “inmensa transformación, mal
concebida, mal dirigida y mal aprovechada, de un descomunal recurso ... Se creó un Estado cada
vez más monstruoso y una nación cada vez más dependiente del subsidio y del gasto público, con
inmensas consecuencias políticas, mentales y sociales. Fue la tercera Venezuela”. Esto trajo una
inmensa crisis que abre la cuarta Venezuela, “que no sería otra que la que logre, hasta el grado
mayor, independizar a la nación del monstruo del estado y echar las bases para un verdadero
desarrollo nacional sustentable y seguro, que abra el camino para independizarse del parasitismo
petrolero” (p.12).
Por otra parte, no hay duda que el petróleo es un factor importante que al surgir ha
producido una transformación que afectaría incluso a su cultura y arte. La actividad petrolera es
relevante a partir de 1917, aunque las cifras de la producción petrolera comienzan a
incrementarse y tener significación en la economía nacional a partir de los años veinte. Héctor
Silva Michelena confirma en su estudio que en estos años se inicia la que denomina “fase de
crecimiento simple”, que se inicia en 1920 y abarca toda la década del treinta. Es el inicio de la
influencia petrolera en la vida venezolana (Méndez, 1988, p.37).
La importancia del petróleo en esta época ha hecho que J. L. Salcedo Bastardo divida el
período “gomecista” en tres etapas, una primera entre 1908-1917, “que no difiere mayormente de
los lustros anteriores”, otra entre 1917-1926, cuando comienza la producción petrolera y se
esbozan los elementos para una cambio estructural, y la tercera, entre 1926-1935, cuando se
superan las exportaciones agropecuarias y Venezuela se transforma en un país plenamente
petrolero (Ibid., p.38). En este mismo sentido, Francisco Monaldi (2002) ha señalado que “entre
1930 y 1975 Venezuela fue el país con mayor crecimiento mundial como resultado de la
inversión y producción en petróleo, y no de su precio”. Esto sostuvo un capitalismo primario,
desigual, con beneficios sólo para unos pocos, “pero mantuvo baja la pobreza y no hubo ni
inflación ni desempleo” (p. E-4).
Visto desde esta perspectiva petrolera, tan relevante para Venezuela, los economistas han
ofrecido una de las divisiones más interesantes y aceptadas para todo el siglo XX, dividiéndolo
en dos grandes épocas: la pre-petrolera y la post-petrolera (o petrolera), a partir de 1917.
El período de esta investigación, 1900-1950, visto como un sistema inicial, no definitivo,
coincide con muchos de los períodos ya mencionados, que en lo político suele conceptualizarse
como un caso “difícil y a la vez particular”, pero no único, como se denomina la época de Gómez
o “el gomecismo”, 1908-1935. En efecto, el régimen autoritario de Juan Vicente Gómez para
algunos historiadores se habría iniciado en 1899, incluyendo el período de Castro, (1899-1908)
en el que fue su Vicepresidente, el cual sería su primer capítulo. Igualmente, la idea de cerrar el
período con la muerte del dictador en 1935, también tiene ciertas resistencias en otros estudios
sobre el tema que piensan que el sistema siguió gobernando hasta el 18 de octubre de 1945,
realizado por sus oficiales de confianza, el general Eleazar López Contreras, su Ministro de
Guerra y Medina Angarita, Capitán de sus tropas.
Esto significaría que los problemas que aquejaron al país durante su período, le
sobrevivieron y “tenían plena vigencia diez años después” de su muerte. De hecho, los pilares
centrales del gomecismo sólo habrían sido derrotados en aquella fecha, su soporte militar
sediento de poder y la negada participación democrática (Méndez, 1988, pp. 27-28). José Rafael
Pocaterra escribió a su muerte, imaginando estar ante su tumba, “aquí yacen veintisiete años de la
historia de Venezuela y una de las vidas más extraordinarias que haya parido con más penas la
desarticulación conceptual de una época” (Ibid, p.29).
Desde el punto de vista de las variaciones que experimenta la economía venezolana, Sergio
Aranda (1977) ha definido cuatro períodos muy bien diferenciados, 1920-45, llamado de las
inversiones extranjeras en petróleo y en agricultura modesta, produciéndose la transformación de
economía agroexportadora a monoexportadora de petróleo, con los consiguientes cambios
sociales que esto trajo consigo, entre los cuales resaltan la pérdida de hegemonía política de la
clase terrateniente, que hacia el final de esta etapa la alcanzará la burguesía industrial,
emergiendo una clase obrera que será decisiva en los eventos de 1945. La segunda etapa va de
1945-57, que correspondería al cambio político con hegemonía de los sectores progresistas de la
burguesía nacional junto a las capas medias, sectores obreros y campesinos, en la cual el Estado
asume la mayor responsabilidad en la economía, la dictadura de Pérez Jiménez revierte este
proceso, mal administra el país y lo lleva a una grave crisis; la tercera etapa será entre 1958-73,
en la cual se retoman las estrategias de 1945, con énfasis en lo industrial y agrícola, aunque la
pérdida de ingreso en los sectores populares se acrecienta y la lucha armada contra el gobierno
trae pérdida de poder político a los partidos de izquierda y a su base sindical; y, finalmente, la
última etapa (el estudio se publicó a fines de los años setenta) se abre a partir de 1973 cuando
salta el ingreso petrolero, se establece un capitalismo de estado poderoso y es el momento en que
Venezuela busca su inserción en el mercado mundial (pp. 25-30).
En el plano cultural, en general, se han observado algunos de los lineamientos arriba
señalados. Estudios como el de Domingo Miliani (1985) toman el esquema de las épocas
gomecista y postgomecista. Yolanda Segnini (1988), al hablar de la vida intelectual durante la
época de Gómez hace un recuento de las publicaciones periódicas y de periódicos que aparecen
en esta época, las cuales al resumirlas sincrónicamente, indican que el período más activo, de
acuerdo con este índice, habrían sido los años que van desde 1917 a 1927, para luego decaer
significativamente hasta 1936. En este lapso de diez años aparece el mayor número de revistas y
periódicos (76%) y, tal vez, las más significativas para el desarrollo artístico, como fueron, entre
otras, ABC (1917), El eco (1921), El heraldo (1922), Arte (1922), Cultura venezolana (1918),
Elite (1925) y La esfera (1927).
También Arturo Uslar Pietri durante sus últimos años de vida dedicó varios artículos para
comentar sobre los períodos de florecimiento en la cultura venezolana. En una reciente entrevista
que se le realizó comenta que entre 1890 a 1940 (a veces decía que era entre 1915 a 1940) surgió
un gran movimiento literario-plástico, “en ese siglo Ud. encontrará que en la primera parte, los
primeros cincuenta años, hay florecimiento del arte en Venezuela. Es la época en que aparece Gil
Fortoul, Vallenilla Lanz, Lisandro Alvarado, Rómulo Gallegos, José R. Pocaterra, A. Eloy
Blanco. Lo más importante del arte en Venezuela salen de esa época... de 1940 hasta hoy no ha
salido un gran escritor venezolano” (Fuentes, 1998, p.12). Otro tanto ocurre con una reciente
publicación cultural venezolana, en la que sus personajes fueron incluidos en períodos de cuatro
partes, crear la República (1777-1830), fundar la Nación (1830-1899), consolidar el Estado
(1899-1945) y conquistar la democracia (1945-2001) (Garnica, 2002).
Sobre este problema del florecimiento del arte en el país hay diferentes opiniones, existiendo
críticos que ante la disparidad de criterios han tratado de aclarar esto, como lo hizo Luis Barrera
L (1998), quien ha expresado, asumiendo sus riesgos como él mismo lo explica, que el grupo de
escritores “más importantes que ha dado la literatura venezolana es aquel que, desde la
confluencia de distintas edades y tendencias formales, se hace sentir fundamentalmente a partir
de los años setenta hasta mediados de los noventa”, recuento que hace sin considerar la calidad ni
la cantidad de obras, que será hecho a posteriori, sino como condición de vida (p. 2).
En esta opinión ya se desliza una fuerte crítica al sistema de valoración que tiene la cultura
venezolana, como lo explica en forma explícita y sin tapujos,
para hacerse sentir en nuestro escabroso medio literario, no tuvieron que
mostrarse radicalmente bohemios, surrealistas, poetas malditos o
‘guerrilleros’, como ciertos sesenteros. Tampoco han tenido que valerse de la
actividad y relaciones políticas para destacar como escritores (caso de los
autores del modernismo y postmodernismo criollos, por ejemplo). Pocos de
ellos viven de falsas posturas. Escriben, publican (cuando pueden) y la
mayoría espera pacientemente que el tiempo juzgue, sin las urgencias que
caracterizan a los escritores de otros tiempos” (Ibid.).
Estos factores que relata con detalles Barrera Linares son los más complejos de estudiar o de
analizar, y su opinión podría ser una de las más obvias respuestas que motivan las revisiones y
relecturas del arte, aspecto que no debe dejar de considerarse y tener presente siempre que se
estudie el teatro en cualquier época.
En relación con el teatro, la situación tampoco es muy sencilla, porque prevalecen variadas
opiniones. Tal como se señalaba al inicio de esta sección, entre los estudios del teatro venezolano
parece existir aquello que se denomina “olvido” o “ignorancia del pasado” y que consiste en
endosarle al teatro venezolano contemporáneo que comenzó a partir de diferentes fechas.
En este sentido, uno de los primeros en pronunciarse sobre este aspecto fue Juan J. Arróm
(1945), quien desde mitad de los años cuarenta observó que “está apareciendo ya una producción
digna de investigación y encomio” (p. 5), igualmente es la serie de opiniones de Leonardo
Azparren G. (1967, pp. 37), al decir que “nuestro teatro deberá partir... de 1945, cuando llega
Alberto de Paz y Mateos”, y quien años más tarde añadiría a esta visión que “es necesario afirmar
que el teatro venezolano como tal sólo puede considerarse a partir de 1945” (1979, p. 60-61), año
en que asevera se inicia el período que denomina del Nuevo teatro.
Por su parte, Rubén Monasterios (1975) opina que “la historia del teatro venezolano hasta
1959 se caracteriza por actividades esporádicas, algunas de cierto vigor, que no lograron
convertir esta expresión artística en factor constante en la vida cultural del país”, elemento que
tomó Isaac Chocrón (1978, p.11) para presentar a esta fecha como la primera del teatro
contemporáneo y decir que “este panorama miniaturesco cambia de repente en 1959 cuando toda
una ebullición de actividad teatral sorprende y casi atrapa al público venezolano y,
particularmente a los caraqueños”, punto de partida de lo que denomina “el nuevo teatro
venezolano”. Horacio Peterson (1991) también ha dicho que el teatro venezolano “se inició
prácticamente en la década del 50”, Orlando Rodríguez (1991, p.14), opina que en 1950 se da “el
comienzo, desarrollo y madurez de la dramaturgia venezolana moderna”, y existe una opinión
señalando que éste comenzó en 1971, cuando se iniciaban las actividades del grupo Rajatabla
(Azparren, 1992, p.180).
En términos de períodos más concretos, se podrían citar los elaborados por varios estudios
que dan una idea de cómo se han imaginado esta evolución. Orlando Rodríguez (1988), divide
estos años en dos etapas, una primera que procede desde el siglo XIX y que llegaría hasta 1930,
que denomina “continuación del costumbrismo”, señalando luego que existiría un paréntesis
entre 1910 y 1915 producido por la obra dramática de Rómulo Gallegos, y la segunda etapa
estaría entre 1930 a 1945, cuando comienzan los cambios, “los moldes del pasado siguen
imperando pero con acercamiento a lo moderno” (Vol.4, p.234).
Por su parte, Azparren Giménez ha efectuado varias aproximaciones diferentes a esta
periodización del teatro, la primera (1967) ya mencionada en párrafos anteriores, en la que
simplemente separa el teatro que se escribió antes y después de 1945, cuando llega Alberto de
Paz y Mateos; una segunda versión (1994), fija el criterio de que “el teatro venezolano se
correlaciona mejor con los procesos socioculturales”, por lo cual busca su relación con factores
democracia-petróleo (p. 64-67), demarcando a 1936 como fecha en que el teatro ha crecido
“protegido” por el Estado, a 1958-1971, como período de experimentación y, finalmente, de
1974-1980, asociado al boom petrolero del país (p-75-76). En 1996, explica el significado
oscurantista de la crítica en los primeros años el siglo XX, y como comenta esta apreciación
Salas (2002), ahora le parece un sin sentido el querer demarcar la historia teatral con fechas –
1945, 1958, 1971- ” (p.25). En 1997, retoma estas ideas y postula dos etapas para el teatro, una
de 1900-1916, “encaminado hacia la escritura moderna” y, otra de 1916-1936, “del status,
popular” (p. 112). Finalmente, en el año 2000, produce una periodización general para el teatro
venezolano, distinguiendo una etapa de teatro nacional (1817-1910), otra de “reacomodo del
teatro nacional” (1910-1945), una de transición modernizadora (llegada de los maestros, 1945-
1958), y finalmente, el llamado Nuevo teatro, a partir de 1958 (pp. 19-21).
No obstante lo dicho, quien ha estudiado en forma más detenida los factores que pueden
intervenir en esta formulación, ha sido Rubén Monasterios (1971). De partida, su análisis
efectuado con fuerte contenido cuantitativo, hecho para los años 1965-1968, está dividido en dos
partes, una dedicada a examinar el comportamiento del teatro en la provincia, y otra, a los
factores que intervienen en las épocas del teatro en Venezuela.
En relación con el primer punto, el teatro en la provincia, su percepción es bastante negativa.
Las cifras de que dispone indican que para 1965 se registraron en el país 90 puestas en escena,
78% en Caracas y 22% en el interior, con una duración en cartelera de máximo de 7
representaciones por obra en la provincia y del doble para la capital (15 representaciones). Esta
situación ya se venía observando desde fines de los años cincuenta y se mantuvo por lo menos
hasta casi mitad de los años ochenta, como lo muestra el estudio de Dunia Galindo (1989, p.964),
quien encontró que entre 1958 y 1983, el 70% de los montajes escénicos se produjeron en
Caracas y sólo un 30% correspondería a la provincia, coincidiendo en sus cifras.
Esta situación que se repite en años siguientes hace pensar a Monasterios que un 48% del país
se encontraría ajeno al teatro. Además, para complicar más las cosas, señala que los autores más
modernos que se ponen en la provincia, “cronológicamente hablando, fueron escritores de los
años treinta y cuarenta”, situación que califica como “anacrónica, irresponsable, desvinculado de
la problemática contemporánea” (p.12). Respecto de los autores clásicos, se da el fenómeno que
Humberto Orsini denomina de círculo vicioso, porque siempre se repiten los nombre y obras de
Moliere, Chéjov, Brecht, y farsas de la Edad Media. Su conclusión es lapidaria, “el teatro de
provincia está estancado 10 a 15 años en relación con Caracas, refleja una sensibilidad que vive
en los años cincuenta” (p. 13).
De esta constatación se proyecta una consecuencia más general sobre el desarrollo del teatro
en Venezuela, cual es que la concentración desmesurada en una determinada región dominante de
toda o casi todas las actividades socioeconómicas y culturales es uno de los indicadores que
revela el subdesarrollo de un país, al que no escapa el teatro. Por tanto, concluye Monasterios, el
teatro podría explicarse estudiando los siguientes factores: demográfico (densidad de población),
psicosociales (interés del público), socioeconómicos (poder adquisitivo, ingresos y costo del
ticket), urbanos (descentralización del teatro) y sustento oficial (indiferencia o apoyo) (p. 20-24).
Pero, naturalmente, esto no es un índice de calidad, porque en este caso existirían dos
opciones, (1) si no hay evolución de los autores, directores y productores, se podrían presentar
dos situaciones, (a) que el público se estanca (caso de Buenos Aires y Madrid) y (b), aún en estas
condiciones, si no se estanca, que entonces el teatro se transforme en “vulgar e inferior”, con lo
cual se daría la figura de un público conformista; (2), Si por el contrario, se manifiestan cambios
positivos en la calidad, incluyendo a la crítica, entonces el público evolucionará hacia un teatro
más sofisticado, menos conformista y con influencia en el hecho teatral (Ibid., pp. 14-17).
En el Documento final de la Primera Asamblea Nacional de delegados del Instituto
Internacional del Teatro (ITI), realizado en Octubre de 1968, se estudiaron los factores del
desarrollo del teatro venezolano para esa época, concluyéndose que éste podía ser definido como
un teatro subdesarrollado (textualmente, “desarrollo limitado”), aunque en esa época ya se podía
constatar una “nueva dimensión”, representada por la inclinación a búsquedas e inquietudes,
aunque aún así no podría hablarse de “una generación nueva” (Ibid., p.24).
El análisis efectuado por esta investigación contempló el estudio diacrónico, tanto de las
obras puestas en escena así como de las publicadas y de los manuscritos reseñados (aunque éste
último no hizo aportes significativos al estudio), siguiendo los modelos sugeridos por Juan
Villegas (1983) y Fernando de Toro (1987 y 1999) en el sentido de estudiar tanto los aspectos de
la representación (puestas en escena) como del texto dramático (publicaciones), variables que
siendo a la vez independientes, tienen también entre sí alta correlación, como en efecto se
estableció en esta investigación.
De acuerdo con lo que muestra el Gráfico No.2.1 (que sólo expone el número de obras puestas en
escena por año, sobrepasando el período de la investigación para los efectos de obtener una
tendencia más clara de los cambios cuantitativos procesados, buscando los extremos de su
sistema), se puede observar que tanto las líneas del gráfico como la tendencia trazada por un
ajuste estadístico polinomial (de sexto grado, con un 5% de error permitido), da una idea de
algunos puntos de inflexión significativos (1914, 1945 y 1959), así como de otros no tan
modulados (1928 y 1948), y un gran cambio a partir de mitad de los años sesenta. Por esta razón,
se estima que esta prueba, con todo lo mecanicista que puede llevar consigo, de alguna manera
conforma un modelo de comportamiento que se acerca, no sin dificultades, a un devenir artístico,
aunque naturalmente se hace necesario complementarlo con otras variables típicas de la creación
dramática para dar una solución más satisfactoria.
Por lo demás, esta forma de ver el teatro venezolano de comienzos del siglo XX, sigue las
normales variaciones que ha tenido la historia de todo el teatro latinoamericano, que al decir de
Erminio Neglia y Luis Ordaz (1980), tiene momentos de “tanteos, difusión y florecimiento”,
cuyos inicios se produjeron en “Argentina y México en los años 1925-1940”. En la década del
cuarenta este movimiento se expandió a otras regiones, como fueron Cuba, al crearse la
Academia de Artes Dramáticas (ADAD), Venezuela con la Sociedad de Amigos del Teatro, el
Teatro del Pueblo y César Rengifo y, Chile, con la formación de los teatros universitarios,
agregando, finalmente, que “el verdadero florecimiento del teatro hispanoamericano ocurre en la
década del cincuenta” (p. xii y xiii).
Por tanto, interpretando este criterio general, se podrían distinguir los siguientes períodos:
GRÁFICO No. 2.1
OBRAS PUESTAS EN ESCENA, 1900-1980
0
5
10
15
20
25
30
35
1 7 13 19 25 31 37 43 49 55 61 67 73 79
A Ñ O S
No. DE OBRAS
• 1900 a 1910, de continuidad del siglo XIX, con actividad baja, tanto de puestas en escena
como de publicaciones. Comienzan a aparecen nuevos autores.
• 1910 a 1945, aparecen nuevas tendencias del teatro. Se presentan las tendencias
adelantadas, con una significativa dinámica de las puestas en escena entre los años 1910-
1928, y luego entre 1945-1948. A su vez, también se presentan períodos de baja, entre los
años 1928-1945 y 1948-1959.
• 1959 en adelante, presenta una pujante actividad, y desde 1974, es muy significativo, al
incrementarse aún más el crecimiento registrado en años anteriores.
Al estudiar las tendencias de las obras publicadas durante este mismo período se confirman estas
tendencias, incluso en el primer período en donde es muy baja, pero de ahí en adelante, aparece
como significativa en todo el período (siendo esto muy significativo a partir de los años setenta).
Al observar estas divisiones del tiempo, se podrían asociar sin grandes dificultades con los
eventos sociopolíticos ocurridos en cada uno de ellos, algunos de los cuales coinciden casi
exactamente (1914, 1928, 1945, 1945-48 y 1948-59), en general todos relacionados con los
vaivenes de la política y cambios socioculturales del gobierno autoritario de Juan Vicente
Gómez, de auge que produjeron las transformaciones radicales del gobierno y de la influencia del
precio del petróleo (especialmente en su índice per cápita) en 1945, del período de baja que
corresponde a la dictadura de Pérez Jiménez, 1949-1959, así como del crecimiento que se
experimenta con el período de la democracia, que se produce a partir de 1959.
Desde el punto de vista cualitativo, es posible también constatar una correlación significativa,
tanto con la aparición y continuidad de los dramaturgos como de obras significativas que han ido
floreciendo en estos períodos. Así, se podría verificar para el primer período la continuación y
culminación de autores que proceden del siglo XIX, entre los cuales se podrían mencionar como
ilustrativos los casos de Simón Barceló, Pedro E. Coll, Fernando Guerrero, Udón Pérez, Rafael
de los Ríos, M. Ángel Urdaneta, y Carlos E. Villanueva, que culminan su período dramático. La
única excepción a esta tendencia la constituye Rafael Otazo, que se extiende desde 1900 hasta
1945.
A su vez, a partir de aproximadamente esta fecha (1910), aparecen figuras con obras
significativas que comienzan a cambiar el panorama teatral de la época, como son los casos, entre
otros, de Julio Planchart (1910), Julio H. Rosales (1910), Rómulo Gallegos (1910), Anán Salas
(en 1910), Manuel A. Diez (en 1911, con la publicación de sus obras), Angel Fuenmayor (sus
puestas aparecen en 1912), de Rafael Guinand (1914), Leoncio Martínez (1914) y Andrés Eloy
Blanco (1918), que inician nuevos rumbos para el teatro venezolano. A partir de los años veinte
irrumpen Pablo Domínguez (1924), Félix Pacheco (1924) y Arturo Uslar Pietri (1927), y de los
años treinta en delante aparecerían, entre otros, Luis Peraza (1931), Víctor Manuel Rivas (1933),
Julián Padrón (1938), César Rengifo (1938, con sus escritos), Raúl Domínguez (1939), Eduardo
Calcaño (1941), Miguel Otero Silva (1941), Aquiles Certad (1943), Guillermo Meneses (1943),
Juan Pablo Sojo (1945), Alejandro Lasser (1946), José Antonio Rial (1950),y Aquiles Nazoa
(1950), como se pudo observar en el Cuadro No.1.
Parte de estos comentarios en torno a la periodización han sido señalados por algunos
estudios, aunque fragmentariamente, los cuales tienden a confirmar esta visión en las diferentes
épocas de que se trata. De esta forma, por ejemplo, Orlando Rodríguez (1991, p. 26) expresa que
el teatro venezolano entre 1900 y 1910 no superó de 90 obras, entre las puestas en escena y
publicadas, lo cual a la luz de los resultados de esta investigación se confirma por cuanto en ese
período se registran 100 obras, igual ocurre con lo que expone Barrios (1997, p. 40) cuando al
referirse al mismo período expresa que se pusieron en escena sólo 50 obras, lo cual se similar al
dato de 61 obras que se obtuvo aquí.
Para los años cincuenta, Monasterios menciona que antes de 1950 se presentaban un
promedio de 7 obras venezolanas por año y, que luego, entre 1950 y 1953, este valor habría
bajado a 3 obras, lo cual también se confirma por cuanto desde 1940 se presentaron siempre entre
2 (1944) y 14 (1943) obras, y entre 1945-1948, se produjeron 8, 10, 3 y 1 obras, respectivamente,
entre 1948 y 1950 sólo se registra 1 obra venezolana por año y, entre 1950 y 1953, no se superan
las tres obras (excepto 1950, que fueron 4), lo cual también confirma las apreciaciones de este
estudioso de la época del cincuenta (Cit. por Azparren G., 1997, p.127).
Durante los años sesenta el crecimiento del teatro fue muy significativo, como lo muestra
Orlando Rodríguez (1991), quien afirma que 1968 fue el año más fecundo para el teatro
venezolano, produciéndose entre puestas, publicaciones y manuscritos 50 obras, lo cual también
se confirma y se amplía ahora, por cuanto este período en realidad va de 1967 a 1970, año éste
último en que esta producción general fue de 53 obras, aunque el máximo registrado en la
estadística de esta investigación se produciría en los años 1978 y 1983, cuando se produjeron 104
y 63 obras, respectivamente, los valores más altos que se registran en toda la serie del siglo XX.
Finalmente, cabría efectuar algunos alcances en torno a lo que se piensa de los años 1914 y
1918. Hay coincidencia en que 1914 es una fecha clave para este estudio, y esto lleva a reconocer
que ciertos cambios políticos e históricos de gran alcance pueden tener efectos en aspectos
internos del teatro venezolano, esto equivale a decir que los cambios que ocurren en este teatro
no responden, en general, simplemente a un agotamiento/renovación de formas o códigos
formales. A su vez, 1918 es la fecha que para algunos marca la entrada de América Latina al
siglo XX, debido a que se producen hechos históricos trascendentes, como fueron la Revolución
mexicana, la reforma universitaria de Córdova, luego iniciada en Lima y Cuba o la influencia de
la Revolución soviética. Estos hechos, sin duda, tuvieron una impacto en al conciencia de los
venezolanos de la época, pero cuya manifestación en el plano sociopolítico puede visualizarse en
el año 1928 y cuyo efecto en la cultura y el teatro probablemente tendrá un desfase mucho mayor,
dado el contexto político autoritario que se vivía en aquella época.
Estas consideraciones sobre la periodización del teatro venezolano no hacen sino poner en
evidencia que el proceso teatral posee cierta autonomía pero no sigue un desarrollo tan
independiente de los dominios sociales y culturales. Esto reafirma la idea de que la historia del
teatro al ser una re-construcción de un proceso más amplio y general, en el orden diacrónico de
sus expresiones dramáticas, se dan ciertas relaciones con este marco histórico, para lo cual no
bastara sólo con esta constatación cuantitativa y teórica, sino que se hace necesario mostrar los
nexos que articulan sus obras con la evolución de este conjunto mayor, que es lo que se intentará
efectuar en el Capítulo siguiente.
Muchas de estas periodizaciones parecieran útiles sólo a las diferentes perspectivas que las
enuncian, pero son necesarias de conocer y analizar para ubicar distintas fases de cambios, auges,
quiebres o contracciones que ocurren en el campo teatral de un país para intentar crear un marco
de estudio que las haga más evidentes y explicables.
También este análisis del tiempo muestra a muchos nuevos dramaturgos que han sido
considerados periféricos, muy poco o nada conocidos tanto sus nombres como sus obras, que
estuvieron al margen del desarrollo canónigo o de los centros de poder, pero que se mantuvieron
escribiendo y tratando de publicar a pesar de los graves obstáculos que existían, ahora pueden ser
revisados. En gran parte de este período, como se verá en las secciones destinadas al contexto
que lo acompaña, predominó una política cultural oficialista que produjo una verdadero
dislocamiento social y una desestructuración cultural que dejó a muchos autores sin presencia
aparente hasta ahora en que se ha re-evaluado este período.
Todo esto indica que el teatro tiene muchos cambios en el tiempo, muy relacionado con las
formaciones económicas, sociales y culturales, y estos cambios obedecen principalmente a sus
esquemas de valores, a sus referentes, a sus influencias y, en definitiva, a la propia estética en
construcción. En este devenir, a veces el teatro pareciera oponerse a ciertas coyunturas políticas o
culturales, a veces la experiencia social no manifiesta una exacta coincidencia o correspondencia
con la de la gente o con la crítica. En definitiva, el teatro genera un abanico de respuestas que se
constituyen en verdaderos rizomas de sus conexiones sociales, políticas, culturales y artísticas.
la tradición cultural caudillista
El teatro en el siglo XX desde sus inicios se verá afectado por el efecto sociopolítico y cultural
que le impone la denominada herencia caudillista de Venezuela. En efecto, estos factores, que se
vienen gestando desde comienzos del siglo anterior, tendrán una fuerte influencia en su devenir
cultural hasta bien entrado el siglo XX lo cual naturalmente afectará al teatro.
Entre 1830, cuando Venezuela se separa de la Gran Colombia, terminando el sueño de
Bolívar, hasta 1903, cuando se produce la llamada restauración Libertadora que termina con los
levantamientos, se produjeron en Venezuela 39 revoluciones, 127 alzamientos, cuartelazos o
asonadas menores, esto es, que en estos 74 años hubo 166 revueltas, lo que según Juan Liscano
(1976, citando a A. Arraiz) equivaldría a unos 24 años y medio de guerras y sólo 49 de paz (p.
588). Este es parte del efecto que produjo el caudillismo providencialista o su símil el del cruento
dictador que ha asolado a Venezuela en su historia republicana.
La Venezuela del Septenio guzmancista (1874) era económica y culturalmente muy
pobre, desgarrada por las luchas intestinas de sus caudillos, por las asonadas y por las
enfermedades. En lo político, el país se encontraba desarticulado, grandes sectores geográficos de
él no mantenían vínculos con el resto de los territorios llamados “nacionales”. Muchos
historiadores y críticos de la cultura, como Uslar Pietri o Eduardo Arcila, expresan que a este país
no podría definírsele como una nación integrada, debido a los débiles vínculos políticos,
económicos y culturales que se mantenían entre sus provincias, siendo más bien la voluntad local
de los caudillos lo que se imponía sobre una idea central o general de nación. Incluso, la propia
Caracas adolecía de este aislamiento, los pequeños puertos del litoral, por donde salía la poca
producción agrícola de cacao proveniente de los Valles del Tuy, de Chuao y de Choroní, así
como el café de la cordillera, salía directamente por botes o pequeños veleros. Los caminos para
todo el país se estimaban en una longitud de no más de 300 kilómetros.
Las ciudades venezolanas eran pequeñas, rurales como todo el país, la población de
Caracas alcanzaba apenas los 56 mil habitantes y su entorno no cubría más allá de las 400
hectáreas, es decir, unas ocho a diez cuadras a la redonda, en todo caso menor a cualquier
hacienda de entonces. De acuerdo al censo de 1891, el Distrito Federal contaba con 13.349 casas,
de las cuales 10.577 era de teja, el resto eran ranchos, había 16 templos y 9 capillas, 3 mercados y
un matadero, 5 cárceles y 5 cuarteles militares, 9 hospitales y 6 acueductos, aunque su
crecimiento era alto, de un 16% en viviendas (Arcila, 1974, pp.29-164).
La construcción del tramo final del ferrocarril a Valencia (La Victoria-Cagua), terminada
en 1894, significó la conclusión de la línea ferroviaria más extensa que existió en Venezuela. Su
inauguración dio la oportunidad para exaltar una visión romántica que prevaleció durante fines
del siglo XIX, cual fue la idea del “progreso”, verdadero anhelo que llenó muchas páginas de la
literatura de la época en todo el mundo. El romanticismo económico del ferrocarril fue el mito
que acompaña a esta época, y fue el símbolo de la revolución de los medios de comunicación que
en Venezuela quedó truncado.
En el campo de la educación es donde más se advierte el atraso cultural en que se
encontraba Venezuela. No había progresos en esto de proporcionar a los venezolanos cultura o en
difundirla más allá de una pequeña elite dominante en lo político y en casi todos los órdenes de la
vida. En 1839 existían en el país 219 escuelas (8.095 alumnos), en 1870 esta cifra había subido a
300 escuelas (10.000 estudiantes). Esto significó que sólo 0,6% de la población venezolana
recibía instrucción primaria. El Decreto de Instrucción Pública de Guzmán Blanco de aquella
fecha tuvo efecto inmediato, y en un año se crearon 141 escuelas federales y en 1877 ya existían
1.131 (48.000 estudiantes). El cuadro de la educación superior era aún más alarmante, pues en la
Universidad de Caracas en 1875 (con un país de1,6 millones de habitantes) sólo cursaban 346
estudiantes (cuando en 1800, con 388 mil habitantes, eran 196), esto es, que el estudiantado había
decrecido en relación con la población (Ibid. pp. 43-45).
Por estas razones el analfabetismo era casi absoluto, estimado en un 95% de la población,
si no mayor. La universidad no entregaba profesionales que contribuyeran al desarrollo del país,
su matrícula se concentraba entre teólogos, médicos y abogados. La idea del “progreso“ que
floreció en estos años impulsa una nueva política que va de la mano con el ruido de los
ferrocariles, de las máquinas, de los cables de acero, del teléfono, de la electricidad, de las
carreteras y de los barcos a vapor. Este progreso traería muy lentamente el cambio de su cultura.
Guzmán Blanco, que había conocido los suntuosos teatros de París, encontró que en
Caracas no existía un sitio para representaciones teatrales de gran boato, por lo cual concibió
construir uno semejante a aquellos, especialmente para el montaje de óperas, género de apogeo
en ese entonces en Europa. Este se inició en 1876 mediante un Decreto que escogió el sitio en
ruinas de un antiguo templo de San Pablo, destruido en el terremoto de 1812. Los planos los hizo
el Ingeniero Esteban Ricard y su costo fue estimado en Bs. 450.000, pero debido a las demoras y
alteraciones que sufrió durante su construcción, éste se elevó una seis veces.
Inicialmente se le llamó Teatro Nacional, título con que se encuentra en los primeros
documentos, pero en el Decreto correspondiente aparece como Teatro Guzmán Blanco. De estilo
corintio puro, con basamento ático, era similar al que también escogieron los franceses para uno
construido en la exposición internacional de París. Entre los adelantos incorporados estaba el
relativo a la acústica, introduciendo una caja armónica reflectante debajo de la orquesta para
reforzar los sonidos. Todos los ornamentos y muebles fueron traídos desde París. En los
documentos oficiales de 1878, figura con el nombre de Teatro Nacional. Luego de nuevos
cambios, en 1879, por resolución del mismo Guzmán el teatro continuó su construcción y volvió
a llevar su nombre, siendo inaugurado el 1 de Enero de 1881 con el estreno de la ópera Hernani
por un conjunto lírico traído directamente de Europa, y de inmediato entregado al Concejo
Municipal de Caracas que lo denominó Teatro Municipal.
No es esta visión sólo una construcción de palabras o un artificio escenográfico que
permita armar un escenario adecuado para presentar el desarrollo del teatro como una buena
nueva que ayudará a entender lo ocurrido. Más bien, se trata de presentar una realidad pocas
veces bien perfilada en este tipo de estudios, que por alguna razón ha sido motivo de olvido,
porque ya han pasado muchos años de aquella visión de una Venzuela tan distinta, pobre,
inconexa, depoblada, distante, por lo que la misma se ha desvanecido ante la imagen que en el
país contemporáneo, moderno, se ha proyectado sobre su pasado. Bien hace en decir Consalvi
(2000) al respecto que a la historia se le mira con cierto desdén, acentuando que “habría que
buscar la explicación de por qué durante tanto tiempo no quisimos mirarnos en el espejo o por
qué nos rechazó” (p. C-16). Por esta razón, se diría que es preciso recordar esa ralidad, alcanzar
un conocimiento de sus hechos y medir sus dimensiones en relación con su época, aunque sea
desde una perspectiva diferente como la presente.
Aquel mito de la grandeza agrícola de la Venezuela del siglo XIX, siguiendo estos
mismos argumentos, también ahora es cuestionado. En las palabras de Ramón J. Velásquez
(1986) aquello “era mentira, absolutamente falso. No tenía razón Cecilio Acosta cuando contaba
que aquí todo lo que se pisa es oro. Este era un país de miseria. Por eso se reitera que había
igualdad social. Era un país de pobres, todos pobres. Los ricos más ricos, la oligarquía, no
llegaban a atesorar un millón de pesos”(p. 9).
De acuerdo con esta visión, el país estaba dividido en cuatro países regionales (Centro,
Andes y Zulia, Oriente y Guayana), no existía un mercado económico nacional, cada región
producía para la exportación, no para consumo nacional. El café de los Andes salía por el puerto
de Maracibo rumbo a Hamburgo y Nueva York, ni un saco venía a Caracas, sólo se recibían los
derechos de exportación, menguados. Los productos del Centro igualmente salían por Puerto
Cabello y La Guaira. La producción de Oriente, cacao, ganado y café, salía hacia el Caribe por
Guanta y Carúpano. La de Guayana (balatá, sarrapia, oro) salía por el Orinoco rumbo a Trinidad
y de allí al resto del mundo. En esa época nunca hubo un centro (Ibid.).
Por esta razón el Estado era pobre, como el país. Los bancos privados eran los que le
facilitaban dinero para pagar a la tropa y a los empleados públicos, lo que ocasionó cuantiosas
deudas del Estado. En 1900 esta deuda llegó a los Bs. 231 millones, en circunstancias que el
presupuesto sólo alcanzaba a Bs. 90 millones. Cuando gobernaba Cipriano Castro se agotaron los
recursos y los bancos Caracas y Venezuela se negaron a darle nuevos préstamos, lo que
determinó que sus directivos fueran puestos presos en La Rotunda, en medio de su camino a
prisión los banqueros accedieron a facilitarle dinero al gobierno, sin más trámites
administrativos.
la censura en el teatro
Durante el período en estudio, especialmente durante los años 1900 a1935, la censura acompañó
en forma clara y expresa al teatro, y esta quedó estampada tanto en una completa normativa
destinada a tal fin, que se fue creando durante estos años, como también en la práctica del
ejercicio de una censura concreta a los dramaturgos o a sus obras. En esta sección se irán
alternado unas y otras, muchas difíciles de obtener. Se completará este cuadro con la
presentación de un ejemplo claro y patente de una obra censurada.
Mucha de la normativa encontrada se cobija bajo la máscara de proteger la moral y las
buenas costumbres, sin contar con las que acuden a argumentos de orden religioso o cívico, en
las cuales la iglesia aportaba también su grano de arena. La abundancia y diversidad de normas
aplicadas a los “espectáculos públicos”, en general, son llamadas ordenanzas de carácter
municipal y no leyes, y el centro de las actividades se concentraba bien fuera en el Distrito
Federal o en el Departamento Libertador, incluyendo a la ciudad de Caracas. Por esta razón la
censura tuvo un carácter oficial.
Los antecedentes de la censura tienen su origen en normas dictadas por la iglesia católica,
aplicables a toda clase de espectáculos públicos desde la Colonia, como lo muestra una Real
Orden de 1777, la cual determinó que “no se permitiese salir al público ninguna comedia nueva
sin la revisión eclesiástica previa.” (Sueiros, 1999). Hacia fines del siglo XIX, el liberalismo y las
nuevas corrientes positivistas disminuyen esta potestad de la iglesia, aunque siempre
permanecería latente. Por ello se puede decir que la censura oficial sobre las diversiones públicas
data realmente desde 1830.
A fines del siglo también se observan en Caracas otras normativas de carácter restrictivo,
cuyo fin era el evitar desórdenes populares en sitios de concentración masiva y así sostener la
inestable estabilidad política de la época. Tal es el caso de las resoluciones tomadas por el
gobernador J. Francisco Castillo, en julio de 1893, que prohibieron “en absoluto los bailes que se
efectúan en determinados botiquines, cafés y restaurantes”, así como “la apertura hasta horas
avanzadas de la noche... de Confiterías, Botiquines, Restaurantes, establecimientos que ofrecen
por lo regular espectáculos contrarios a la moral.”, exceptuándose de esto a los locales ubicados a
menos de 300 m. de los teatros Municipal y Caracas, que podían “permanecer abiertos hasta una
hora después de terminada la función”, considerados probablemente como más respetables y no
susceptibles de desórdenes públicos. No obstante, a éstos sólo se les permitió “funciones de
ópera, quedando en absoluto prohibidas cualquiera otra especie de representaciones.”,
excluyendo así de sus programas las presentaciones de operetas, zarzuelas, comedias y todo tipo
de variedades, géneros que para las autoridades tenían un carácter popular y, por ende, peligroso
(Ibid.).
En las llamadas variedades, se incluían las presentaciones de números con bailes,
canciones y actos de comedias en un espacio único, en las que se podría llegar a perder control de
la situación artística, bien por las formas que asumían como también por sus contenidos
paródicos y farsescos con los cuales se ejercía una cierta crítica no permitida, como se verá más
adelante en el Capítulo III, al tratar el tema del sainete y sus estrategias dramáticas. Así, por
ejemplo, en 1911, el gobernador del Distrito Federal, consideraba que la acción emprendida por
los empresarios de espectáculos públicos de anunciar sus espectáculos “por medio de carteles
paseados y distribuidos por las calles en coches y carros cargados de músicos, desdice de la
cultura de la capital y ocasionaba aglomeraciones y desórdenes de vagos y holgazanes”,
ordenando de inmediato la cesación de “semejante costumbre” (Ibid.).
Uno de los primeros casos de autocensura, debido a la situación política represiva del
gobierno lo menciona Carlos Salas (1967), quien señala que en 1910 le fueron presentados a la
Compañía española de Francisco Fuentes los textos de El motor de Rómulo Gallegos, La selva
de Henrique Soublette y El duelo del autor francés Lavedán, escogiendo Fuentes a este último
porque “no quería inmiscuirse en asuntos políticos” (p. 108).
La mención oficial más antigua sobre censura al teatro en el Distrito Federal se registra en
los artículos Nº 18 y 19 del primer Reglamento de Teatros y Espectáculos Públicos, publicado en
la Gaceta Municipal del 24 de febrero de 1916, aprobada por Juan Crisóstomo Gómez, hermano
del Benemérito, entonces Gobernador del Distrito Federal. Allí se especifica que ninguna obra de
teatro y película podría “representarse sin antes ser vista y estudiada por el Inspector General de
Teatros y Espectáculos Públicos, quien aprobará las que puedan ser llevadas a la escena”,
manteniendo “un registro especial para anotar las películas y obras teatrales de cualquier clase a
las cuales haya puesto el pase correspondiente”, sin especificar los criterios de tal decisión. Esta
sería de exclusiva responsabilidad del Inspector censor, único miembro de la “comisión censora”,
quien tras ver y estudiar el evento, establecería personalmente si se podría otorgar o no “el pase
correspondiente”. La Inspectoría General de Teatros y Espectáculos Públicos también era algo
nuevo, pues apenas el 2 de febrero del mismo año, se había fusionado el antiguo binomio
independiente del Inspector General de Teatros y del Inspector de Espectáculos Públicos en un
cargo único, siendo nombrado don Pedro Emilio Núñez de Cáceres como el primer inspectorcensor
de la ciudad. Esto significaba que la censura era responsabilidad única y exclusiva de una
autoridad política del gobierno, y siempre este cargo recayó en el llamado “personal de
confianza” del Benemérito, asumiéndose íntegramente los principios de “paz, unión y trabajo”
(Sueiros, 1999). La estricta obligatoriedad del “pase” fue certificada anualmente a partir de 1917
en los informes presentados al Gobernador por la Inspectoría, donde se señalaban detalladamente
las obras a las que se le otorgó el “pase”, así como aquellas a las que les fue negado éste.
Por esta razón, se piensa que alrededor de 1915 muchas salas dejaron de lado las
reputadas presentaciones líricas y teatrales, y no pocas fueron abriendo sus puertas anunciando su
dedicación exclusiva a las modernas proyecciones de cine. El teatro decaía y el cinematógrafo se
independizaba y adquiría renombre.
El carácter político de la censura queda de manifiesto en documentos de la época, como
por ejemplo en la carta citada por Yolanda Sueiros (1999) sobre películas, enviada en julio de
1920 por Ramón E. Vargas, Secretario de Gobierno del Distrito Federal, a su “noble protector”,
el General Juan Vicente Gómez, confirmándole que “de acuerdo con las órdenes de Ud. de que
me habló Don Juanchito” [Juan Crisóstomo Gómez], se había encargado personalmente de
prohibir “la exhibición de las películas cinematográficas en que de cualquier modo haya la
tendencia de infundir en el pueblo doctrinas inmorales, anárquicas o criminales en algún
sentido”. Ese era el criterio aplicado, y el anarquismo parece ser en ese entonces la ideología que
más molestaba al régimen.
Don Belisario Delgado, Inspector General de Teatros y Espectáculos Públicos desde 1919
hasta 1929, fue el más longevo en su cargo, e inaugura su nombramiento dictando en el mes de
diciembre de 1919 una serie de disposiciones que ni siquiera tuvieron el carácter de normas u
ordenanzas, ni fueron publicadas en la Gaceta Municipal, sino reproducidas en El Nuevo Diario
y “trasmitidas (sic) en Nota Circular a todos los Empresarios de Cinematógrafos y de todas clases
de Espectáculos”.
En 1930, la Junta de censura es cambiada, colocándose ahora integrantes aún más fieles al
régimen. Así, el Inspector General del Distrito Federal es sustituido por el Prefecto del
Departamento Libertador y el ciudadano independiente por un miembro del Concejo Municipal,
otorgándosele además a la nueva junta de censura “las mismas atribuciones respecto de cualquier
otra clase de espectáculos que se ofrezcan en el Distrito Federal.” La censura se endureció
notablemente durante los años del gomecismo, especialmente desde 1913, cuando reacciona en
contra de una invasión de Castro, estableciendo una política fuertemente represiva, y luego de
1928, cuando se produce una rebelión estudiantil, actuará una represión y censura cuyas huellas
cuesta encontrar.
Es difícil compilar casos concretos de la censura en el teatro, aunque algunos han podido
ser reseñados para ilustrar esta grave situación. Jesús Sanoja (1988), al estudiar estos aspectos
menciona los conocidos casos de Leoncio Martínez, y sus constantes encarcelamientos por editar
revistas consideradas subversivas, el cierre de la Universidad Central de Venezuela en 1912, el
de Arévalo González, periodista, mencionado en la obra Un diputado modelo, de Rafael Otazo,
de 1937, que se estudia en el Capítulo 3 de esta investigación, así como los que sufrió Andrés
Eloy Blanco, como lo señala Rafael J. Lovera de Sola (1996), a quien en 1933 “se le prohibió
publicar en los periódicos, hablar por radio e incluso no pudo pronunciar en aquellos días una
presentación de una joven poetisa quien leería sus primeros pomas en el Ateneo de Caracas”
(pp.11 y 25).
En forma similar, pero en un estilo más cruento, Miguel Otero Silva (1983) explica que
durante esta época de Gómez no pudiendo sobornar a los intelectuales de 1910, de 1918 ni de
1928, los encarceló, citando entre ellos a Arreaza Calatrava, Domínguez Acosta, el padre
Mendoza, el ya citado Leoncio Martínez, Francisco Pimentel, José Rafael Pocaterra, Alfredo
Arvelo, Rafael Arévalo González, Andrés Eloy Blanco ya mencionado, Pío Tamayo, Salvador de
la Plaza, Alberto Ravell, Antonio Arraíz, “todos fueron a dar con sus huesos a las cárceles, los
universitarios jalaron pico en las carreteras, y la cultura fue a pasar al rastrillo al cuartel de
policía, con sus ‘corotos’ ” (p.123).
El 3 de Enero de 1936, cuando Gómez ya había muerto, su sucesor el General Eleazar
López Contreras prometía una completa libertad de expresión, sin restricciones. Dos días
después, el 5 de Enero, suspendía las garantías constitucionales y acto seguido dictó una
resolución restableciendo el aparato de censura del gobierno. Ante la desobediencia civil que
impusieron los medios de comunicación, el gobierno organizó una Oficina de Censura para
revisar el contenido de diarios y radios, que hizo extensible a todo el país. El visado de censura se
hacía presente nuevamente. El 4 de Febrero Caracas amaneció sin periódicos y con las radios
transmitiendo sólo música. Treinta mil personas (de las cien mil que habitaban la ciudad)
protestaron en la Plaza Bolívar, convocadas por distintas organizaciones. El gobierno respondió
violentamente, disparando sobre la multitud, lo que produjo seis muertos y docenas de heridos.
Nunca se aclaró quién dio la orden. El Gobernador Félix Galavís fue culpado de estos hechos,
destituído, y reemplazado por un General. A los pocos días se restituyeron las garantías y
aparentemente la oficina de censura fue disuelta (Olavarría, 2000).
el teatro censurado
En la colección de “impresos”, correspondiente al período presidencial del General Cipriano
Castro, en 1902, aparece una obra de teatro cómica de autor desconocido, que fue guardada por el
Presidente con cuidado y que sólo sería publicada por el Archivo de Miraflores en 1964. En la
carátula contiene un dibujo a mano en que aparece Castro vestido de payaso y, a su lado, un
personaje desconocido de rostro duro, vestido con un elegante traje de noche femenino. En la
parte superior, Castro escribió de su puño y letra, “otra gracia de estos canallas”, y junto a la
figura de rostro desconocido anotó con el mismo lápiz, “General A. Ibarra”. El pie de imprenta es
falso, Imprenta Manicomio de Los Teques.
La obra se titula La restauración liberal, el ejército y la escuadra (1902), no se
menciona el autor, con lo cual queda explícito en el título que se debe referir a la experiencia
política directa de Castro y a su relación con el ejército y la armada en 1902. Consta de una
escena corta y la acción transcurre en el famoso botiquín caraqueño “La Glacerie”. Los
personajes son numerosos, por lo que se deduce que fue hecha por un escritor aficionado, aunque
dispuso de amplios recursos linguísticos en sus expresiones, los que hablan mejor de su nivel
cultural que de su técnica dramática, como ya se verá. Las figuras principales son Mr. Grell, que
habla inglés, y Jorge, su amigo, ambos sin mayores descripciones biográficas en toda la obra,
pero además también figuran los ministros de Castro, Cárdenas y López Baralt, así como el que
era el Jefe de Telégrafo, Valerino, y otros que hacen comparsa.
La pieza abre con la lectura de un telegrama, “Amigo Grell, grandes noticias: Valarino,
Torres Cárdenas y López Baralt. Ejército unido derrotado, victoria en La Victoria. ¡Hoy nos
ensabanamos!”. Luego, Jorge le previene, “¡Cuidado, Mr. Grell, con otro Tinaquillo y un mal
Paso!“ (p.4). Mr. Grell escucha, comenta que se la extraviado su perro y se dirige a La Glacerie.
Allí se reúne con sus amigos, con quienes celebra cantando algo alusivo a la enfermedad de su
perro y bebiendo champaña. Grell agrega, “ese cabito es una gran cosa”, a lo que Jorge responde,
” y el almirante es mucho comandante”. A partir de ahora, Mr. Grell comienza a hablar en inglés,
“What about the telegrams? I want to see them. Oh! ... I lost my Puppy!...”. El mensajero le
confirma la lectura, “Es copia exacta. ¡Paz asegurada!“. Acto seguido, comienzan a entonar una
letra de la canción “Sobre las olas”.
La pérdida del perro de Mr. Grell (y que pudiera estar atacado de hidrofobia o rabia), se
transforma en un problema nacional. Así, el Dr. Rozo, al opinar sobre esto, lo hace en versos y en
francés, “La situation est trés compliqué;/C’est uné chose terrible/Pour la rue des Anglais”. Y
vuelven las canciones, esta vez la letra se adapta a la música del “Rey que rabió”. Ahora, cuando
interviene el Dr. Rozo lo hace en francés, y Mr. Grell lo hará en inglés. La parte que cantan
comienza así,
Yo siempre del “Bolívar” me burlé,
Yo siempre de las novias me reí,
Yo que nunca sus lisonjas escuché,
Hoy en busca de mis reales vengo aquí. (Subrayado en el original)
...
!Oriente y Occidente!
!Ejércitos unidos derrotados!...
!Y quedamos enzanjonados!
Al terminar el coro, la obra cierra llamando a Valerino, el Jefe de correos, a Torres Cárdenas y a
López Baralt, pidiéndoles “más sal de frutas”.
Aunque no se ve tan clara y aparente la razón de ser de esta pieza, vale decir, del motivo
que origina esta burla política a Castro y a sus ministros, y tampoco el por qué fue censurado y
guardado por él, se presume que debió haber sido de alguna importancia en su momento, puesto
que el Presidente la mantuvo bien guardada por un largo tiempo. Su explicación podría emerger
al recordar la historia de aquello años y, sobre todo, sobre la famosa Revolución restauradora
liberal de Cipriano Castro (1899).
En efecto, en esto el texto es claro. En sus parlamentos iniciales, cuando se lee el
telegrama aparecen las claves “victoria en La Victoria”, “Hoy nos ensabanamos”, “¡Cuidado, Mr.
Grell, con otro Tinaquillo y un mal Paso!“. Además, está la historia del “perro rabioso”, así como
cuando se menciona al cabito, los cuales son signos que enmarcan sin discusión la fábula dentro
de un contexto histórico bien preciso, el efecto de la política de restauración inciada por Cipriano
Castro.
En aquella oportunidad, teniendo como telón de fondo todo el caos político caraqueño que
existía, sobresaltaba el hecho de que él se sentía un predestinado, y se recordaba que Castro
insurgió desde Los Andes y tomó el poder, incluso con el apoyo de sus adversarios, que de
traidores pasaron ahora a ser revolucionarios. Ahí comenzó esta etapa farsesca de la historia
venezolana. Es sabido, además, que en estos primeros años se mostró a esta figura caudilla como
violenta, nacionalista, racista, libertina y heroica a la vez, como un personaje que intentaba
pacificar al país a un alto costo. Algunas de esas batallas que perdió el caudillismo desplazado
fueron las de Tinaquillo y la de El Paso de Estévez, en 1901, que aquí son señaladas con
precisión. Sólo en la batalla de La Victoria, en 1902, también destacada en el texto, y que
marcará el fin de esta era de montoneras, quedaron en el campo más de dos mil bajas, entre
muertos y heridos. Este es también el año en que, con fuerte apoyo económico extranjero, se
inicia una ofensiva contra Castro denominada La libertadora, que culminará en el fracaso de La
Victoria.
Por esto, tal vez, se pueda entender el punto de vista crítico de la obra en 1902, asumiendo
la perspectiva de un extranjero, en un intento por desacreditar a Castro, justo en el momento en
que la “libertadora” embate en su fase final que lo destronaría del poder. Por eso, el telegrama es
repetido, para reiterar una noticia que no quisieran creer, “paz asegurada”. A fines de 1902,
fuerzas navales alemanas e inglesas bloquearon las costas venezolanas, echando a pique a tres
barcos nacionales y apoderándose de otro. Es el momento en que Castro pronuncia su legendario
discurso diciendo, “¡Venezolanos! La planta insolente del extranjero ha profanado el sagrado
suelo de la patria”. La obra es la introducción dramática, para el teatro y para la realidad misma,
de aquel suceso que ya se veía venir, por eso la primera canción que improvisan es la de “Sobre
las olas”, y por ello también los personajes entonan ”¡Oh! Qué dulce es vivir,/ De los mares el
rumor” (p. 5).
La segunda parte de la obra, luego de estos inicios históricos, da cuenta de la gran
celebración que prosigue a estas declaraciones en el botiquín La Glacerie. Desaparecen los sitios
de las batallas, todo es risa, canto y beber champaña, la única clave está al terminar la obra, en
que se hace un llamado a los cuatro funcionarios del gobierno para que traigan más sal de fruta.
Esto, coherentemente, corresponde a la segunda parte también del problema de Castro, su
situación interna. Si ya grave era lo internacional que enfrentó el país, lo interno no fue mejor.
En este aspecto, el problema fue muy grave también, por los desacuerdos con las regiones
en materia económica. Las condiciones sociales de la gente del campo eran todavía coloniales. El
gobierno fomentó una dispersión económica y cultural, los “nuevos hombres” que entraron al
poder procedieron al robo y a la corrupción, se enriquecieron y pasaron a constituirse desde esta
época en los llamados “grandes cacaos” de la capital, como dice el ensayista Enrique Bernardo
Núñez al referirse a los hombres de levita gris, “...ríen, beben, andan arrastrados en hermosos
coches y se espían unos a otros”.
En definitiva, Castro y su revolución restauradora se transformaron en un obstáculo para
todos, y esto en cierta manera es lo que muestra y trata de decir la pieza, y sería la razón por la
cual probablemente fue censurada esta pequeña muestra de farsa teatral política de comienzos del
siglo XX, anónima, en la cual se comentaron las grandes incidencias políticas del momento,
CAPÍTULO III. EL SISTEMA TEATRAL DEL SAINETE.
En este capítulo se presentan las primeras expresiones dramáticas ocurridas en el siglo XX en
Venezuela, particularmente las del sistema del sainete, que por más de cuatro décadas ocupó el
espacio escénico caraqueño, y cuyos antecedentes se remontan al siglo anterior.
El sainete venezolano es, tal vez, una de las expresiones que ha dejado más honda huella
en la cultura del país, especialmente por su connotación dramática nacional y popular. Es, sin
lugar a dudas, uno de los primeros intentos escénicos que de alguna manera, y a su modo, puso la
mirada en su compleja realidad. Debido a la controversia que sus propuestas han originado en la
crítica, como ya se habrá observado en los capítulos precedentes, siempre pesará sobre él la duda
sobre su significación como posibilidad dramática válida. Se podrían poner como ejemplos
ilustrativos de esta argumentación lo que han estimado Monasterios (1975) cuando señala su
“superficialidad” porque el dramaturgo “copia los detalles anecdóticos de la realidad
circundante” (p.37), y Azparren Giménez (1979) al decir que “el teatro que siempre se escribió e
hizo fue provinciano, típico y anecdótico, pendiente de las aventuras simpáticas del humor
venezolano” (p.60), desconociéndose los factores que intervienen en la ficcionalización de un
discurso dramático.
El sainete en sus orígenes es un género teatral menor de la comedia española tradicional,
breve, con características humorísticas y burlescas, en que generalmente se intenta ridiculizar
defectos y costumbres del pueblo, su estilo se denomina “bajo cómico” y tiene como objeto
incitar la hilaridad con sus personajes caricaturescos y chistes de dudoso gusto. En Venezuela,
desde fines del siglo XIX se reconocen algunos sainetes muy populares, la mayor parte de ellos
con mucho éxito de público, pero a los que no se les considera obras de “tono mayor”. Podría ser
a partir de 1887, en ocasión de la fundación del Liceo Artístico, que tuvo como una de sus
finalidades desarrollar el teatro nacional, cuando cambia el tono de la crítica, porque entonces los
sainetes comenzaron a buscar lo nacional por vez primera, ahora redefinido por una orientación
burguesa, como lo ilustra este comentario del mismo Monasterios, “de todas las formas la que
trascendió el siglo [XIX] y llegó a tener un papel importante en el desarrollo del teatro
venezolano fue el sainete” (p. 23). En el siglo XX la crítica distingue dos vertientes del teatro
costumbrista, el sainete y la comedia, además de otros sub-géneros menores. Hay que distinguir
aquí, en cuanto a fechas y a géneros, que la narrativa costumbrista y romántica se enmarca entre
las fechas de 1830-1890, y en cambio, el drama costumbrista parece manifestarse formalmente a
partir de las últimas dos décadas del siglo XIX, al igual que en toda Latinoamérica (Castillo,
1980, p.34; Solórzano, 1961, p. 9).
Por estas razones, el sainete puede constituirse en un sistema que, abarcando parte de dos
siglos, finales del XIX y parte del XX, se constituye en una verdadera expresión dramática, con
sus características propias de unidad y diversidad, sujetas fundamentalmente a una cultura con
hegemonía militarista (caudillista), pre-petrolera, la cual por su contexto cultural presenta una
gran asimetría con los dominios de la historia y del arte, aunque mantuvo una larga existencia en
el tiempo, por lo que convivió, al mismo tiempo también, con otras formas dramáticas no
saineteras, emergentes/disidentes. La crítica menciona a diversos dramaturgos que escribieron
durante estos años en dos vertientes principales, una denominada del teatro ”serio”; y en una
segunda, dedicada a unos pocos escritores de sainetes, como Rafael Otazo, Carlos Ruíz
Chapellín, Leoncio Martínez y Rafael Guinand (Churión,1924/91, p.212), a los que se dedican
las siguientes secciones, ampliando esta visión y describiendo sus rasgos principales, en el orden
de las apariciones diacrónicas de sus universos creativos, con el fin de apreciar en mejor forma
cómo este proceso del sistema sainetero se fue desenvolviendo.
Rafael Otazo (1872-1952). Dramaturgo y empresario teatral, desarrolló una intensa y
amplia actividad dramática durante cuatro décadas, autor de numerosos y muy populares
“sainetes criollos”, cuya labor en todos estos campos es casi desconocida, ignorada y muy poco
reconocida.
Nacido en el último tercio del siglo XIX, a muy corta edad comenzó a trabajar como
asistente de otro gran empresario de la cultura de aquella época, igualmente desconocido, como
lo fue Miguel Leicibabaza (1857-1915), siendo este último sin duda, el que trajo las mejores
compañías de ópera, zarzuela y dramas que se vieran en la Caracas de fines del siglo XIX.
Ambos adquirieron con el tiempo gran prestigio en el medio cultural de comienzos del siglo XX
e, incluso, tuvieron también una significativa influencia en los sectores de gobierno de aquella
época, (Chesney, 2001). De sus cercanías con el poder político se lograron algunos beneficios
para el teatro nacional, como ocurrió el 30 de Abril de 1904, en ocasión de que Otazo presentara
en el Teatro Caracas a la Compañía de Teatro Infantil de los Ruíz Chapellín, con la pieza El rey
que rabió, en donde fue invitado de honor del Presidente Castro, quien disfrutó la obra y esa fue
la ocasión que aprovechó Otazo y los hermanos Ruíz Chapellín para convencerlo de dar un
mayor apoyo oficial a sus actividades, quien ofreció esa misma noche construir un nuevo teatro
para sostener y estimular al teatro nacional, cuyo decreto fue firmado el 23 de Junio de 1904, e
inaugurado al siguiente año, el 11 de Junio de 1905, con el nombre de Teatro Nacional (Salas,
1967).
Su producción dramática se estima en más de ochenta obras, de las cuales muchos títulos
ni siquiera se conservan. En esta investigación se reconocieron treinta y seis piezas de su autoría,
la gran mayoría estrenadas, comenzando por Los apuros de un jefe civil de 1898 y El rapto,
estrenada en el Teatro Caracas en 1900, actuando Antonio Saavedra y Rafael Guinand. A pesar
de que su producción dramática es extensa, que muchas de ellas según la prensa de la época
fueron exitosas, algunas con más de 200 presentaciones, como Una viuda comilfó (1914) y El
rey que rabió (s/f), que en el año 1914 estrenó cinco obras y en 1924 ocho, que en la famosa
temporada entre 1918 y 1924, mencionada por Carlos Salas (1980, p.357), estrenó unas veinte
obras, constituyéndose en su gran época, y que otras tantas de sus piezas recibieron premios,
como El que ama y el que apetece (1914) y La Sayona (1914), en realidad se conoce muy poco
sobre ellas. Su actividad como empresario teatral culmina a fines de los años veinte, aunque
continuó escribiendo sainetes hasta mitad de los años cuarenta.
La única obra que se ha logrado recuperar ha sido la primera escena (de tres) de Un
diputado modelo, escrita en 1937, y rescatada de los archivos de la Revista Elite. La obra es un
sainete en un acto que se desarrolla en una ciudad, posiblemente Caracas por lo detalles que
presenta, en la sala de la casa de una familia de clase media que se prepara para celebrar las ferias
de San Serapio, razón por lo cual existe un ambiente festivo, de toros y de semblanzas culinarias.
Al abrir la obra repican las campanas y suenan disparos, cámaras y cohetes. anunciando fiesta.
También se recuerdan las representaciones de los “nazarenos” en la iglesia del lugar. Todos los
personajes son parte de una misma familia. Paz, es la madre, y los hijos son Luz y Blas. El edil es
el padre, Jobo. La novedad es que Jobo ha sido electo diputado y naturalmente quiere aprovechar
la ocasión para ganar popularidad “obsequiando a todo el mundo”. Ante la duda de por qué Jobo
es diputado y sobre su preparación para ejercer el cargo hay discrepancias entre madre e hija que,
además, ayudan a entender el momento postgomecista que se vivía,
Paz: Ahora, con la democracia, se ha metido en la cabeza todo lo que en los
periódicos se publica sobre los intereses de la comunidad.
Luz: ¡El no es comunista!
Paz: ¡Ni lo quiera Dios; pero si se descuida, lo van a enredar! (p.2)
Estas fiestas, claro está, eran sólo para los invitados, porque para el pueblo estaba su ternera
aparte. Luego que ya se encuentran presentados el ambiente general y estos preparativos, los
personajes se preguntan quiénes podrían ser estos invitados, ocasión que aprovecha para irrumpir
en escena Jobo respondiendo a la pregunta, “los que me han elegido Diputado al Congreso
Nacional, los que me llevan a las Cámaras Legislativas para que luche por la causa del pueblo”
(p.4).
Jobo piensa convertirse en un diputado modelo, de “conducta intachable, de vida austera y
sencilla”, que ha trabajado para vivir “regando mis campos con el sudor de mi frente”, palabras
que Paz jamás había escuchado, por lo que asombrada le reprocha no haberlo nunca oído hablar
así, y esto da pie para que Jobo explique, en forma más clara aún que como lo ha venido
haciendo hasta aquí, sus recuerdos de los años de la dictadura de Gómez,
Jobo: Si antes de ahora hubiera echado fuera lo que tenía dentro del buche,
hubiera ido a amansar un par de grillos en el castillo.
Paz: No seas exagerado.
Jobo: ¿Exagerado? Recuerda que me vigilaban de día y de noche.
Paz: Y eso, ¿por qué?
Jobo: Porque reconocían la gran dosis de valor cívico que hay dentro de mi ser.
Paz: Pero tú no protestabas; te callabas.
Jobo: Mi patriotismo me obligaba a callar ante las imposiciones del momento
que vivíamos; y a esperar que llegara otro momento de verdadera
justicia social (p. 5)
Más relevante aún es el fin de la escena, cuando luego de esta revelación, su esposa Paz le
recuerda la figura de Arévalo González, quien siempre protestó y nunca calló, a lo que Jobo
responde efectuando una verdadera confesión, “No tuve valor para sacrificarme como él... fui
cobarde. Pero ya ves que llegó el día en que voy a trabajar por el engrandecimiento de mi
pueblo”, con lo cual finaliza la primera escena (p.5). (Rafael Arévalo González, citado en esta
obra, existió en la vida real y fue un importante periodista, activo oponente a la dictadura,
dirigente fundador del Partido Comunista venezolano, que ya para los sucesos antigomecistas de
1928 y 1929 se encontraba preso en el Castillo de Puerto Cabello y era uno de los nombres que
los estudiantes pedían dejar en libertad).
La fábula parece elemental, al igual que la puesta en escena. La trama es lo que ocurre en
la casa, en principio independientemente de lo externo, especialmente a Jobo, centro de la acción.
Esta es en síntesis la trama. No obstante, esta forma de presentar las acciones potencia el lenguaje
verbal, colmado en lo criollo y sustentado en lo emocional, pero esto no logra anular los
mecanismos propios del teatro, sino que se complementan, como lo muestra la entrada atrasada
pero intempestiva de Jobo desde el exterior, respondiendo la pregunta general de su familia, la
que a su vez, es también la entrada de lo externo, el contexto político de antes y después de
Gómez. Esto indica la presencia de una acción y estructura dramática bien construida, aunque
sólo se posea la parte correspondiente a la presentación del problema. Se asume que en las
restantes dos escenas se produciría el clásico nudo y luego su desenlace.
Igualmente, la parte más tensa se produce en torno a la presión de los diálogos entre Jobo
y Paz, su esposa, que hacen aparecer al primero como una amenaza porque creen que no sabe
nada de política, pero que por lo ya explicado de la estructura de la obra, es previsible que en su
desarrollo posterior continuará con una sorpresa (de que algo sabe), para concluir probablemente
con su comportamiento final como autoridad política (diputado), mostrando su evolución como
personaje dramático. El resto de los personajes (sus hijos) muestran ser una repetición de este
esquema dual esposa-marido, hijo-hija, y sólo parecen ser utilizados para dar información y
mantener la tensión dramática. En el desenlace probablemente ambos niveles se encontrarían en
un final feliz.
El significado de la obra estaría dado por la presentación en escena del nuevo político
demócrata, desde donde se multiplican sus sentidos (por ejemplo, el nombre de la esposa, Paz, el
mismo de Jobo, la situación de los años de la dictadura de Gómez y otros). Igualmente, la reseña
culinaria inserta a comienzos de la obra muestra la tradición de comienzos del siglo XX y esto
lleva directamente al sainete costumbrista, aunque luego de la irrupción de Jobo entra en escena
una problemática más política y crítica, que cambia las cosas, equilibra el costumbrismo y abre
paso a un cierto tímido realismo sociopolítico.
Lo que es relevante en este último aspecto es observar el uso de las estrategias lingüísticas
por parte del autor para provocar estos cambios, a saber, el humor y la parodia, manteniendo su
significación en función de mostrar que son libres, de que existe una cierta libertad, a diferencia
de un contexto anterior diferente que la negaba. Al cambiar Jobo esta función, cambia este
sentido, el problema contextual puede ser tratado con mayor libertad creativa y se retiran las
estrategias furtivas. Este es el verdadero cambio que nos presenta esta parte de la obra.
Probablemente no todas las obras de Otazo tuvieron esta factura. Este fragmento se nota
muy influenciado por el contexto de la apertura postgomecista, lo que da también un indicio de
que el autor daba importancia a las nuevas ideas de significación social y política que emergían
en ese tiempo, que se van alejando de aquel costumbrismo conocido. Esto habla también del
cambio prevaleciente en estos autores que buscaron una nueva recepción cultural para sus obras,
aunque ya en el ocaso de su periplo estilístico.
Las obras de Otazo, sin duda fueron muy populares, tanto por su entretenimiento, como
por los recuerdos que ha dejado, como se puede apreciar de las observaciones de críticos que han
comentado por ejemplo, su disertación sobre los mosquitos en La Sayona, o ciertos giros
lingüísticos de sus parlamentos que luego pasaron a formar parte de los dichos caraqueños, como
la palabra “berroterán”, tomada del siguiente diálogo “empiezan por su brandicito, su cosita fina;
después le entran al berroterán” (del berro), para designar con esto a la parte amarga del asunto,
tal como apareció en su obra La viuda de Comilfó (Richter, 1945, p.33 y Misle, 1958, p. 6).
Carlos Ruiz Chapellín (1865-1912). Al igual que Otazo, fue un dramaturgo y empresario
teatral que se inició en el siglo XIX de forma autodidacta. Sus primeras obras se producen en
1895, año en que también forma la Compañía Infantil Venezolana (1895-1907), la cual sirvió
como centro de enseñanza, difusión y promotor del teatro nacional. Fiel seguidor del sainete
criollo, sus primeras obras, con éxito de público, fueron Un gallero como pocos y Locuras de
hambre, ambas de 1895, a las que seguirían seis más del siglo XIX y luego sus piezas del siglo
XX, todas estrenadas, Percances en Macuto (1903), El grito del pueblo (1907), ¡Qué tipo!
(1912), El forastero (1915), Cabeza de oro y Corazón vacío (o hermoso) de 1915; y A
nosotros no nos aprueba nadie y Un gallero como pocos en 1924 que cierra su universo
creativo (Salas, 1967). Muy poco ha sido estudiado este autor. Razón tiene José Rojas Uzcátegui
(1986), al expresar que “es uno de los maestros de ese género que floreciera en los finales del
siglo XIX y durante las tres primeras décadas del siglo XX, un autor que habrá que desempolvar
para escribir con verdaderos fundamentos científicos la historia del teatro en Venezuela” (p.
192).
Simón Barceló (1873-1938). Este autor, que también fue periodista y dramaturgo, según
Juan Liscano (1944), pertenece “a la generación de El Cojo Ilustrado, por cuanto escribió allí
desde 1896. Ocupó diversos cargos oficiales que lo llevaron al exterior prácticamente desde 1899
hasta 1931 (con una pasada por Caracas entre 1926 y 1928). Es decir, fue un escritor de vida
errante, ocasional, cuya obra dramática escrita en su juventud se ha reconocido. Su actividad se
registra desde comienzos del siglo XX, cuando escribió la comedia “criollista” La Cenicienta
(1904, estrenada en 1907), el drama El hijo de Agar (estrenado y publicado en 1907) y la
comedia Cuento de navidad (estrenado en 1904 y publicado en 1907). Se considera a la primera
como la más representativa, por su ambiente criollo, su chispa popular y por su intuición sobre el
peligro que significaba para países jóvenes y pobres la desaforada ambición especulativa
extranjera. La crítica lo ubica como uno de los dramaturgos más celebrados de su época.
La Cenicienta se estrena en 1907 en el Teatro Caracas, tuvo mucho éxito de publico y
estuvo una larga temporada (re-estrenada en 1932 por Antonio Saavedra, en el rol del General
Filomeno Díaz, a quien obsequió los derechos de autor), lo cual según Alba L. Barrios (1997) la
“convierte en un ejemplo privilegiado del género liviano (p. 43). En esta pieza, Matilde se enreda
con un extranjero, Petit Pois, a pesar de tener su novio nativo, Antonio. El final muestra el
desengaño y lo aciago que para el autor, defensor de lo autóctono, puede traer este cambio de lo
criollo conocido por lo nuevo por conocer. Enseñanza didáctica, realizada utilizando el humor y
los enredos típico de la comedia, razón por la cual en su re-estreno de 1932, un crítico manifestó
que esta pieza ya no era sainete sino “una de las mejores comedias con que cuenta el teatro
nacional” (Ibid., p. 44). Además también tiene escritas Vida por vida (s/f) y la traducción de Los
gorriones de E. Labiche (1907, publicada en 1910) (Salas, 1967 y Liscano, 1944, pp. 40-51).
Marcial Hernández (1874-1921). Es éste uno de los dramaturgos zulianos muy poco
conocido, más reconocido como poeta, quien alcanzó el cargo de Vice-rector de la Universidad
del Zulia. En su poética dramática se han reconocido las siguientes piezas, Los petardistas o El
anarquismo en cierne, sainete en prosa estrenada en 1890 (publicada en 1907), así como La
limosna del poeta, La mancha de tinta, ambas descritas como pasos de comedia, y El mago del
Catatumbo, juguete escénico en prosa, todas estrenadas y publicadas en 1918 (Oquendo, 1941 y
Hernández, 1989).
Teófilo Leal (1866 -1940). Destacado actor y dramaturgo que dio mucho prestigio a
Venezuela en sus giras al exterior. Desde muy joven se inicia como actor, haciendo papeles en
jerusalenes o nacimientos de la época, más tarde debuta en el teatro de la Compañía Infantil
Venezolana, dirigida por el actor José Gabriel de Aramburu, fundada a raíz de la visita al país de
una compañía mexicana similar que tuvo mucho éxito. En su adolescencia se desempeñó como
periodista y actor, y ese fue el momento en que comienza a escribir teatro y poesía.
En 1887 llegó a Caracas la Compañía Astol-López del Castillo, que luego de actuar se
disolvió (cosa que ocurría usualmente en la Caracas de aquella época) y su director fundó una
nueva compañía con actores criollos y extranjeros en la cual entra a formar parte como primer
actor, que es el momento formal en que comienza la carrera profesional de Leal. De esta forma
llegó a ser el actor del momento. En 1891 deja Venezuela rumbo a Puerto Rico, dando inicio a su
triunfal famosa gira. Pasa por Santo Domingo, por Santiago de Cuba, La Habana, hasta llegar a
México, en donde llega a ser el actor más consentido de su público. Continúa para Barcelona,
aquejado de su salud regresa a México, en donde lo contrata el famoso actor español Vico, con
quien interpreta un gran número de obras clásicas españolas. Esta es la época de mayor relieve de
Leal en el extranjero. Luego va a Centroamérica en donde estrena la obra Tierra Baja, del autor
catalán Guimerá, cuyo personaje Menelik causo tal sensación que se escribieron dos poemas
sobre él. (Richter, 1940).
En 1907 retornó a Venezuela, actuó en el Teatro Caracas, pone en escena lo más selecto
de su repertorio, incluyendo sus propias obras El guitarrico (s/f), Lo que vale el talento, escrita
en conjunto con otros artistas, y estrenada en 1937 en el Teatro Municipal, en homenaje al actor
sainetero Antonio Saavedra, y una obra original que escribió y estrenó en México con éxito
denominada Caín (1907), re-estrenada en el Teatro Caracas. Desde entonces figuró en
innumerables compañías hasta sus últimas actuaciones en Barquisimeto, en 1930 (Salas, 1967,
p.230).
Manuel Antonio Diez (1860?-1916). Político de renombre, es otro de los dramaturgos
muy poco conocidos y de quien, sin embargo, se han recopilado trece obras publicadas, además
de nueve manuscritos. Estas obras comienzan a publicarse la mayoría en 1911, e incluyen en ese
año El carnaval en Caracas, Cinematógrafo caraqueño, Contradicciones, Delicias de la
vida, todos sainetes, y Siluetas o Fotografías parlantes, comedias; los sainetes Delicias de la
vida y Queso frito publicadas en 1912; la comedia, Perfiles (1913); Cuadros vivos (1913),
comedia; Mía, tuya, suya (1915), Pascualina (1915), zarzuela; Tres cromos, comedia (1916), y
dos entremeses, Tiro seguro (s/f), y El trovador chiflado, publicados en 1916 (Villasana,
1969/79, Vol.3, p.65; Salas, 1967; Churión, 1991 y Barrios, 1997).
Su obra Delicias de la vida ha causado cierta extrañeza en la crítica por cuanto no
pareciera ser un sainete. Su fábula se produce en un ensayo de teatro en donde los personajes
hablan como tales y, a la vez, como los personajes de la obra que ensayan, pasando de un rol a
otro sin mayores transiciones, y no parecen seguir una línea argumental coherente, lo que hace
inquirir a Barrios (1997, p. 64) si no se trataría de un estilo Pirandelliano o del absurdo, aunque
prefirió definirlo como una “alegoría farsesca”.
Leoncio Martínez (seudónimo Leo, 1888-1941). La vida artística de Leo es una de las
más interesantes de todo el sistema del sainete. Poeta, cuentista, periodista, actor y dramaturgo.
Promotor de El Círculo de Bellas Artes, en 1912. La primera referencia a su actividad teatral
aparece en 1914 cuando estrena dos de sus piezas, Menelik y El rey del cacao, así como también
la traducción de la obra El secreto de H. Bernstein, de muy definido corte naturalista y de quien
Leo fue gran admirador. En 1923 funda la revista Fantoches, en la cual se hacen críticas
literarias y políticas contra el régimen. En la columna “Teatralerías” se presenta la actualidad de
las artes escénicas y su cartelera (con la firma de Kry-Tico).
En relación con su producción dramática, a Leo se le reconocen una veintena de obras.
Sus primeras obras son de típico corte costumbrista cómico, popular, en donde se encuentran
Menelik (1914) y El rey del cacao (1914), sainetes muy criollos, ambos escritos con Armando
Benítez y música de Rivera Baz. Según la referencia de Carlos Salas (1967), esta última obra se
constituyó en la de mayor éxito de la temporada (junto a la zarzuela Alma llanera, de Rafael
Bolívar Coronado y Pedro Elías Gutiérrez). En 1916 estrena El conflicto, escrito también con
Francisco Pimentel y Benítez. En 1917 estrena el sainete Sin cabeza, en 1918 realiza la
traducción y versión de Servir de Henri Lavedán, que titula Por la patria y en 1919, escribe
Caimito (Flores, 2001).
En 1921 comienza a cambiar su temática y técnica dramática, evidenciando ahora una
visión más moderna del teatro y una forma más crítica para exponer sus argumentos. Lo que
predominará ahora en sus obras, aunque dentro del mismo esquema del sainete, será el humor (ya
no tanto lo cómico que practicó hasta ahora, como se explicará más adelante). En este período
estrena Los esposos Paz, en 1921, comedia; en 1924, Fox-trot social, revista músico-teatral; en
1924, El salto atrás, la más conocida de sus obras (existe información que su estreno fue
efectivamente en 1923, en el Teatro Olimpia); en 1925, El viejo rosal, re-estrenada con gran
éxito en 1939 y publicado en 1940, portadora de un subtexto de melancolía y nostalgia por el
pasado, Sirvienta de adentro y Amor de última instancia; en 1926, Los patiquines de seda,
sainete; en 1928, Pobrecito, paso de comedia galante, que recuerda las temporadas
carnestolendas caraqueñas y Bartolo, inspirada en un personaje citadino y probablemente tomada
de un cuento suyo con el mismo nombre, la mayor parte de estas últimas piezas publicadas en
revistas de la época. En 1936 se estrena su última creación, La chirulí (inédita).
Algunas de sus obras sólo publicadas, como El viaje de placer (1918), Tinieblas (1918)
y Las siete estrellas (1931), ya prefiguran un cambio en el estilo del sainete, acercándolo a lo
moderno y a la comedia seria, como la de Fuenmayor o la de Ayala Michelena. Por estas razones,
se considera a Leo como el puente entre una época y otra de cambios, que junto a la obra de
autores que como Andrés Eloy Blanco, Miguel Otero Silva y Ayala Michelena que luego
abrieron paso a nuevos dramaturgos como Luis Peraza, Aquiles Certad y César Rengifo, entre
otros (Flores, 2001, pp. 28-29).
Dentro de sus actividades para promocionar el teatro, en 1915 forma la Sociedad Pro-
Teatro Nacional, junto a Emma Soler, Aurora Dubaín, Jesús Izquierdo, Antonio Saavedra, Rafael
Guinand y Juan Pablo Ayala, entre otros. En 1921, se vincula con la Sociedad de Autores y
Actores y, en 1924, se une a Leopoldo Ayala Michelena en la Compañía Teatral Venezolana.
Sobre el costumbrismo tuvo una visión particular, la cual se fue evidenciando a través del
tiempo en las posturas que iba tomando Fantoches, y que marcan con cierta precisión como se
dio esta transformación. A partir de 1924 comienzan a aparecer los primeros llamados para
construir un teatro venezolano,
Hermanos, en nuestra querida Venezuela fervorosamente armonizados autores y
actores vamos a emprender una campaña teatral venezolana.
...
Tenemos la convicción de que ustedes hermanos, público, se contagiarán de
nuestra esforzada idealidad y acudirán como a toque a construir nuestro teatro
(Fantoches, 21-10-1924, s/p).
Todo es netamente venezolano en este teatro venezolano. Es el comienzo indirecto
de una campaña contra el snobismo y exotismo falso y huero que amenaza buena
parte de nuestras artes literarias (Fantoches, 4-11-1924, s/p)
El impulso que anima a nuestros dramaturgos de hoy para luchar ya con éxito por
crear un nuevo teatro venezolano y moderno, moderno y venezolano (Fantoches,
4-2-1925)
Pero, por sobre todo, será decisivo un artículo del propio Leo, de 1927, sobre “El teatro
venezolano, la vulgaridad y yo”, en que respondiendo a una disputa con otro autor sobre el tema,
expresó su concepto de lo criollo y su relación con lo universal,
... No creo que todo lo que venga del vulgo, por ser vulgar se delate de obsceno o
de inapreciable, porque, en todas las épocas, en todos los idiomas, el vulgo ha
dado a poetas y pensadores fuentes inagotables de poesía, en coplas y cantares,
veneros de filosofía contundentes, bien dicte Sancho o embrolle el bigardo de
Santillana, y hasta en proverbios y sentencias vulgares se han engendrado leyes y
nutrido códigos.
Ahora, escritores de cepa y decoro, como lo son el doctor Gil Fortoul y Rafael
Angarita Arvelo, con quienes bien se puede cambiar un guante o apretarles la
mano desnuda, han marginado el asunto con precisas observaciones, distendiendo
el comentario en ilimites horizontes literarios y señalando puntos de
“universalidad”, de “nacionalismo” y de “criollismo”.
Parcelas indiscutibles, pero aclarables: las ideas, los sentimientos y las pasiones
son universales. Toda obra que las exprese bien y con fuerza puede hacerse
universal.
Pero, esta misma obra, mientras mayor potencia de expresión posea, mientras más
universal se haga, resulta más nacional porque habrá llegado más al fondo de los
caracteres y más hondo en la raigambre espiritual de su pueblo.
Queda lo que llamamos “criollismo” y que no es otra cosa sino el regionalismo o
los regionalismos neocontinentales; una forma, una novísima tendencia de las
literaturas nacionales, en la parte acá del Atlántico, por expresarse en el habla, en
la jerga del pueblo, precisando los términos. Es cuestión de colorido, y ropaje, de
pinceladas que ayudan a dar el ambiente social (p. 4).
Esta declaración ha sido vista como la muestra del cambio que experimenta el sainete en relación
con las nuevas ideas que se manejaban desde comienzos de siglo y con las nuevas que en esos
años mostraba la vanguardia en el país, así como también comienzan a abrir el nuevo rumbo que
tomaría el sainete.
El salto atrás, una de sus obras más exitosas, en un acto y 19 escenas, plantea la realidad
social del mestizaje, el racismo y un cierto desprecio hacia lo nacional, el orgullo de casta y los
típicos vicios del chisme y la hipocresía. A partir del título mismo se plantea un problema más
social que un típico cuadro de costumbres. La expresión “el salto atrás” se empleaba y emplea
para designar un fenómeno de retroceso racial al referirse a un niño que nace con su tez más
oscura que la de sus padres. Y esta es la anécdota de la obra, la historia del nacimiento de un niño
negro en una pareja de blancos. Estas son las convenciones que regulan la vida familiar y la obra
dirige su mirada crítica directamente hacia este prejuicio racial mediante el humor, ridiculizando
situaciones y fórmulas convencionales burguesas.
Julieta es la hija de una familia acomodada que ha dado a luz un niño negro. Este
escándalo hace que se reúna un consejo de familia para decidir las medidas que deben tomarse
para lavar el honor de casta. Se piensa que la situación es producto de un engaño o de una
brujería. Todo fue, según la familia, porque el padre, Von Genius, “se empeñó en ir a pasar su
luna de miel en la hacienda donde tenemos a Cándido”, y lógicamente alguien piensa que se pudo
haber enamorado de aquel negro, “¡hay aberraciones, hay aberraciones!” piensan otros, aunque
otra piensa mejor “que en esto hay brujería”. Se daría la paradoja de “¡un alemán negro! ... ¡Es
negro! ... ¡negro como una maldición!” (Nazoa, 1972, vol. 1, p.262). ¿La solución? –la familia
piensa en dos soluciones: cambiarle al niño o cambiarle al marido, “con dinero se arregla todo...
el honor lo impone”. A pesar de la intervención inútil del Padre Castrillo, la familia decide
alquilar un niño catire, tarea que es encomendada a la criada, que ignorante de los propósitos trae
a un muchacho de 12 años. El momento clímax será cuando Von Genius impaciente ve a Julieta
entrar en escena, es saludada cariñosamente por él, y mientras ellos esperan que “ya va a sacar el
revolver”, éste exclama inocentemente,
V. Genios : ¡Qué lindo! ¡Qué gordo!
Todos : ¿Eh?
V. Genios : ¡Es idéntico a mi abuelo! ¡Idéntico a mi abuelo Pancho!
Todos : ¡Ooooh!
Fulgencio (tío): ¿Cómo a su abuelo?
Elena (madre): ¿Pero su abuelo no era Alemán?
V. Genios : Por la línea paterna, sí; pero, mi padre, cuando estuvo de
explorador en el Perú, se casó con una cocinera. Usted sabe que a
los alemanes les gusta mucho las negras.
Elena : ¡Ay, Jerónimo! Nuestro yerno, hijo de una cocinera. ¡Nos ha
engañado!
Jerónimo (padre): Él, no: la necia vanidad de un título fue la causa del engaño.
V. Genios : Yo no he engañado a nadie: me preguntaron si era Barón y creo
que lo he probado... ¿verdad, Julieta?
Belén : ¡Qué cosa! Y usted salió completamente rubio.
V. Genios : Pero mi hijo ha dado el salto atrás (Ibid., p. 341)
Con una anécdota y discurso sencillos, la obra hace uso de dos recursos dramáticos, la ironía y el
humor, además de giros semánticos como la metáfora y la elipsis. La ironía actúa como una
función para que el significado esté determinado por el contexto (el uso de las palabras “diablo”
y “demonio”, como connotación de negrura, así como el hecho que se presenta es paradójico,
contrario a las expectativas de la familia). La utilización de numerosos puntos suspensivos crea
un vacío en el discurso, condensa su sentido y esto permite una mayor participación del
lector/espectador en el curso de las acciones. El equívoco también contribuye a aumentar el
humor (por ejemplo, el pedirle a la vieja sirvienta que consiga un niño catire), aspectos estos que
serán profundizados más adelante al hablar de las estrategias ficcionales del sainete.
En Pobrecito (1928), definida por su autor como “paso de comedia galante” se plantea,
igualmente, una fuerte crítica social y muy cercana a su biografía. La acción de la obra se
desarrolla inicialmente en una noche, en un casino, en donde Esteban, galán de profesión,
encuentra a Celia que llora desesperadamente en un sillón. Celia es menuda y rubia, amante del
Capitán Mario, quien se encuentra encarcelado y esa es la razón de su desesperanza. Como era de
esperarse, Esteban le echa mano a Celia, quien cede sin mayores problemas a su seducción. Para
colmo de males, ella ha extraviado las llaves de su casa, así que termina durmiendo con Esteban.
La obra tiene un estilo literario casi lírico, desde su introducción, “bajo el inútil rebozo de
los medios antifaces, las pupilas parecen gemas engastadas en terciopelo...” y por su puesto, el
lenguaje del galán es fino, gracioso y elegante, ingredientes característicos de una comedia
tradicional. Sin embargo, tras estas máscaras, Leo expone con increíble frialdad una fuerte crítica
a la falsa doble moral burguesa, a la falsa amistad y al sistema opresor imperante, como lo ilustra
Celia al expresar en medio de su propia comedia, “pobrecito Mario, pobrecito Mario”... “y ahora
estará en un calabozo, con tanto frío, en un calabozo donde hay muchas ratas, con un colchón en
el suelo y sin mí... ¡Yo quiero que me lleven para allá!”. Parlamentos que dichos por ella parecen
pueriles, sin sentido, y conduce la obra directamente a la vida de Leo, tantas veces encarcelado en
aquellos calabozos gomecistas.
A su vez, en El viejo rosal (1925/39), plantea una situación más vecinal, de la vieja
Caracas, en casa de María Antonia, a donde concurren el Padre Vélez y el Jefe Civil, el Coronel
Camargo, con el propósito de recolectar fondos para los pobres. Aunque la trama se desliza en
relación con el estado de soltería de ella y la solidaridad, de pronto el tema central cambia cuando
se le solicita al Coronel la libertad de Nicasio, punto de partida nuevamente para llamar la
atención sobre la situación política del país en los años veinte. Nicasio es un hombre humilde que
fue puesto preso por hablar mal del régimen en estado de ebriedad, argumento que es
transformado por María Antonia para expresarle al jefe Civil, “¿Cuántos no hablan mal del
gobierno dentro del mismo gobierno y nada les acontece?” Finalmente, el Padre Vélez colabora
para convencer al Coronel y éste accede. El enfrentamiento de poderes es evidente, el civil
pudiente y el religioso contra el político militar.
Más interesante aún es el análisis que hace Efraín Flores (2001) en su estudio sobre este
dramaturgo al expresar las similitudes que tendría esta pieza, especialmente en su contenido
sobre la necesidad de las transformaciones (olvidándose también del aspecto biográfico, sobre el
que habrían coincidencias al adelantarse a la coyuntura sociopolítica que existía en ambos
países), con la obra El Jardín de los cerezos de Antón Chéjov. Aunque este estudio habla de
influencias del ruso hacia Leo, apoyándose en que aparecieron publicadas en Fantoches algunas
obras de Chejóv, que lo dieron a conocer, no se debe exagerar esta opinión dado lo que se ha
comentado anteriormente en torno a la gran creatividad de Leo, a los avances de las ideas de la
vanguardia en Venezuela y al diálogo que siempre existe entre autores y géneros literarios, como
se verá en detalle en secciones más adelante al tratar sobre el modernismo en el teatro.
Rafael Guinand (seud. Crispín Valentín, 1881-1957). Dramaturgo, poeta y actor, fue junto
a Otazo uno de los más prolíficos autores de sainetes. Sus inicios en el teatro fueron en 1911,
junto al actor Teófilo Leal en una temporada en Valencia; en 1912 actúa en la pieza Sin cabeza
de Leoncio Martínez, haciendo de soldado. Esta experiencia como actor lo impulsa a escribir
teatro, reservando los roles principales para su propia actuación. Su producción de obras
comienza en 1914 con El pobre pantoja, estrenada en el Teatro Caracas, y se prolongará con
una serie de dieciséis obras reconocidas en esta investigación, entre las que se encuentran
estrenadas Amor que mata (1915), zarzuela, Don Pantaleón (1916), El rompimiento (1917),
Perucho Longa (1917), El discurso del Dotol Niguin (1919), Los bregadores (1920),
Campeón de peso bruto (1920), Por librarse del servicio (1920), El boticario (1923), Los
apuros de un torero (1929), La malicia del llanero (1931), la mayor parte dirigidas y actuadas
por él mismo, hasta su tan conocida Yo también soy candidato, de 1939 (aunque la publicación
de sus obras llegaría hasta 1990, con El discurso del Dotol Nigüin).
Sus obras dan a conocer realmente lo que se piensa que fue el sainete, es decir, entregan
una información muy verdadera de lo que ocurre en al calle, de lo local, y sus personajes toman
del pícaro muchos de sus rasgos característicos. Así, por ejemplo, en su El Rompimiento,
estrenada en 1917 (texto en Raab, 1983, p.79), sainete en un acto, la acción transcurre en
Caracas, en la parroquia de San José, en donde se plantea la situación de Narciso Esparragoza,
quien como galán, atiende al mismo tiempo a tres novias, a todas las cuales engaña con su
promesa de matrimonio. En uno de los breves monólogos de Esparragoza, puede quedar claro
tanto la intriga, el contexto que presenta la obra como su misma filosofía:
¿casarme yo? ... ni a tiros. Desde que yo comencé a enamorar a Tomasita es con
palabra de matrimonio. Mis primeras visitas fueron por la ventana. Escondido de
la vieja y del maestro Hilario. Hasta que un día dije que me casaba.
Inmediatamente me mandaron pasar adelante. Desde entonces he ido preparando
mi terreno. Como lo hago en otras partes; es decir: batiendo el melao hasta darle
consistencia. Y ese melao de aquí ya está a punta de melcocha... (p. 7).
La resolución del conflicto, como era de esperarse, será que todo se va a descubir; un día aparece
Catalina, vieja amiga de la familia, quien comentando los problema de su hermana Pilar, entrega
las claves para ello, “le dijeron a Pilar que su novio tenía unos amores en esta cuadra... porque
ese joven está loco por Pilar”, será fácil adivinar que en esa cuadra no hay más de tres muchachas
que reciben visitas.
Pero este final reserva tres sorpresas adicionales (no relacionadas con las novias) que
revelan las verdaderas intenciones de estos sainetes. Una vez sabido el desenlace, que será la
ruptura del noviazgo, por lo menos de Tomasita, la hermana del viejo maestro Hilario lo
recrimina, “por tu maldito aguardiente no hay respeto en esta casa”, e Hilario, reconoce esta
verdad y promete no volver a beber, y antes de irse se dirige al público y les dice, “pero ustedes...
¡háganme el favor de no volver al maldito cine!”.
Este final, sorprendente, introduce un elemento importante que corrobora la teoría del
sainete, cual es la de ser pedagógico o, mejor aún, muestra su visible intención moralizadora. La
primera acción de este tipo va en contra del comportamiento mujeriego de Esparragoza, luego en
contra del licor, que hace perder el respeto en los hogares, y la tercera, en contra del cine, porque
en aquellos años, aunque poco conocido, era sinónimo del encuentro de sexos, del aparejamiento
de enamorados y, por tanto, corruptor de las buenas costumbres de aquella Caracas provinciana.
El conocimiento que de Guinand tenían sus colegas aclara muchas de sus cualidades, de
las características y del origen mismo del sainete, evidenciando su diversidad. José Antonio
Calcaño ha expresado que “él comprendía muy bien la manera de sentir del venezolano y en sus
obras refleja cómo era nuestra gente ... Venezuela tuvo muy buenos costumbristas, de alto valor
literario, que indudablemente ha debido servirle de orientación, Jabino, Bolet, Delgado Correa, y
tantos otros... y de allí salió Guinand. ...creo que Bolet Peraza debió orientar mucho a Guinand,
pues me parece que encaja muy bien en esa corriente...” (Guinand, 1978, pp. 21-22). Por su
parte, para Eduardo Calcaño, lo de Guinand fue también “un teatro realmente venezolano y
popular. Su teatro es de calidad, de categoría, pero lamentablemente se ha perdido, por desidia,
por descuido, como se ha perdido todo el teatro de la época, toda la obra de los saineteros, por
indolencia de la gente.”(Ibid.).
Gustavo Parodi (1896-1941). Muy poco se conoce de este dramaturgo que acompañó a
Rafael Guinand en varias oportunidades. Su obra dramática aparece en 1915 cuando se estrena
Canción de Abril, en el Teatro Caracas, luego su próximo estreno sería en 1924, con la pieza
Veinte pesos con comida, la más reconocida de sus piezas, y en la cual el propio Guinand actuó
en el rol de Epaminondas Romero, un general retirado, hogareño, pero neurótico, lo cual viene a
corroborar que estos saineteros pusieron en escena personajes y situaciones que, en sus códigos,
hacían referencia a la situación política del país. Su producción dramática se completa con la
mención de dos manuscritos de 1932, Esta casa se respeta y Coneaislan, y con la publicación
de su obra El caso de la señora Rivas, en la Revista Elite, en 1940.
Francisco Pimentel (seudónimo Job Pim o Jobo, 1889-1942). Tal vez, más conocido como
poeta y humorista, también dejó su huella en la dramaturgia del sainete venezolano. Fue
colaborador de Fantoches en 1923 y de otras revistas en las cuales siempre se opuso al régimen
de Gómez, por lo que desde 1919 pasó nueve años preso, en diferentes oportunidades. Su
producción en torno al teatro podría dividirse en dos partes, aquella en versos en que hace
mención a situaciones y problemas del teatro venezolano, y su obra dramática propiamente tal.
Respecto de sus poemas relacionados con el teatro, a través de ellos se puede conocer, a la
manera de un cronista que escribe en versos, cómo era el ambiente teatral de la época, como lo
ilustran una serie de poemas que escribiera alusivos al teatro nacional (Pimentel, 1959, p. 419-
421) en donde se explica, a la manera del criollismo, tanto el origen del sainete, el problema con
los actores nacionales, el panorama teatral de los años treinta (que da luces sobre las obras
innovadoras y relevantes de esa época) y el por qué no escribió más teatro,
...
La obra criolla teatral estaba muerta
Desde el tiempo en que enormes zaperocos
Armaron el Gallero como pocos,
El santo de Mamerta
[dos obras de Ruíz Chapellín de 1895 y 1898, respectivamente]
y algunas más con que nos divertía
Ramírez, cuando el pobre aún vivía.
...
Es muy cierto, que en muchas ocasiones,
los chistes de antes eran vulgarones,
de factura ordinaria;
pero los chistes de hoy apesadumbran:
son más vulgares que los que acostumbran
los búlgaros del vulgo de Bulgaria.
¿Y quién tiene la culpa? ¿Los autores?
No, queridos lectores.
Si el público no fuera tan estulto
y a lo vulgar no le rindiera culto,
los autores cuidarían de seguro,
de que fuera su estilo algo más puro.
Hay que ver lo que goza nuestra gente
con un chiste indecente,
y en cambio le parece una pamplina
la ironía más fina.
(“Sobre el teatro nacional”).
Hace algo más de un mes, llevase a efecto
Un laudable proyecto:
Establecer en esta capital
El auténtico teatro nacional,
En el que tanto autores como actores
Fueran venezolanos,
Por más que el artes escénico en albores
Se encuentra aún entre hermanos.
Unos cuantos la idea realizaron;
Algunas obras criollas se estrenaron;
El público acudía
y la cosa flamante parecía;
y sin embargo, informes he tenido
de que se va a desbaratar el nido,
porque no pueden ya los pobres cómicos
remediar sus apuros económicos.

¿Por qué? Pues es muy clara la razón:
porque nuestros actores no lo son,
y excepto tres o cuatro
que tienen aptitud para el Teatro,
a ninguno se escapa
que los demás actores nacionales
de cuestiones teatrales
no saben una papa.
(“Más sobre el teatro nacional”)
El otro día el célebre Izquierdito,
Gran propulsor del teatro nacional,
me remitió una epístola, en la cual,
Entre varios elogios que aquí omito,
me pide que elabore algo teatral,
una comedia o un juguete cómico,
que pueda constituir un espectáculo
bonito, interesante y económico,
para el teatro vernáculo.

Y luego, hacer teatro ¿para qué,
Si ni gloria ni lucro encontraré?
¿Ponerse uno los sesos en molienda
por llegar –si llegare- hasta la raya,
para que luego el público no vaya,
y el poquito que vaya no comprenda?
Habrá alguna excepción, es natural,
Mas yo he visto en “Bagazo” y “El puntal”
[de Leopoldo Ayala Michelena y Víctor Manuel
Rivas de 1930 y 1933, respectivamente]
-no obstante su factura sencillapor
donde va del público el criterio:
cuando debe llorar se destornilla;
cuando debe reír, se pone serio.
He visto que Guinán –que está eminente-
No arranca sino risas a la gente,
Y ni siquiera esperan a que acabe,
Aunque diga, muy serio, algo muy grave
Apenas sale, risas y alharacas,
aunque él no haga el más mínimo ademán,
y es que el público nuestro, el de Caracas,
¡no conoce a Guinán!
(“El público y el teatro nacional”)
Respecto de sus obras propiamente tal, Pimentel, contemporáneo de Leo, Guinand y de Ayala
Michelena, compartió con ellos el sainete cómico tradicional, con acento popular, aunque de
estilo fino, y mantuvo siempre una relación estrecha con su público, lo cual se evidencia desde
1916, cuando estrena en el teatro Caracas su obra El conflicto, con éxito de público, luego de la
cual vendrían sus obras que sólo fueron publicadas en 1959, bajo tres capítulos creados por él
mismo: (a) Teatro “chirigotesco”, en donde se incluyen sus obra basadas en grandes temas
bíblicos como Jonás, Sansón, El diluvio universal, La barra de Balaam, David vs Goliat y El
sueño del Faraón (1942); (b) Grandes dramas históricos, en donde se encuentran obras como
Jabón de Castilla, Cleopatra y Marco Antonio y El descubrimiento de España; y (c)
Contribución al teatro vernáculo, en donde se incluyen las piezas La muerte del loro, El
cinocéfalo abnegado y Entremés infernal.
El drama bíblico Jonás, escrito en versos y en tres actos, se inicia con una introducción en
la cual el autor explica que en sus años juveniles estudió a fondo el Génesis y conoce muy bien
estos temas. La intriga de la obra se relaciona con una comisión de servicios que Jehová le
encomienda a Jonás, ir a Nínive para advertir a sus habitantes que si continúan con sus vicios, la
ciudad será arrasada. Pero Jonás no desea ir porque piensa que se va a meter en “camisa de once
varas” y huye a Tarsis, en donde imagina que no lo alcanzará la justicia divina. Una tormenta
embiste al barco y el profeta les señala que es porque un tipo “guiñoso” va en el barco que al
sortear para ver quién es resulta ser Jonás, quien es echado al agua. Así es cómo se encuentra con
la ballena que viene como un autobús vacío y él se mete al interior como si fuera un camarote de
primera. La ballena es atacada por un enorme pez-espada que ensarta a la ballena y ésta se
comienza a llenar de agua. Aquí, Jonás se acuerda del Señor “¿qué te importa un milagro más o
menos?” y sucede que la ballena lo expulsa a una playa de arena en donde Jonás reza una oración
de agradecimiento con lo que culmina esta pequeña pieza.
De sus dramas históricos el más conocido es Jabón de Castilla, drama heroicopitorreizante,
de doce actos breves, ocurre en 1400, en Castilla y sus alrededores, en donde se
encuentran Colón, Marco Polo, el rey Fernando, Isabel la católica, Juana la demente, además de
777 chinos, “la mar de indios” y tres carabelas viejas. La pieza cuenta la historia previa al
llamado descubrimiento de América, cuyo acuerdo entre Colón y Fernando por ser secreto se
produce en un acto a oscuras (acto VII), lo cual deberá ser explicado al público al final, “¡Por
Castilla y su jabón llega a La Guaira Colón!” y ante el obsequio de comida por parte de los
indígenas, que nadie se atreve a probar, Colón comió su primer aguacate, con lo cual cierra la
obra.
Julián Padrón (1910-1954). De profesión abogado, fundó y dirigió junto a otros escritores
venezolanos la revista El ingenioso hidalgo, en 1935, luego fundó el periódico Unidad Nacional.
Escritor de cuentos. Su producción dramática sólo se encuentra publicada, comprendiendo la
farsa en tres actos Fogata (1938), el sainete Parásitas negras, (1939), su obra más reconocida,
La vela del alma (1940), tragedia, y la obra para escolares Juego de niños (1957).
El sainete Parásitas negras es considerado de carácter crítico al gomecismo, su acción
transcurre en diciembre de 1935, mes de la muerte del dictador, en un pueblo cercano a Caracas,
en donde un burro se ha comido el dinero que estaba destinado al matrimonio de Candelario y
Petronia, y en este ir y venir a la ciudad para lograr la devolución de este dinero, se muestra el
microcosmos del país, un jefe civil autoritario, la prensa sensacionalista, el cura que intercede
buscando una solución, el infaltable gringo que ve en este hecho un negocio, y un juicio público
al burro. Es decir, el autor extrae de lo cotidiano y, a veces hasta monótono, lo extraordinario,
con amplia imaginación y creatividad, aspectos que la crítica ha llamado “realismo mágico” y
“costumbrismo surrealista” (Barrios, 1997, p.89).
Miguel Ángel Ayala Duarte (?). Poeta y dramaturgo no conocido, cuya obra se encuentra
publicada en el libro titulado De mis ocios (1928), y comprende las piezas Ensayo de entremés,
Jugar con agua, entremés, El castigo de la venganza, ensayo dramático; además se encontró la
pieza La candela de paja, fragmentos de comedia, que según Villasana (1969/79, Vol. 1, pp.
249-250) también figura en la mencionada publicación. En El Castigo de la venganza,
desarrolla una temática relacionada con la mitología en un estilo de escritura en versos rimados
que Barrios (1997) califica de neoclásico ortodoxo, como lo ilustra esta estrofa, “en esta hermosa
y apacible esfera/ Do luce primavera/ Todas sus galas esplendor lozano/ Que el sol intenta
modular en vano (Ibid, p. 76).
Luis Peraza (seudónimo Pepe Pito, 1908-1973). Llega a Caracas en 1936, ejerciendo la
profesión de periodista y se entusiasma por el teatro al ver las actuaciones de Teófilo Leal, quien
le obsequió el original de su obra Caín (estrenada en 1907), que luego su viuda facilitó a un
crítico de teatro, extraviándose (Moncayo, 2001). En aquel momento toma contacto con Leoncio
Martínez y Leopoldo Ayala Michelena, quienes le brindaron la oportunidad de escribir en
Fantoches, incluso dándole albergue en la sede del mismo semanario (Bata y González, 1996,
p.8). Así, pronto entró en contacto con el medio teatral, especialmente con aquellos que
desarrollaban periodismo humorístico, como Job Pim, Aquiles Nazoa y el mismo Leo. Como
director de escena tuvo una intensa actividad, fundando y dirigiendo la Compañía Venezolana de
Dramas y Comedias (1938-1939), el grupo del Teatro Obrero (1939-1945), el teatro del Pueblo
(1945-1957), el Teatro de la Universidad Central de Venezuela (1945) y el Grupo Emma Soler
(1959-1973). Como formador de actores participó activamente en el Curso de Capacitación
Teatral (1948) y en la Escuela de Formación Teatral (1952).
A pesar de que la bibliografía sólo menciona entre nueve y diez obras suyas publicadas
(Bata y González, 1996 y Villasana, 1969/79, Vol.5, p. 451) y comentan otras tantas perdidas,
esta investigación localizó microfilms en la Biblioteca Nacional de Venezuela con 71 obras en
total. De estas, 57 son manuscritos, considerados hasta ahora extraviados, 30 de ellos sin fecha de
escritura, quince escritos en la década del sesenta, que parece ser la de su mayor productividad
con 5 piezas estrenadas, siete guiones para teleteatro y una obra infantil (Las mentiras de la
abuelita, 1973); también se detectó que algunas copias y manuscritos se encontrarían en la
Universidad de Yale (Estados Unidos). Además, se hallaron diez leyendas venezolanas, escritas
en forma dialogal, una de ellas, Reciedumbre, fue estrenada en 1961. Sus obras estrenadas
totalizan trece, en el período que va desde 1938, iniciándose con El hombre que se fue, hasta
1966, con su obra Tres en la zarpa. De todas estas obras, sólo once se encontrarían publicadas
(el monólogo Deceso de un caballo se encuentra editado, sin fecha).
Se dice que Peraza se desarrolló dentro de las líneas del costumbrismo, pero tal y como se
ha podido constatar en este capítulo, este autor constituye una desviación significativa de esta
corriente, incluso del costumbrismo crítico, que venía desarrollando Leoncio Martínez. Su
producción dramática comienza a aparecer en 1931, fecha de su manuscrito para la obra El
matador de palomas, basada en un cuento de Leo y estrenada en 1939. En 1933 Fantoches le
publica su pieza Gotas maravillosas; y, en 1938, se pone en escena su primera obra, El hombre
que se fue, en el Teatro Nacional. Así continuaría por esta producción dramática hasta 1973,
fecha de su último manuscrito para la obra Conferencia. Su última puesta en escena fue en 1961,
con su versión de Edipo Rey del trópico. Las publicaciones de sus obras continuaron hasta
1974, año en que la Universidad Central de Venezuela edita cuatro de sus comedias (Cándido
Ángel, Clara Marrero, Córdoba me llamo y Bajo el mismo techo).
Su obra primer estreno, El hombre que se fue, está definida por su autor como drama en
dos actos, y su situación dramática se desarrolla en el medio campesino, al igual que Mala
siembra (publicada en 1940). Aquí, aparece Salvador, el protagonista, un joven universitario
acomodado que llega desde Caracas huyendo de la explotación citadina, en busca de mejores
horizontes en la hacienda La Esperanza. Allí se hace pasar por campesino y crea una escuela
nocturna, une a los campesinos y logra avances en las siembras agrícolas. Su familia rompe esta
ilusión cuando llega a buscarlo, se descubre que el verdadero nombre es Alberto y regresa a la
ciudad prometiendo que regresará para cumplir otra misión en otro lugar. Devuelve su sombrero
campesino y se coloca una boina.
La idea del autor pareciera ser la de exponer la reivindicación de los campesinos, como
clase social desposeída. Aquí el patrón es visto como una persona afable y comprensiva, por lo
cual el conflicto se dirigiría más bien hacia la influencia nefasta de la ciudad, como le expresa
Salvador al patrón, “cada vez que hay ocasión, le demuestro palpablemente los beneficios que
trae el pagar buen salario y brindar comodidades al trabajador,... Viven alegres, viven para vivir y
no para morir, porque ya tienen su casa, su techo humilde pero propio. Porque cuidamos que el
medio sea sano para ellos y de que sean más fuertes.” (p. 30). De esta forma, en su estructura
profunda, la idea del mensaje iría dirigido a los citadinos, con el fin motivarlos a emprender un
nuevo modo de vida, de organización social y de comunicación entre clases, dentro de lo cual el
ambiente campesino se presentaría como un modelo a seguir, especialmente en términos de
convivencia humana. Es, sin duda, un cambio profundo en la forma del desarrollo que adquiere el
costumbrismo en esta etapa.
Otra de las temáticas que Peraza desarrolló a profundidad fue la vinculada a personajes de
la historia política, entre las cuales se encuentran Cecilio, publicada en 1948, referida a la vida de
Cecilio Acosta; también Olaya Buroz, publicada en 1950, referida a trazos de la vida de Olaya
Buroz de Soublette y de la época de la guerra federal en Venezuela, por lo que la obra tiene un
agudo sentido político en contra del “amarillismo”, sin ella dejar de ser la gran dama caraqueña y
patricia que fue, aunque tuvo que sobrellevar la infidelidad del héroe de la Independencia que fue
su esposo; igualmente ocurre con su pieza Manuela Sáenz, publicada en 1960, centrada en esta
figura señera en la historia de Simón Bolívar, por ello la pieza aborda tanto el aspecto histórico
del personaje como el femenino que la unió a la vida del Libertador, quien en la obra es un
personaje ausente, no presente, que juega un rol de falsa conciencia para todos lo que con él
conversan, ahondando mucho en la dramaturgia psicológica de los personajes, considerándose
por esto una pieza moderna (Bata y González, 1996, p.116).
Otro tanto ocurre con la pieza Clara Marrero, publicada en 1974, esta vez referida a la
labor de José Gregorio Monagas en favor de la abolición de la esclavitud, trama cuya acción
inicialmente la lleva Clara, hermana de Benita, esposa del prócer. Benita enferma y presiente su
muerte, pero preocupada por el destino de su hermana pide como su último deseo que a su muerte
Clara se despose con Monagas, cosa que ocurrió en la realidad. Al igual que en obras anteriores,
el personaje de Benita seguirá actuando en ausencia, como un espectro, que se mueve libremente
por el escenario llamando a la reflexión al resto de los personajes. En el cuarto acto, la abolición
de los esclavos se realiza cuando los Monagas liberan a los suyos, los que deambularán como
mendigos por las calles, ante lo cual Clara los contrata, ahora como peones campesinos
asalariados.
En esta obra, Peraza hace un mejor uso dramático del personaje histórico, llevándolo a la
situación de los pobres del campo, como al inicio de su circuito dramático, mostrando que
siempre estuvo preocupado por estos seres y su destino en distintos momentos de la historia del
país, proponiendo como solución la comunicación y la armonía entre los de abajo y los de arriba,
mostrando un cabal dominio de la dramaturgia moderna y de sus recursos, manteniendo siempre
el interés de su trama hasta el desenlace. Su progreso a lo largo de su carrera es evidente, desde
su actividad como pionero en épocas difíciles para el drama hasta su establecimiento como un
autor significativo en el drama social venezolano.
Aquiles Nazoa (seudónimos Lancero y Jacinto Ven a Veinte, 1920-1976). Escritor,
periodista y dramaturgo, cuya obra fue esencialmente poética, humorística y de proyección
popular. De origen humilde, su infancia transcurre en la populosa barriada de El Guarataro,
hecho que pudo marcar su humor sencillo, popular y contestatario. Dedicado al periodismo
denuncia actos del gobierno en 1940, motivo por el cual es puesto preso. Luego ingresa a la
revista El Morrocoy azul en la que crea la columna “teatro para leer”, en donde publica sus
obras de teatro. En 1970 propicia la creación de un grupo de teatro para representar sus obras
editadas. Tal vez, por estas situaciones que le tocó vivir en su vida su obra muestre el contenido
que asumirían sus propuestas dramáticas, como fueron el ser crítico y radical en sus posturas
políticas.
Su obra se enlaza con la de Andrés Eloy Blanco y Miguel Otero Silva. Ausente del país
entre 1944 a 1947, a su regreso asumió la dirección de Fantoches hasta que la dictadura de Pérez
Jiménez lo expulsa del país entre 1956 y 1958, cuando regresa para permanecer hasta su
fallecimiento. Obtuvo el Premio Nacional de Periodismo en 1948 y el Premio Municipal de Prosa
en 1967 como reconocimiento a su labor cultural y que siempre contó con el generoso
reconocimiento de su pueblo.
Su producción dramática supera las treinta obras, la mayor parte breve, catalogadas por su
autor de las más diversas maneras, como por ejemplo, nocturnos (Otros lloran por mi), elegías
(Byron a Mussolini), comedias (¡Oh, Joseph!, Martes de carnaval, Míster Hamlet), sainetes
(La torta que puso Adán), teatro bufo (Otra vez Don Juan Tenorio), melodramas o
paparruchas, (La pensión de Doña Rita) y parodias líricas (El ratón Pérez), todas las cuales
fueron publicadas especialmente en sus libros El ruiseñor de Catuche (1950), El burro
flautista (1959), Poesías (1962) y en Teatro (Nazoa, 1978).
En los años setenta formó un grupo de teatro con actores amigos con el fin de poner en
escena su teatro, al que una fútil critica catalogara de “teatro para leer”. No obstante esto, algunas
de sus obras fueron llevadas a escena particularmente durante los años cincuenta y sesenta,
pudiéndose mencionar las siguientes aparecidas en las carteleras de Caracas, El espantapájaro,
dirigida por Nicolás Curiel, en 1959; Don Juan Tenorio, en 1960; Parodia de Don Juan, en
1964; Adios pues, Caracas, en 1976 y Míster Hamlet, en 1980, y continuamente sus obras son
escenificadas por estudiantes en colegios y universidades, así como también por el teatro popular
en barriadas, clubes, sindicatos y en la calle. Incluso, la Compañía Nacional de Teatro puso en
escena una selección de sus obras en 1995 (Galindo, 1989; Mannarino, 1997).
Algunos de los aspectos más sorprendentes de su obra lo constituyen el uso del lenguaje
como habla popular, muy caraqueña, y la profusa proyección que ha tenido en todos los sectores
de la sociedad, y como expresa César Rengifo (1978) en el prólogo a su teatro, “leer su literatura
dramática, por eso, es tener ante nosotros una sucesión del tiempo y espacio venezolanos, donde
se manifiesta el ser y el acontecer nacionales en prístina pero recia sencillez” (p.11), como se
puede ilustrar cuando habla el lobo, en Caperucita criolla: “Bueno mijita/ quítate el gorro/ y en
el chinchorro/ ven a charlar./ ¿Quieres un palo/ de zamurito/ o un wiskicito/ para entonar?”.
Por esta razón, se piensa que la obra de Nazoa, como ninguna otra semejante, utiliza tal
raudal de códigos lingüísticos, metáforas literarias, poesía pura así como formas dramáticas, que
no sólo se nutren de una rica cantera popular contemporánea, sino que también se retrotrae hasta
los juglares, satíricos y cómicos de la lengua anónimos de la época colonial, pasando por los
copleros criollos del siglo XVIII y, naturalmente, por los costumbristas, humoristas y saineteros
del siglo XIX que le antecedieron.
Sin embargo, también existe una relación con el teatro moderno, a nivel de propuesta
dramática, cuando Nazoa señala que su teatro sigue la tesis de la “pavología”, concepto que
utilizaba para explicar que en su obra pretendía mofarse del snobismo, de lo vacuo y necio que le
parecían ciertas costumbres y actitudes de la sociedad venezolana, que él denuncia y pretende
transformar. Esta tesis está muy relacionada con una similar del francés Alfred Jarry (1873-
1907), otro de los revolucionarios del teatro moderno, quien procediendo del simbolismo de
Mallarmé y Rimbaud, con su espíritu lúdico y gusto por las bufonadas y las extravagancias
idiomáticas, renovaría el teatro universal con su artículo “De la inutilidad del teatro en el teatro”,
con el que preparaba al público para el estreno de su obra Ubu Rey (1896), caricatura cruel y
grotesca de la burguesía contemporánea, que también escandalizó a la crítica en su tiempo, y
quien inventó su propia teoría explicativa de su actitud, denominada la “patafísica” o “ciencia de
las soluciones imaginarias”, fuente en que bebieron los movimientos surrealistas en su tiempo y
el teatro del absurdo de los años cincuenta.
Cuando en los años sesenta Nazoa incursiona en la televisión, muchas de estas obras
fueron reelaboradas y enriquecidas para adaptarlas al lenguaje de este medio, con lo cual también
ganaron en el desarrollo de la acción dramática, en sus líneas argumentales y en una mejor
definición de sus personajes, se observó una cierta vinculación con el sainete al estilo Guinand,
de los años veinte y treinta, estableciéndose de hecho una de las primeras y más claras
conexiones dramáticas modernas entre la obra de Nazoa y la de sus predecesores, evidenciándose
una nítida coherencia cultural, dramática y de identidad venezolana, razón por la cual César
Rengifo (1978) ha expresado que, “en la obra teatral y humorística de Nazoa se sintetiza y suma
de manera admirable el carácter festivo, amable, pero también amargo, del ser venezolano, del
hombre nacional” (p.18).
Otros autores del sainete cuyas obras no se consiguen y que merecerían mayor
reconocimiento serían los siguientes, con lo cual se completa la revisión de este tema: Rafael de
los Ríos, con sus obras Figuras y figurones (estrenada en 1900), Honra y fama, y Los
crucificados (ambas estrenadas en 1902); Anán Salas, con sus obras Pascua y toros (zarzuela,
estrenada en 1910) y El capitán Uñate, El honor y El error (las tres estrenadas en 1914); Felipe
Boscán O. (1890-1949), con sus obras El policía Nº 13 (estrenada en 1923), Sangre mía
(estrenada en 1926) y Arrepentimiento (estrenada y publicada en 1933); Juan Evangelista
Fernández, con sus obras Redención de 1913, Encuentro de amor, puesta en escena en 1926 y
Un hombre equivocado, publicada en
1942; José de la Concepción Carrasco con sus obras Río revuelto y Lucina, ambas estrenadas en
1914, junto a Lo que vale una madre, Percances de un criado, Matrimonio y mortaja y El
sueño de Berta, sin referencias; Armando Benítez, con sus obras El rey del cacao y Menelik,
escritas con Leo y estrenadas en 1914, y El conflicto, escrita con Leo y Job Pim, estrenada en
1919; Moisés Bauder R., con sus obras Humanidad, publicada en 1917 y estrenada en 1918,
Postal criolla, Arte y amor o la vida de Rubito, Brote de querer, estrenadas en1920 y Raspa,
Perucho, estrenada en 1920 y publicada en 1921; Guillermo Lavado I. con sus obras Visión
trágica, estrenada en 1918, De que los hay los hay, estrenada en 1921 y A donde el mal nos
lleva, estrenada en 1926; Eladio Delgado, con sus obras Lucerito, publicada en 1921, La honra
de las madres, estrenada en 1932, y Con el corazón en las manos, Las hermanitas de los
pobres, Más que una madre y Salud de los enfermos, estas cuatro obras publicadas en 1938;
Alfredo Terrero A., con sus obras Perdónalo Señor, manuscrito de 1925 (en la Universidad de
Yale, EEUU), Fox-trot social, con Leo, estrenada en 1926, Don francisquito, estrenada en
1938, y Cárceles de oro, estrenada en 1939 y publicada en 1940; Luis Sosa, con su obra El viejo
y los muchachos, estrenada en 1936, reconocida por Rodríguez (1989); Carlos Fernández, con
sus obras La familia buche y pluma, estrenada en 1938, Oficinistas, estrenada en 1939,
Secretarias, estrenada sin fecha conocida, Frijolito y Robustiana, radio comedia sin fecha,
Sabor de aventura, publicado en 1937, y Lo eterno, publicado en 1940; y Manuel V. Tinoco,
con su obras Hazlo un hombre, El rastrojal y El cabo Mogollo, todas publicadas en 1942
(Salas, 1967; Rojas Uzcátegui y Cardoso, 1980; Barrios, 1997).
En términos generales, para gran parte de la crítica el sainete fue un intento ingenuo de
hacer teatro popular. Realizado con la intención de plantear situaciones de la vida diaria, familiar,
reducido al pequeño mundo social de la cuadra o pueblo, no habría podido o no supo mostrar
problemas mayores de índole social o política. Esta visión, por tanto, fue limitada, pasiva y
resignada, las situaciones dramáticas que se plantearon parecen inevitables e inmutables. En lo
ideológico, la sociedad fue juzgada por su fachada, “por lo que ella piensa de sí misma” (Raab,
1983), y no por la compleja red de relaciones que se pudieron establecer con sus factores
fundamentales.
Su estructura dramática siguió las formas convencionales del drama (exposición,
conflicto, clímax, desenlace), como estilo se inscribió en la corriente naturalista-realista, y su
buena recepción se debió al uso de técnicas dramáticas que captaron la atención y credibilidad
del público, entre las cuales resalta el uso de lo cómico y la trasposición de roles (por ejemplo,
salvar el honor de la familia que produce desconcierto al tener un desenlace inesperado), aunque
su mayor sentido no se logra evidenciar con facilidad. En esto, Elizabeth Raab es incontrastable
al decir que la representación mimética usada “no fue capaz de hacer visible el mundo alienado a
través del distanciamiento artístico” (Ibid., p. 94). Aunque se reconoce también que la época en
que le correspondió presentarse estuvo desbordada por problemas políticos, fuerte represión y
con un entorno de precariedad cultural.
Frente a estos planteamientos críticos, dejados por ahora a la libre interpretación o
explicación, se podría manifestar a favor de ellos, igualmente, que el sainete gozó de un merecido
éxito, al punto de que muchos de estos autores vivieron de su trabajo profesional, aspecto pocas
veces obtenido con el teatro, que ellos fueron (y tal vez, todavía lo son) parte del mundo del
teatro nacional. Su audiencia fue masiva, compuesta por gente de todos los niveles y de todo el
país, que pagaban su entrada para ver a estos actores y a sus compañías. En suma, fue un teatro
que entretuvo, en las dimensiones de una Venezuela rural, tanto a sus actores como a su propia
audiencia a la que se consagraba. Fue más real que el realismo mismo y en su desarrollo alegró la
vida de muchos venezolanos que en esos momentos vivían un tiempo de dictadura, difícil y duro.
Trajo mucho trabajo para los actores y productores y no necesitó de subsidios para sobrevivir. En
su dinámica envolvente creyeron que hacían lo mejor y que ese era el camino para el teatro en
Venezuela, como lo evidencian las propias declaraciones de Guinand (1932) en la época de gran
apogeo del sainete:
el sainete trae a la escena la huella fresca de la región, está desnuda la psicología
el pueblo, de los seres que no se barnizan con las costumbres internacionales, y es
lo que puede alumbrar el verdadero eje de nuestro teatro y enrumbarlo hacia una
realización definitivamente delineada y distinguida.
...
si alguna ruta existe para realizar una labor social, es ésta, y nuestro pueblo
requiere conocer mejor sus valores, y éstos necesitan ponerse en contacto con las
masas, aún desprovistas de la más elemental idea de lo que es el sentido criollo.
Estoy seguro de que el teatro sería el más poderoso factor para impulsar esta
campaña nacionalista que ha venido tomando calor espontáneamente, de una
manera inconsciente, porque el hombre corriente, sin espíritu de selección, se
encontraría de pronto frente a una revelación: que el país, en la tierra, existe de
todo lo que nos viene del extranjero, y le tomamos cariño (Guinand, 1932)
En esta entrevista Guinand no sólo evidencia y justifica lo que el sainete significaba y lo que
sería su devenir en el país, sino que además señala que en esa época existía un ambiente
nacionalista que amparaba a esta manifestación. De hecho, existió tal abrigo, y éste fue la visión
positivista prevaleciente, que vio con simpatía a algunas de estas obras, desde la perspectiva
natural del sector oficial autoritario, por supuesto.
En efecto, el positivismo fue esgrimido como bandera por algunos intelectuales de la
época que buscaban una nueva concepción del hombre, de la sociedad y para la resolución de sus
principales problemas. En palabras claras, el positivismo se vio como la medicina que erradicaría
las taras coloniales heredadas y consolidaría un nuevo orden social. Un ejemplo de la aplicación
de la tesis positivista lo constituye la explicación que da para la guerra federal del siglo XIX, la
que según esta visión sería dañina y benéfica a la vez, porque si bien produjo una mortandad
impresionante, sembró el odio y arruinó a sus economías, pero también favoreció la emigración,
fomentó el mestizaje biológico y cultural, relacionó a las regiones, facilitó la movilidad social y
frenó la inmigración extranjera que alteraba los caracteres étnicos del pueblo. Igualmente, para el
caudillismo (militarismo) que ocupa parte del siglo XX, explica que aunque sembró la anarquía
con las guerras que fomenta, practicó una fuerte represión e intolerancia, habría sido también un
factor de estabilidad porque ejerció el poder en forma férrea y centralista (Belrose, 1999a).
Siguiendo esta línea de pensamiento se explica el desplazamiento del universalismo
religioso imperante, por una explicación científica de las cosas y por la exaltación del
nacionalismo. Por esta razón, algunos intelectuales ingenuos se confundieron y otros se prestaron
para tergiversar las ideas con tal de justificar el sistema y, de paso, obtener beneficios de la
dictadura. Este hecho ocurrió en todos los países de América Latina, y en ellos el movimiento
positivista se rindió ante las autocracias. En lo ideológico, sirvió para encubrir las verdaderas
causas de los problemas sociales, con el argumento de la complejidad étnico-cultural, de los
fenómenos telúricos, de la fatalidad o asignándole a la idiosincrasia rasgos que no tiene. Esta
retórica en Venezuela ayudó a fortalecer el fenómeno militar-caudillista, desde 1899 hasta
prácticamente 1945 y, muy especialmente, en la época de Juan Vicente Gómez.
En el teatro esta influencia se dejará sentir con la búsqueda de lo nacional, de la realidad
nacional, pero no con el encuentro de su problemática cultural, sino más bien en la revisión de
normas y valores sociales cotidianos o en el uso del léxico popular como una manera de
fortalecer la idea de lo nacional. En el sainete esto es y no es claro. El positivismo ciertamente
produce un alejamiento de lo romántico en beneficio del estilo realista-naturalista, tan patente en
el sainete, y también en lo crítico (que es uno de los factores que llevaría al Modernismo, como
se verá más adelante en este capítulo), pero consiente una cierta ambigüedad en el encuentro de
lo nacional. El problema se produciría al exceder el límite de la realidad artística, al exponer una
simple e ingenua imitación sin creación alguna (Salcedo Bastardo, 1972).
Por estas razones se piensa que el sainete, a lo largo de toda su dilatada presencia en los
escenarios venezolanos, no siempre tuvo unidad, no podría considerarse como modelo único,
sino que se bifurcó, existiendo de una parte una unidad general que lo identificó como género,
con características comunes, pero junto a lo cual también prevaleció una diversidad en sus
manifestaciones que hace posible identificarlo por épocas, por autores o por sus contenidos.
En esta explicación se tomará como modelo de su derivación la obra de Leoncio
Martínez, álter ego del sainete, en quien se evidencia -tanto por sus manifestaciones culturales de
los años veinte (principalmente por la creación de su periódico Fantoches, en 1923, de corte
modernista), como por su obra dramática previa a ese año-, que se sale de los esquemas
tradicionales del género en búsqueda de una realidad distinta, más moderna y menos mimética
que como ya se vio, comienza a cambiar alrededor de 1921 en su temática y técnicas. Con el
tiempo, vendría un segundo corte más profundo, en los años treinta, específicamente en 1931,
cuando emerge la figura de Luis Peraza, en que se redefinirá aún más esta vertiente,
radicalizando su postura social, ahora con claros ribetes realistas e ideológicos.
En función de esta observación se podrían distinguir, al menos, tres tipologías claras en el
sistema: (1) el sainete tradicional propiamente tal, definido por su visión mimética de la realidad,
por lo cómico, por sus personajes estereotipos, por su lenguaje coloquial fiel, por el uso de
refranes y por su intención pedagógica o moralizadora evidente, que con estas formas y
contenidos sencillos, ingenuamente, reafirmó el orden social cerrado del sistema autoritario, y
entre cuyos representantes se encuentra la obra de la gran mayoría de los saineteros de las últimas
décadas del siglo XIX y de gran parte de las surgidas en las primeras dos décadas del siglo XX,
como las de Otazo, Ruíz Chapellín, Job Pim, Parodi, Guinand, Barceló, Hernández, y otros; (2),
el sainete que surge alrededor de 1921, desde las fuentes de Leo y Fantoches, portador de
intencionalidad, tímida la mayor de las veces, de explorar en el ámbito de la crítica,
especialmente social o cultural, con mayor intensidad de atributos humorísticos, algunos ya con
signos de comedias, que sin aprobar los valores del sistema autoritario, mantuvo su mensaje
pedagógico, pero no lo reforzó, buscando formas de soslayarlo con estrategias ficcionales, y entre
los cuales se encontrarían obras de los años veinte en adelante, de autores como el mismo
Martínez y Ayala Michelena; y (3), la variante que introducen Peraza y otros que lo convertirían
en un verdadero drama social.
No obstante, habría que tener en consideración que algunas obras de este último período
también tienden a ser calificadas como del estilo “realismo mágico”, caso de Parásitas negras de
Julián Padrón (1936), o de farsas subversivas o cuasi surrealistas, como sería el caso de
Venezuela güele a oro (1942) de Andrés Eloy Blanco y Miguel Otero Silva, aunque ambas
poseen su significativa dosis de crítica social.
Por otra parte, al observar la extendida evolución del sainete durante el siglo XX, surge la
lógica interrogante acerca de cuál fue el período de mayor difusión y éxito del mismo. Por lo ya
revisado sobre el tema se podría decir que el gran período del sistema se produjo entre los años
1915, cuando comienza a deslastrarse de las técnicas remanentes del siglo XIX, hasta mitad de
los años cuarenta, cuando estuvieron presentes y activos en la escena nacional catorce
reconocidos autores de sainetes al mismo tiempo (Ver cuadro No.3.1). Piénsese, además, que en
1942 se produce el gran éxito en el Nuevo Circo de Caracas del estreno de la ya mencionada obra
de A. Eloy Blanco y M. Otero Silva, Venezuela güele a oro, que bien pudiera ser considerada la
fecha simbólica de su cierre como sistema.
Tal vez quede una estela de autores que seguirían en actividad en forma residual hasta
fines de los años sesenta, fecha en que el sistema se agotaría (aunque muchos piensan que este
decline se debió más a la desaparición de sus cultores, que siempre tuvieron una muy buena
recepción, como se podría imaginar al observar programas de este tipo en la televisión
contemporánea, aún con alta sintonía, que increíblemente mantienen los mismos esquemas
acartonados del género), y ya no se observan nuevos estrenos en cartelera.
Su apogeo, sin duda, se produce en varios períodos que la crítica menciona como
importantes temporadas del sainete, entre las que se recuerdan las de los años 1912 (junio), 1914
(febrero a Julio), 1915 (septiembre), 1917 (enero a febrero), 1919 (enero a febrero), en las cuales
se producen más de sesenta estrenos (Barrios, 1997, p.51), sin dejar de mencionar la famosa gran
temporada “iniciada en 1918 y clausurada en 1924”, cuando Otazo estrenó ocho piezas en ese
último año (Salas, 1967, p. 357), y las de prácticamente todos los años del treinta. Obsérvese sólo
que en 1932 se dieron los grandes éxitos de Guinand, Saavedra y de Izquierdo en el Teatro
Ayacucho, que en 1939 presentaron con mucho éxito tres sainetes de Leo y Guinand estrena su
exitoso Yo también soy candidato (Misle, 1967, p.10), que en 1942 se presentó la obra de Eloy
Blanco y Otero Silva, Venezuela güele a oro, y de aquí en adelante vendrían los éxitos de Luis
Peraza.
CUADRO No. 3.1
EL SISTEMA DEL SAINETE
AÑOS 1 9 0 0 1 1 2 2 3 3 4 4 5
NOMBRES s x l x 5 0 5 0 5 0 5 0 5 0
Otazo, R. 1898-45 x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x
Ruiz Chapellín, C. 1895-24 x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x
Barceló, S. 1904-07 x x x x x x x x x x x
Hernández, M. 1890-18 x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x
Ríos, R. de los 1900-14 x x x x x x x x x x x x x x
Leal, T. 1907-37 x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x
Salas, A. 1910-14 x x x x x
Diez, M. A. 1911-16 x x x x x x
Fernández, J. E. 1913-26 x x x x x x x x x x x x x x
Osorio U., B. 1914 x
Carrasco, José C. 1914 x
Benítez, A. 1914-19 x x x x x x
Martínez, L. 1914-36 x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x
Guinand, R. 1914-39 x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x
Parodi, G. 1915-32 x x x x x x x x x x x x x x x x x x
Pimentel, F. 1916-42 x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x
Bauder R., M. 1917-21 x x x x x
Lavado I., G. 1918-26 x x x x x x x x x
Delgado, E. 1921-38 x x x x x x x x x x x x x x x x x x
Boscán, F. 1923-33 x x x x x x x x x x x
Terrero A., A. 1925-39 x x x x x x x x x x x x x x x
Ayala D., M. A. 1928 x ?
Peraza, L. 1931-63 x x x x x x x x x x x x x x x x x x x x >
Sosa, L. 1936 x
Fernández, C. 1937-40 x x x x
Padrón, J. 1938-57 x x x x x x x x x x x x x >
Tinoco, M. V. 1942 x
Nazoa, A. 1950-76 x >
(>) Dramaturgos que continúan después de 1950
El sainete deja una huella imborrable en el teatro y la cultura venezolana, no sólo por sus obras y
autores, por sus significados, sino también porque con el tiempo tendrá tres dramaturgos que
apelarán a su memoria, estos fueron Román Chalbaud, José Ignacio Cabrujas y Paúl Williams,
grandes adeptos de ellos y en cuyos renovados repertorios es posible distinguir la huella de
personajes, situaciones y modelos saineteros resemantizados en un teatro moderno de gran
calidad. Así, por ejemplo, Chalbaud (1967), reverente del sainete, ha opinado haciendo un gran
resumen de labor,
Personalmente tengo un gran respeto por los pioneros de la escena venezolana. El
humor burdo de sus obras, la sal de la gran parroquia que era el país, está retratada
de manera viva en los gestos de Antonio Saavedra, en las ocurrencias de Rafael
Guinand. Ellos consiguieron que la gente, el público, los ciudadanos, se
interesaran por el teatro e hicieron colas en la taquilla. Ese es el comienzo y
finalidad del teatro. En esa época el resto del mundo importaba menos y nuestros
antecesores del escenario se conformaban con el triunfo local que, al mismo
tiempo, era una reafirmación de la nacionalidad... Ellos no se plantearon el
problema de la universalidad del arte, sino que, auténticos, honestos, históricos, se
reían y hacían reír a base de lo que estaba ocurriendo ese día alrededor del teatro
donde trabajaron. Negar a estos teatristas es tan absurdo como pretender regresar a
su estilo. (p. contraportada).
las estrategias ficcionales del sainete
Al hablar el sainete de inmediato viene a la mente una visión cercana a una realidad sencilla,
superficial, anecdótica, con fuertes rasgos de copia y anécdotas, como si se estuviera
presenciando la escena en la calle o en una sala de la casa. Pero, siempre deberá recordarse que
es una obra de teatro, vale decir, que es una ficción y que la realidad que pueda aparecer en esa
ficción dramática no comporta un empeño o un vínculo directo con la realidad concreta de que se
trata, y tampoco podría ser definida como una copia, porque es una obra de arte. El carácter de
ficción de todo texto artístico no reside, ni podría serlo, sólo en la cualidad semántica del mismo,
sino en la intención expresiva del autor y en las convenciones extralingüísticas del
lector/espectador que la lee o ve, quien al conectar su sentido con la particular visión de mundo y
expectativas que tenga ese receptor, acepta la obra como ficción, y no de otra forma.
En este proceso el primer eslabón es el autor, quien al escribir su obra recurre a
situaciones, personajes, giros lingüísticos, angustias y contextos personales muchas veces
tomados de la realidad, los cuales pasan por el tamiz de su creación en donde se mezclan los
elementos reales con los imaginarios. La forma en que aparecen presentados estos hechos y sus
personajes dependerá de la relación pragmática que posea el autor con los fenómenos sociales y
culturales de su época, y en lo cual el nexo que media entre su realidad objetiva y su subjetividad
artística es la ideología, como ya se vio en el Capítulo primero.
En este sentido, y en referencia al uso de este tipo de recursos empleados por los
escritores venezolanos, acota Orlando Araujo (1962), que el habla popular empleada por estos
durante comienzos del siglo XX se hizo como “un recurso pintoresco y no precisamente, como
experiencia vital” (Cit. por Raab, 1983, p. 72). En este sentido, este lenguaje no tiene la intención
de reflejar el alma del pueblo que habla, sino que más bien expresaron la urgencia del momento
que estos escritores sentían por encontrar “una expresión propia, de trabajar sobre la realidad
nacional y llevarla al plano de creación artística” (ibid.), vale decir, era una búsqueda legítima de
identidad literaria en años en donde las vanguardias y otros autores (como Gallegos, por ejemplo)
también cumplían un rol semejante, cual era el de intentar modernizar y elevar el nivel cultural
del país, a pesar del contexto autoritario dominante.
Igualmente, es bueno recordar y resaltar el diálogo de la obra de R. Otazo, expuesto
anteriormente, escrito en 1936, pero que remite a los años del gomecismo, cuando la esposa Paz
pregunta como reproche a su esposo, ahora diputado, por qué en años pasados no había dicho
nunca esas cosas, a lo cual el esposo responde, “si antes de ahora hubiera echado fuera lo que
tenía dentro del buche, hubiera ido a amansar un par de grillos en el castillo”, y más adelante
agrega, “recuerda que me vigilaban de día y de noche” (p. 5).
Lo primero que llama la atención en toda esta sucesión de factores que intervienen en la
ficcionalización de un drama es que en la Venezuela de esta época (y casi hasta mitad del siglo
XX, con excepciones escasas), como se ha visto en una sección anterior dedicada a la censura,
existía un palpable contexto opresor e intolerante, lo cual hizo que la creación artística fuera vista
por parte del censor o gendarme de turno, con una intención ulterior. Técnicamente equivaldría a
decir que portaba una “significación velada”, la cual debía ser revisada y debidamente corregida.
Ante esto, la reacción de cualquier persona normalmente es que no habla, vela, esconde,
disimula, se acopla a lo que parece ser la opinión mayoritaria, a lo aceptable, pero no le da a su
texto el sentido sincero que para él pueda tener. De aquí se origina el velo literario, el mensaje
cifrado, el eufemismo tan citado, que al ir de velo en velo, de eufemismo en eufemismo,
distorsiona el discurso teatral, desfigura la realidad y se produce lo que algunos lingüistas
denominan un “blanqueo semántico”, que va poniendo a las ideas más opacas e indistinguibles.
En términos más claros, se produce un distanciamiento, un encriptado del texto, que para
revelarlo requeriría de una gran deconstrucción de las ideas e imágenes involucradas, que en su
límite haría que la cultura se eclipse como un espejismo, remitiendo a un interminable juego de
espejos.
El humor es uno de estos efectos veladores, que junto a otros similares no están reñidos
con el arte, sino que más bien deberían ser considerados como parte de sus ingredientes centrales,
si se les identifica. Las ficciones de una época siempre tenderán a ser estentóreas, aunque sean
simples y a veces banales, pero son la muestra de un quehacer humano muy significativo, como
ha sido la creación dramática, y el descubrirlas, desentrañarlas, es tarea de la investigación.
Las primeras experiencias en esta investigación que trataron de profundizar sobre este
tema, se produjeron examinando los dibujos y cuentos de Leoncio Martínez, en los cuales quedó
de manifiesto que existía un cierto velo en las figuras de sus militares, en las esculturas dibujadas
y en las palabras codificadas que empleaba en sus breves diálogos. Esto llevó a puntualizar que,
efectivamente, existían factores extralingüísticos en juego que colocaban un velo a sus
expresiones artísticas, de lo cual el teatro no debería estar ausente. A esto es lo que se denomina
eufemismo, y por ello se consideró que Leo era “un receptor de los signos-señales que le emite el
cuadro cultural de su entorno y, a través del discurso gráfico (la caricatura) y el teatral de su obra
El salto atrás, se convierte en emisor de un mensaje que intenta ser instrumento para la lucha y
expresión de una visión de mundo” (de Torrealba y de Silva, 1995, p.17), para lo cual el autor
recurría a recursos del lenguaje tales como la metáfora, la elipsis, la ironía y el juego de palabras,
con imágenes probablemente sólo entendibles para la audiencia de entonces (y difíciles de
actualizar).
En este mismo sentido, también se pudo afirmar y diferenciar en el sainete el uso de lo
cómico y de lo humorístico como dos formas relacionadas, pero distintas. Lo cómico, como algo
que produce risa a través de lo extravagante, residiendo su particularidad en la degradación de
una forma, objeto o hecho, siendo la comicidad la que viene de la relación del hombre con su
mundo exterior. El humor, en cambio, sería un conjunto de ideas y efectos, agradables o
desagradables, que no proceden de lo extravagante o de la locura individual, sino de la
percepción de un ambiente social, a manera de síntesis del espíritu colectivo. A diferencia del
autor cómico, el humorista posee el don de poder penetrar con agudeza en el conocimiento de sus
semejantes. Lo cómico provoca la carcajada, y el humor remueve los sentidos que incitan la
sonrisa como una forma de piedad, compasión o cariño. Lo cómico parece acompañar al sainete
tradicional, decimonónico, como bien lo podría ilustrar la obra de Nicanor Bolet Peraza, A falta
de pan buenas son las tortas, escrita en 1873, en la cual un sastre caraqueño, sin preparación
alguna, abriga las esperanzas de llegar a ser Ministro de Hacienda, para lo cual incluso formula
un proyecto a tal propósito que no prospera. Al final (afortunadamente), debe resignarse a aceptar
el cargo de sastre de la tropa, que a solicitud familiar accede con conformidad.
Un segundo paso que profundizó y aclaró más sobre el tema fue el estudio en concreto de
estas formas eufemísticas mencionadas, las que ahora se llamarían estrategias ficcionales. En esta
etapa se identificó también que el sainete “llegó a parodiar –espejo invertido- un situación social
y retrató tipos característicos cuyo perfil fue ironizado e invertido” (Vázquez, 2000, p. 8). El
desarrollo de estos elementos llevó a concluir que el sentido profundo de esta significación
velada podría explicarse a partir de los conceptos de centro/periferia (tomados y adaptados de la
teoría de la dependencia del desarrollo) y de la ironía y la parodia, derivados de la teoría literaria.
La relación centro/periferia pretende ir más allá de la dualidad ficción/realidad,
estableciendo una tríada para lo real, lo ficticio y lo imaginario, partiendo de la base de que el
texto no se puede explicar sólo a partir de los dos primeros elementos (realidad referencial y
ficción) porque no constituyen una entidad en sí mismos, sino que más bien “proporcionan el
medio a través del cual emerge un tercer elemento que yo he llamado imaginario” (Iser, 1992,
Cit. por Vázquez, Ibid., p.34). En el sainete venezolano se distinguen como campos referenciales
típicos el histórico, el social y el cultural, siendo los dos primeros más relevantes en este
dominio. Dentro del reflejo metafórico que puede tener el sainete, aflora una voz colectiva que se
“hace portadora de una decadencia que encierra la maledicencia de la época, mientras refleja una
cierta incomodidad socio-cultural” (ibid., p. 36). Esta voz colectiva sería la periferia,
correspondiéndole al centro el planteamiento ideológico que organiza y legitima los valores
esenciales del sistema autoritario, para lo cual recurre al mecanismo de control hegemónico
efectuado a través de dos instrumentos: el del poder (político) y el del saber (cultura).
Esto es lo que haría que se conforme una periferia no transgresora, hasta cierto punto
oficializada y de allí probablemente derive su parroquialismo. Pero, igualmente, desde esta
posición periférica, el sainete más crítico atacó también el logocentrismo y la institucionalidad
del sistema, asumiendo la silenciosa voz colectiva con ansias trascendentes. Por tanto, la
metáfora del espejo sainetero refleja un “imaginario específico que afecta y filtra una percepción
de la vida que tiene gran impacto en la elaboración de un relato de la cotidianidad” (Ibid., p.38).
El sainete sería, desde esta perspectiva, una forma de ficción de la historia cotidiana, conformada
por los principales componentes de su época.
Por su parte, la ironía y la parodia juegan un apreciable rol al encauzar la acción
dramática de la obra, otorgándole igualmente sentido. Debido a que la ironía es polimorfa,
teniendo como clave el distanciamiento, se considera determinante en su relación con la
audiencia, al llenar el espacio existente entre el contexto del espectáculo y el del espectador.
Baste con decir, siguiendo a Jankélévich, que la ironía “es espejo de autoconciencia”, por eso,
por ejemplo, la obra El salto atrás y otros sainetes son retratos y refracciones de costumbres
caraqueñas (Ibid., p. 47). En cualquiera de sus formas (oculta o implícita, manifiesta o explícita,
local o lejana de su momento histórico), su efecto siempre es poderoso si se mantiene en sintonía
de códigos con el espectador. En cualquier caso aparece como una modificación intencional del
referente, como ficción. Para lograr su efecto se requiere una víctima, por lo cual se sacrifica al
lector/espectador, como ocurre en la obra que se ejemplariza cuando se revela el secreto del
nacimiento y color del niño nacido, “¡qué encanto! Debe ser lindo. Sangre alemana por un lado, y
por ustedes, ¡no se diga!, por todas partes le viene su sangre muy limpia: por los Torresveitía, por
los del Hoyo, por los Sampayo, de los fundadores de Cumaná... Vamos a verlo”. En este sentido,
la ironía es una forma de ver el mundo en forma crítica y trascendente.
Con la parodia, que significa usualmente imitación burlesca, como remedo, el autor
pretendía mostrar las dos caras de significación de la moneda sainetera, una de las cuales se
evidencia en la obra (la ingenua) y la otra estaría en otra parte, en donde el lector/espectador
deberá develar para su propia comprensión del drama y que constituiría el llamado imaginario
encontrado. Al cubrir tan grande espacio dramático, el sainete se convierte en una pieza con
elementos demoledores pues impone una mímesis paródica con distancia crítica.
Sus efectos son los de criticar las convenciones sociales, poner en duda la máscara de
unidad, igualdad y armonía tras la que se esconden los personajes, gracias a la claridad que
proyecta la parodia se desmitifica una realidad y devela el verdadero rostro: a pesar de los lemas
y frases del gobierno por la unidad e igualdad, el pueblo venezolano no está unido, ni es
culturalmente igualitario. Entonces, la parodia se identifica con el orden establecido, pero a
través de la desfiguración y de la imitación, se desliza una crítica y una desmitificación del
modelo establecido, pues en el hacer paródico y en la risa que invoca se revela la fragilidad de
sus contenidos. Sin embargo, el efecto paródico por definición no conduce a un proceso de
renovación, sino que se establece en su espacio de otra parte, con características anárquicas, sin
avanzar, liberando un visible recelo sobre las dualidades que muestra, como son campo/ciudad o
héroe/hombre común, que quedan sin respuestas, eclipsando el espejo antes mencionado.
Si estas ideas se complementan con las de Bajtin (1968) en torno a teoría de lo
carnavalesco y al significado que estas fiestas tienen en una visión moderna, especialmente
acentuadas por lo que poseen como entretenimientos populares, pasarían a ser eventos de
resistencia, fundamentalmente a causa de lo ilícito que conllevan sus propuestas, denigrando
placeres convencionales que no sólo ofenden a la moral burguesa, sino que también subvierten el
orden. Esta posición se acerca bastante a los postulados de Brecht, cuando expresaba que lo
popular debía ser, entre otras cosas, integral, orgánico y auténtico, lo cual constituía la base de
una oposición a la dominación de la burguesía. Por estas razones, en términos generales, de lo
que se trata es que esta proposición podría ser asimilada a los sainetes y, en general, con todas
aquellas formas de entretenimiento que fragmentan o quiebran convenciones y producen
verdaderos retos a sus mismas bases sociales con inusitada fuerza, como por ejemplo lo son ahora
algunos programas de la televisión, con sus características mundanas y provocativas, que se
encaminan hacia estos límites buscando una transgresión cultural que debe decodificarse para
poder entender su real significado sociopolítico.
CAPITULO IV. COMIENZAN LOS CAMBIOS EN LOS SISTEMAS TEATRALES
El sainete criollo no sólo ocupó gran parte de la primera mitad del siglo XX, sino que, además,
fue configurando la idea de que este género era, prácticamente el único de la época, acreditado
por el amplio número de sus autores, así como también por exteriorizarse como auténticamente
venezolano e inspirado en la propia realidad, aspectos no difíciles de alcanzar por cuanto el
ambiente cultural oficialista de aquellos años propugnaba manifestaciones nacionalistas de este
tipo, todo lo cual fue en desmedro de otras manifestaciones que emergían.
Tal vez, lo más grave sería que la crítica también ha considerado que este género fue el
casi el único que existió, cubriendo con otro manto más lo que ocurría en realidad. Según esta
forma de pensar quedaría implícito, igualmente, algo que no podría desconocerse en la escena
nacional, cual es que se comete un prejuicio al reconocer como el personaje auténticamente
venezolano sólo al hombre del pueblo que muestra el sainete, y no al burgués o pequeño burgués
que ya comienzan a habitar la ciudad y a tener figuración intelectual. Así, el personaje popular
queda congelado como el de los barrios pobres de la ciudad o el del campesino analfabeto
(porque la mayor parte de la población vive en forma rural).
Sin embargo, esto no fue así. El sainete no fue ni el único género dramático que
representó a la literatura nacional de esa época como ya se ha venido observando, aquel no fue el
personaje popular que existió, ni tampoco este hecho obliga a dejar en un lugar secundario la
preocupación estética que tuvieron muchos otros dramaturgos cuyas propuestas se alejaron del
sainete, que son la preocupación de este Capítulo.
La crítica menciona a un grupo pequeño de dramaturgos que escribieron durante esta
época en dos vertientes principales, una denominada sainete y la otra, del teatro ”serio” o
“comedia”, incluyendo en esta última, entre otros, a autores como Henrique Soublette, Leopoldo
Ayala Michelena, Eduardo Innes, Julio Rosales o Angel Fuenmayor. La visión actual habla más
bien de un grupo de dramaturgos con perfiles modernistas, algunos en sendas vertientes, y otros
no estudiados antes, cuyos rasgos principales son los que se estudiarán a continuación.
En este Capítulo se entrega una visión panorámica del movimiento llamado modernismo y
sus representantes dramáticos, así como del efecto cultural que tuvieron las llamadas vanguardias
en el teatro, para lo cual se efectúa una revisión de los autores que transitaron estas modalidades
que anuncian notables cambios que experimentaría el drama.
Además, se incluye a un grupo de dramaturgos que pensaron en expresar con sus obras el
alma nacional, no clara entonces, y esto fue precisamente uno de los postulados de los
dramaturgos del grupo La Alborada (1909) y La Proclama (1910), cuya visión aunque un tanto
pesimista muestra reflexiones estéticas interesantes en sus propuestas dramáticas. Según ellos, el
modelo a seguir se orientaría por una inspiración democrática y burguesa, con la cual se vencería
a la barbarie y se establecería una verdadera conciencia nacional, lo cual da una clara visión
aperturista al movimiento teatral de la época, que es la idea central de este Capítulo.
el modernismo y la vanguardia en el teatro
Para poder entender mejor estos dos conceptos tan importantes en el desarrollo de la literatura
venezolana y latinoamericana, habría que explicar primero que hablar de lo moderno se refiere a
algo distinto a lo que fue anterior, a lo no moderno, a lo antiguo, y esto en el ámbito
latinoamericano se conecta con procesos culturales aparecidos en Europa, como fueron la
Revolución Industrial, cuya plenitud estructural se manifestará en el siglo XIX. Pero, en América
Latina, que ya tenía nexos con este período desde fines del siglo XV, este concepto no se
articulará sino hasta fines del siglo XIX, en lo que se ha dado en llamar “civilización industrial”
(Osorio, 1988). Por estas razones, el período que va desde 1880 a 1910, aproximadamente, es lo
que se conoce como el de la modernización, durante la cual el continente entraría a formar parte
del “mundo moderno”.
En este marco surge y se desarrolla el movimiento literario denominado Modernismo. En
su propuesta estética se destaca la idea de superar los patrones literarios del pasado y
reemplazarlos por nuevos valores, tomados en parte de autores como Goncourt, Zolá y Tolstoy,
junto a su gran exponente latinoamericano, Rubén Darío, entre otros, quienes al manifestar una
conciencia del desajuste y desencanto del mundo, proponen que la belleza y el arte universal sean
las fórmulas de su defensa. Estos autores fueron traducidos y publicados en los periódicos
oficiales del guzmancismo y en dos revistas cimeras del modernismo en Venezuela, como fueron
El Cojo ilustrado y Cosmópolis, incorporándose luego, de especial interés para el teatro, La
Alborada, La Proclama y Fantoches, todas ellas prácticamente ignoradas por el mundo crítico
del teatro venezolano.
Dado que en Venezuela se mantuvieron vigentes las mismas condiciones socioculturales
más allá de este período mencionado, la producción literaria del segundo decenio del siglo XX
también se mantendrá dentro de la misma poética modernista (conocida también como
postmodernista, mundonovista o etapa crepuscular), como lo señalara Ángel Rama (Bilbao, 1989,
p. 4), reuniendo a un mayor grupos de escritores y dramaturgos relevantes dentro de ella. En esta
nueva periodización, ampliada, se encuentran dramaturgos (además de novelistas) como Salustio
González Rincones; Leopoldo Ayala Michelena, Ángel Fuenmayor y Rómulo Gallegos, junto a
autores continentales como Antonio Acevedo Hernández (Chile) y Armando Discépolo
(Argentina). Muchos de ellos, en su producción posterior se alejarán del modernismo,
ajustándose a las nuevas propuestas que incorporará el movimiento siguiente, el de las
Vanguardias de los años veinte. En resumen, en esta época modernista, de crisis, reajustes y
cambios, se encuentran imbricados tanto los autores canónicos de Modernismo, Darío, Lugones,
Nervo, los ya mencionados dramaturgos crepusculares, González; Ayala, Fuenmayor y Gallegos,
y los más recientes como Huidobro, de Chile (Osorio, 1988, p. xvii-xix)
Los cambios del carácter del movimiento modernista comienzan a producirse,
precisamente, en el decenio de 1910-20, y esto será debido fundamentalmente a una crisis general
que afectó al conjunto de la vida social, política y cultural del país, lo cual hizo que surgieran
críticas, cuestionamientos y propuestas de renovación, sin mencionar el natural sentido de
búsqueda que animó a muchos de sus autores. Se registra entonces “la crisis de la poética del
Modernismo Canónico” (Ibid.), la cual sirvió de punto de partida para un cuestionamiento más
radical que dio paso a propuestas de rupturas, que constituyeron concretamente las llamadas
vanguardias que se producirán en los años siguientes, especialmente a partir de 1914.
Esta fecha marcó el fin de la hegemonía del Modernismo, lo cual no significó el término
de su producción literaria, que siguió por otros años, pero es el momento en que se evidencia el
empuje renovador primero dentro del propio Modernismo para remozarlo, y luego, en su
radicalización para configurar la Vanguardia, capítulo siguiente de estos cambios propiamente
tales.
Dado su origen general y universal, su alcance también fue muy amplio y esto explica que
surgieran manifiestos, proclamas y contramanifiestos tanto en Europa como en Latinoamérica,
simultáneos la mayoría de las veces, y todos de corte vanguardista. La Vanguardia cuestionó
básicamente que se le atribuyera su origen a las escuelas europeas, considerándose que surgieron
de impulsos propios, de procesos culturales locales (como la crítica al Modernismo y su reflexión
frente a su realidad, especialmente política), los que luego se expandieron por Latinoamérica
hasta relacionarse con el campo internacional; otra crítica que recibió fue su marcada visión
continental, regional, lo que junto al deseo de distanciarse de los “ismos” europeos, los llevaría a
utilizar expresiones diferentes de aquellos, como “arte nuevo” o “nueva sensibilidad”; y,
finalmente, propusieron la superación ideológico-literaria de la deformación que producía el
análisis de sus obras según géneros, dentro de lo cual ahora podría ser entendido con más
claridad por ejemplo, el sentido de la obra dramática E’utreja (1927) del entonces vanguardista
Arturo Uslar Pietri (Ibid., pp. xvii-xxxv).
El período hasta donde se registra este movimiento de la Vanguardia culminará en 1929.
Es decir, su duración ha quedado circunscrita a dos importantes fechas históricas, desde la
Primera Guerra Mundial y hasta la crisis económica internacional de 1929, período éste que se
caracterizó por la expansión del sistema económico capitalista, por el desarrollo de las burguesías
urbanas, de sus capas medias, por la aparición de fuertes sectores de trabajadores organizados, y
por el prosperar político de movimientos de corte popular. En lo cultural, se constata como gran
acontecimiento el movimiento de la Reforma universitaria de Córdoba (Argentina), en 1918, que
luego se expandió a otros países durante los años veinte (en Venezuela, la Universidad Central de
Venezuela permanecía cerrada entre 1912 y1922). A su vez, 1929, marcó el fin de la hegemonía
estética del Modernismo, lo cual no significó el término de su producción literaria, que siguió
hasta casi mitad del siglo,
El iniciador de esta serie de manifiestos, de alto interés para el teatro venezolano, fue
Marinetti, con su Manifiesto Futurista, al que siguieron muchos otros, pero de los cuales tienen
interés para esta investigación los de los venezolanos Soublette sobre el futurismo, los de Arturo
Uslar Pietri sobre el futurismo y la vanguardia, y el de la Revista Válvula, sobre el
vanguardismo en Venezuela.
los actores del modernismo y el teatro.
El Cojo Ilustrado (1892-1915). Según Domingo Miliani (1985) esta fue la revista síntesis de tres
generaciones, heredera de una larga tradición de revistas literarias del siglo XIX. Mirla
Alcibíades (1989) reconoce que gracias a la acertada dirección de su propietario, José María
Herrera Irigoyen, pudo mantener una calidad y actualidad, sustentada en un lector exclusivo (por
el cobro de un precio relativamente alto por la revista), y en el pago de las rigurosamente
seleccionadas colaboraciones. Esto, aparentemente, fue el secreto de su larga duración, aunque
ello atentara contra un proyecto editorial de corte estrictamente cultural. En términos del
Modernismo se consideró a esta revista como el “enlace entre la cultura venezolana y la
universal” (Carrera, 2001, p.108). De esta revista y de Cosmópolis, surgiría la primera
generación de autores modernistas, entre los que se encuentran, entre otros, los siguientes
dramaturgos: Pedro Emilio Coll, Manuel Díaz Rodríguez y Pedro César Dominici.
La relevancia que puede tener esta revista para el teatro venezolano deviene de la
expresión “teatro modernista” que presentara Alba Lía Barrios (1997, p. 60) para denominar a
aquellas obras que fueron publicadas por esta revista y que se emparentarían con el Modernismo,
lo cual no sólo crearía un nuevo espacio para el teatro, sino que podría explicar en mejor forma
muchas de estas propuestas surgidas durante la primera década del siglo XX, aspecto que dada su
importancia, se considerará en detalle en una sección más adelante, dedicada especialmente al
tema.
De cualquier forma, esta revista publicó a muchos dramaturgos de su época, entre los
cuales pueden mencionarse entre 1908 y 1915, a los siguientes: Eduardo Innes (1908), Simón
Barceló y Pedro E. Coll (1909), Salustio González, Julio Planchart, Enrique Soublette y
Francisco Yanez (1910), Julio Rosales (1910 y 1912), Rafael Benavides (1911 y 1912), Luis
Churión (1912), Juan Santaella (1913) y Juan Duzán (1913 y 1915).
Cosmópolis (1894-95). Según la autorizada opinión de Pedro Grases (1944 y 2001), a
quien se seguirá en esta sección, el equipo de intelectuales que formaron esta revista recibieron el
incentivo de realizar algo compartido en torno a la cultura venezolana con mayor convencimiento
que en El Cojo Ilustrado, al punto que “podría decirse que Cosmópolis singulariza y precisa
una generación literaria” (p.12). Así, en 1894, un grupo de los más jóvenes literatos venezolanos,
también colaboradores de El Cojo, quisieron independizarse y fundar su propia revista. Esta fue
Cosmópolis, a la que subtitularon muy significativamente, “Revista Universal”, lo que en el
contexto cultural de ese entonces fue realmente como un grito literario revolucionario, lo cual en
algunos timoratos creó indignación y, en otros más indiferentes, provocó las acostumbradas
sonrisas que suelen darse a este tipo de propuestas. Para despecho de todos ellos, y a pesar de su
corta duración, la revista hizo historia en Venezuela y en el resto del continente, incluyendo su
manifiesta naturaleza dramática con que surge.
Sus Directores y Redactores iniciales fueron Pedro César Dominici, Pedro Emilio Coll y
Luis Manuel Urbaneja, los dos primeros también dramaturgos. En el No. 9 de la revista (Octubre
de 1894) se retira Coll. Reaparece la revista en Mayo de 1895 con el No.10, teniendo como único
Director a Coll, y como Redactores a Andrés A. Mata y Luis Manuel Urbaneja, figurando además
como Redactor-corresponsal (en Paris) Pedro César Dominici. Su último número fue el No.12,
fechado en junio de 1895.
En relación con sus objetivos, Coll los define explicando que “la Revista Cosmópolis, de
nombre stendhaliano... incluía entre sus primordiales objetivos, además del contacto con
literaturas extranjeras que creíamos necesario para nuestra educación estética y social, el intenso
deseo de revivir o despertar la observación inmediata y contemporánea de nuestro contorno
nacional” (Ibid., p.16). Entre sus colaboradores venezolanos, dramaturgos, figuraron Polita J. de
Lima, Rafael Bolívar Coronado, Nicanor Bolet Peraza, Manuel Díaz Rodríguez y Luis Churión; y
entre los extranjeros se publicaron artículos de dramaturgos como Emil Zolá, Víctor Hugo y
Emilia Pardo Bazán, además de los de Rubén Darío, Charles Baudelaire, León Tolstoy, Paul
Bourget, León Claudel e Hipólito Taine.
El primer artículo del primer número de la revista, titulado “charloteo”, escrito por el
equipo completo de sus directivos, tiene una forma dialogada, en el que participan sus redactores:
Coll, Dominici y Urbaneja, presentando sus ideas, las que remiten sin equívocos a sus principios,
a su contenido dramatúrgico y a observar el saber que sobre el teatro moderno tenían estos
autores:
Coll :Queridos cofrades, estamos solos, nadie nos oye y podemos hablar
con franqueza...
...
Dominici :Yo creo que debemos recordar el medio ambiente en que vivimos:
aquí está atrofiado el espíritu por la indiferencia, pueden contarse
las personas que leen un drama de Ibsen o una estrofa de Paul
Verlaine...
...
Urbaneja : ...Pero a gente nueva, horizontes amplios. A sangre joven escozores
en la piel. Lucha sin tregua. Amamos el arte; nos alimentamos en
los nuevos principios; vemos la expresión artística del momento.
Con Ibsen en el drama.
Con Goncourt, Zolá, Daudet en la novela.
Con Taine y Bourget la crítica verdad ...
...
Coll : ...En América toda un soplo de revolución sacude el abatido
espíritu, y la juventud se levanta llena de entusiasmo. Rubén Darío,
Gómez Carrillo, Julián de Casal y tantos otros dan vida a nuestra
habla castellana, y hacen correr calor y luz por las venas de nuestro
idioma que se moría de anemia y parecía condenado a sucumbir
como un viejo decrépito y gastado.
...
Urbaneja : ...Charlotea que charlotea. Nos hemos despepitado. El uno con sus
presagios fúnebres; el otro con su vehemencia socialista, con su
lirismo democrático; a fuerza de amar a Tolstoy le vibran los
nervios; desaparece el nombre de patria y queda humanidad: el
arte universal; la santa y última expresión de la confraternidad
artística. Pero diablos –admito el programa siempre que vibre en
él la nota criolla.
¡Regionalismo! ¡Regionalismo!... ¡Patria! Literatura nacional que
brote fecunda del vientre virgen de la patria; vaciada en el molde
de la estética moderna, pero con resplandores de sol, del sol del
trópico, con belleza ideal de flor de mayo, la mística blanca,
blanca, con perfume de lirios salvajes y de rosetones de montaña,
con revolotear de cóndor y cabrilleo de pupilas de hebra
americana.
Sí, a la lucha. A la lucha.
Enarbolando nuestro lábaro, el símbolo de nuestro sueño; azul
pálido, donde resaltan de relieve en encendidas letras rojas,
COSMÓPOLIS, emprenderemos la ruta de las meritorias
peregrinaciones; no nos detenga el dolor de las indiferencias, el
sarcasmo de los ídolos de arcilla.
El batallar fortalece las almas.
A trabajar. A trabajar.
Telón rápido.
(Cosmópolis. Caracas, 1º de Mayo de 1894; Ibid., pp. 21-25).
La Alborada (1909). Esta también fue una revista semanal de escasa vida aunque suficiente para
dejar un buen recuerdo en la literatura y de un gran valor para el teatro, que aún no ha sido
suficientemente estudiada ni reconocida. Inicialmente, cinco jóvenes contagiados por el fervor
literario dieron el paso para constituirse en voceros de una nueva actitud frente a la literatura
venezolana. Estos fueron Henrique Soublette (que la financiaba), Julio Planchart, Julio H.
Rosales, el único conocido entre ellos por haber ya escrito cuentos en El Cojo en 1906, Salustio
González Rincones y Rómulo Gallegos (Planchart, 1972, p. 422; Medina, J., 1963). Su lema fue
“sustituir la noche con la aurora”.
Su inicio coincidió con la caída del gobierno de Castro, lo cual para sus integrantes
“presagiaba una nueva era de libertad y democracia para el país” (Medina, J., 1963, p. x), razón
por la cual estos jóvenes lo celebraron casi como un hecho histórico. Mas, como lo reconoce uno
de los alborados, Julio Rosales, “el posterior afianzamiento de la trágica dictadura gomecista hizo
de aquella generación un grupo de hombres en perenne protesta intelectual” (Ibid.). Esta actitud
derivó con el tiempo, especialmente en Gallegos, hacia el esbozo de un fuerte y sostenido
planteamiento sobre la transformación social y política del país. Por esta razón, a este grupo se le
considera realmente como un movimiento de opinión no solamente de carácter intelectual o
literario, sino también político y humano muy significativo en la cultura venezolana.
En este sentido el alma de La Alborada estaba formada por el dicho repetido “el dolor de
patria”, visto a la luz del “estado de atraso de Venezuela, su pobreza y su ignorancia [que] nos
llenaba de congoja el corazón” (Planchart, 1972, p. 423), y eso era lo que querían expresar en la
revista. Su importancia radica en haber constituido un “núcleo de fecundos pronunciamientos
literarios” y en que estos cinco nombres cultivaron el drama con relativo éxito.
De esta forma, se podría decir que la concentración de la ideología de La Alborada se dio
en algunos cuentos y declaraciones sobre teatro de Soublette, en las primeras obras dramáticas de
Gallegos, ciertamente en el drama de Planchart La República de Caín, y también en los de
Salustio González o los de Rosales, todo lo cual constituirá un tema de la mayor significación,
que amerita una sección especial destinada a estudiar esta dramaturgia, que se presenta más
adelante.
La Proclama (1910). El 29 de junio de 1910 circuló el primer y único número de esta
revista. En su contenido figuraban artículos de Rómulo Gallegos, Julio Planchart y de Henrique
Soublette, este último escribió el editorial en donde ardía la llama de la “revolución de las ideas”,
porque La Proclama se presentaba como un semanario de combate, “venimos a lanzaros una
serie de proclamas de guerra”. Combatía el lirismo “de las dormidas lagunas, los cisnes
fantásticos, los claros de luna, las visiones funestas, las vírgenes pálidas y las formas gráciles”,
impulsando el “aliento futurista” (en el mismo año en que Marinetti publicaba su Manifiesto
Futurista). El texto de este editorial trae muy significativas claves para entender las obras de estos
dramaturgos,
No, yo quiero cantar los esfuerzos humanos
Coronados de éxito, fúlgidos de heroísmo:
¡Las conquistas que dotan al hierro de pies y manos!
Las máquinas rápidas y trituradoras
Y los automóviles fugaces y ufanos,
Los acorazados, las locomotoras
¡Y el milagro supremo: los vuelos de los aeroplanos!
(La Proclama, 1998, p.442)
El número está lleno de exclamaciones programáticas, todas en función de producir ideas. Su
diagnóstico del ambiente cultural venezolano se dirige en este mismo sentido, “aquí, bajo cierto
punto de vista, no hay malos, ni débiles, ni viciosos; aquí lo que hay es incultos, ignorantes. Y
por eso, lo único que puede hacerse, lo único que debe hacerse, lo único que es honrado é
inteligente hacer, es ilustrar, divulgar ideas” (Ibid., p. 434).
Igualmente, en este número se incluyen un texto que informa acerca de la próxima
publicación de un volumen sobre teatro venezolano que incluiría un informe sobre el teatro
nacional y cuatro obras de los alborados: El motor, de Gallegos; Los héroes modernos, de
Rosales; La selva, de Soublette; y El puente triunfal de González Rincones. De estas ideas
modernas surge su importancia para la cultura y el teatro venezolano.
Fantoches (1920-32 y 1936-48). Leoncio Martínez –Leo-, fundó en Abril de 1920 este
semanario de carácter humorístico, inolvidable para muchos. Su concurso de cuentos que
mantuvo develó los nombres de muchos autores importantes hasta la década del cuarenta. Su fina
ironía se deslizó por el camino de los “patrones de un regionalismo de contenido social” (Miliani,
1985, p.105), y en esta senda se empecinó en ridiculizar a los narradores vanguardistas.
De acuerdo con la opinión de Miliani, la vanguardia en la narrativa venezolana arrancaría
alrededor de 1925, y en 1928, al estallar la oleada de protestas estudiantiles que plantearon una
inconformidad general, pusieron una marca a los literatos en torno a su ideología. Muchos de
ellos se agruparon en Fantoches, los cuales persistieron en una orientación realista social. Este
grupo lo encabezó el propio Leo, caricaturista y dramaturgo, seguido de otros importantes
nombres para la dramaturgia de los años treinta y cuarenta, como son Juan Pablo Sojo, cuya
narrativa y dramas están impregnadas del “enigma espiritual negro”, quien se dio a conocer en
1929, y que en 1943 ganó uno de los concursos de la revista con su cuento “Hereque”; Otro de
estos nombres importantes para la dramaturgia lo constituyó uno de los más próximos y leales
discípulos de Leo, quien fue Luis Peraza –Pepe Pito-, que produjo y renovó el teatro
costumbrista, iniciándose con cuentos. También es posible mencionar a Víctor Manuel Rivas,
quien encontraría en Leo a un afectuoso impulsor de sus dramas.
Un segundo grupo de dramaturgos, que también surgió de Fantoches tuvo una
orientación diferente al anterior, que al decir de la crítica literaria siguen la tendencia del
“realismo mágico”, surgida después de 1935, incorpora a la dramaturga Mercedes Carvajal de
Arocha, seudónimo de Lucila Palacios, quien se inicia en 1934 y dejará una valiosa huella en el
teatro (Ibid.).
Todos estos dramaturgos relacionados a las dos épocas de la revista tuvieron en ella su
base fundacional, su lugar de inicio y despegue en sus respectivas filiaciones dramáticas, las
cuales serán analizadas más adelante en función de su contribución al teatro venezolano
contemporáneo (Ibid.).
Esta revista divulgó, además, a muchos otros autores dramáticos, encontrándose entre
ellos a Gustavo Parodi, Félix Pacheco y Leopoldo Ayala Michelena en 1924 y 1933, Pablo
Domínguez en 1924 y 1925, G. Bracho en 1927, Rafael Briceño en 1929 y 1930, Arturo Uslar
Pietri en 1928, Leoncio Martínez en 1928 y 1931, Rafael Calderón en 1932, Víctor Manuel Rivas
y Luis Peraza en 1933.
Revista Élite (1925- 1946). Esta revista fue una de las más receptivas a las nuevas
corrientes estéticas, especialmente a partir de 1930 en que reproducirán interesantes polémicas
entre los vanguardistas.
En sus páginas presentaron a muchos dramaturgos, entre los que se pueden mencionar a
Valentín de Pedro en 1930, David León y Lucila Palacios en 1933, Eduardo Innes en 1935 y
1940, Carlos Fernández en 1937, Walter Dupouy en 1938, Edgard Anzola, Luis Barrios, Pablo
Domínguez, Angel Fuenmayor, Rafael Guinand, Leoncio Martínez, Rafael Otazo, Félix Pacheco,
Gustavo Parodi, Luis Peraza, Víctor Manuel Rivas y Alfredo Terrero en 1940, Leopoldo Ayala
Michelena en 1940 y 1941, y Eduardo Calcaño en 1946. A su vez, en su casa editora se
publicaron las obras de otros dramaturgos relevantes como Julio Planchart en 1936, Andrés Eloy
Blanco en 1937, Julián Padrón en 1938 y 1939, Luis Peraza en 1940, Eduardo Innes en 1941,
Eduardo Calcaño en 1942, Lucila Palacios en 1942 y 1943, Aquiles Certad en 1943 y Guillermo
Meneses en 1944.
la circulación modernista en la dramaturgia venezolana
La discusión que se ha suscitado en torno a la expresión “teatro modernista”, que incluyera
Barrios (1997) en su estudio sobre un teatro que podría haber existido durante las primeras dos
décadas del siglo XX, ha servido para poner en evidencia la afinidad de algunas obras dramáticas
poco conocidas con la estética Modernista ya comentada en secciones anteriores.
La idea surge fundamentalmente al observar las obras publicadas en la revista El Cojo
ilustrado, las cuales aún siendo presentadas por sus autores como obras de teatro, algunas como
fragmentos, y otras en general breves, parecerían “poco teatrales” para la crítica, efecto atribuido
a las influencias de esta corriente. Por otra parte, al estudiar diecisiete de estas piezas se constató
que sólo tres habían sido llevadas a escena, una de las cuales lo fue en un colegio (Carrera, 2000),
aspecto que confirma lo anterior, a la vez que no debe extrañar por cuanto ya se había detectado
este fenómeno en el capítulo segundo de esta investigación.
La mirada inicial se dirigió hacia esta revista por consideraciones literarias. El Cojo
Ilustrado, conviene recordar, ha sido considerada la revista más importante en la divulgación y
desarrollo del Modernismo venezolano, incluso de Hispanoamérica, durante este período.
Cosmópolis fue la otra revista de este tipo que se editó en Venezuela, un poco después que la
anterior, con selectos colaboradores, pero sólo alcanzó a dos números editados. De estas dos
revistas saldrían los escritores que se conocen como la primera Generación modernista
venezolana, incluyendo sus propuestas de nuevas formas y contenidos. Por esta razón se piensa
que el movimiento Modernista tuvo su mayor vínculo y expresión en la primera de estas revistas,
aunque su vigencia sólo fue hasta 1915.
También debe considerarse que en la crítica revisada sobre este aspecto novedoso para el
teatro e, inclusive para la literatura, se identifican estos cruces intertextuales como influencias,
con lo cual se trata de explicar e inferir relaciones con autores de otras tendencias o latitudes.
Ante esto, cabe siempre preguntarse hasta dónde fue así, vale decir, si realmente esto se trata de
una influencia. Tomando ideas de Roland Barthes sobre la literatura, y que también podrían
aplicarse al drama, se podría decir que estos son géneros que transmiten, transitan, transforman o
dialogan con otros lenguajes constantemente, por lo cual su sentido de circulación parece más
apropiado como característica básica y relevante para denominarlo que el de influencia, y esto
explica el título de esta sección.
Esta circulación estética modernista en el teatro se asume de distintas formas, bien sea
adoptando posiciones estilísticas de lenguaje preferentemente, que puede ser lo usual en la
literatura o avanzar en la búsqueda de nuevas convenciones dramáticas para las obras. Para
algunos existiría la aguda presunción de que la estética modernista alcanzó al teatro,
particularmente a su dramaturgia (Salas, 2002), aunque tal relación no podría verse sólo a nivel
estilístico, sino como un proceso cultural en que un estilo se desarrolla en función de factores
literarios y extraliterarios, como lo ha asumido esta investigación.
Esta sería la forma por la cual se abre este espacio de discusión para ubicar mejor esta
circulación estética hacia el teatro, ya que se piensa que no existe la categoría de teatro
modernista. La existencia de elementos modernistas en el teatro hispanoamericano no es
desconocida, y se podrían mencionar algunas obras con estas vinculaciones como las de Valle-
Inclán, escritas durante la primera década del siglo XX e, incluso, en Federico García Lorca, con
sus obras El maleficio de la mariposa (1920) y Mariana Pineda (1927), sin contar las de
Gabriel D’Annuncio, Julio Dantes o Jacinto Benavente, y en Latinoamérica, algunas obras de
Amado Nervo y un juguete cómico del mismo Rubén Darío (Ibid., p. 6).
También existe la percepción de que el drama venezolano durante las primeras dos
décadas del siglo XX no fue tan ajeno al Modernismo como la crítica pareciera insinuarlo, y para
constatarlo sólo bastaría con examinar los autores que han intervenido (Solórzano, 1961,
Rodríguez, 1988). Dos referencias al respecto servirían para ilustrar esto, como son la mención
de elementos modernistas en la obra La hora de Ámbar del poco conocido autor Ramón
Hurtado, publicada en 1951, en la cual Fernando Paz Castillo comenta las influencias de Jacinto
Benavente y de Valle-Inclán, calificándola de “cuento dialogado”. El otro antecedente proviene
de la crítica de Maurice Belrose (1999) sobre el modernismo venezolano en el cual señala la
existencia de un nuevo género denominado “cuento dramático”, que no es más que una pieza
teatral breve, en un solo acto con ciertas características especiales que lo vinculan también a la
literatura y al mencionado Benavente, y dentro del cual se reconocerían obras de Henrique
Soublette, Julio Rosales y Salustio González, todos miembros del grupo La Alborada, de gran
repercusión en el quehacer literario y teatral de la cultura venezolana.
Por estas razones, concentrar la búsqueda sólo en la revista El Cojo Ilustrado también
tiene sus limitaciones. La primera, vendría derivada de su fecha de cierre, lo cual daría pie para
suponer que más obras dramáticas, adicionales y posteriores a esta fecha bien pudieran estar
vinculadas a esta estética, las que todavía no han sido revisadas en detalle; la segunda, referida a
lo que este último período significó para la revista, en el cual según Mirla Alcibíades (1995), su
énfasis universalista había decaído y prosperaba más bien un proyecto criollista, emprendido
desde el seno mismo del Modernismo que tendría un cierto énfasis teatral, lo que se vería hasta
cierto punto corroborado por el hecho que en 1910 la revista aumenta el número de obras
dramáticas publicadas de cinco autores (europeos) a quince piezas, ahora tanto de autores
europeos como venezolanos; y la tercera, que la revista publicó obras de autores venezolanos, sin
distinguir si tenían o no, influencias modernistas, lo cual abre otra vía de discusión, como ya se
verá.
Estos hechos, a los cuales habría que sumar a una cierta animación que comenzaba a
sentirse en la actividad teatral, harían pensar que en este contexto escritores venezolano
exploraron “nuevos espacios de escritura y al parecer fue en el teatro, específicamente su
dramaturgia, donde algunos escritores colocaron la atención“, los cuales se abrirían precisamente,
en principio, a partir de las fechas en que aparecen las primeras claves al respecto ya
mencionadas, vale decir, la designación de un posible género teatral denominado “cuento
dialogado” (como también “diálogos’) o “cuento dramático”, entre 1909 y los años veinte (Salas,
2002, p. 11 y 14).
Tal como se expresó anteriormente, se ha creado una confusión con respecto a las obras
en donde se aprecia circulación modernista con las obras publicadas en la revista El Cojo
Ilustrado. En este sentido se han identificado diecisiete piezas que publicadas por la revista
serían de corte modernista, quedando otras piezas con la “incógnita” sin resolver, las cuales
incluyen a nuevos autores. Esto, más los que habrían publicado fuera de esta revista o puesto en
escena separadamente, daría un significativo margen para futuras investigaciones que lo aclaren.
En consecuencia, una revisión inicial, preliminar, sobre el Modernismo en el teatro, da
como resultados una significativa muestra de veintinueve obras y dieciséis autores que utilizaron
esta estética durante las dos primeras décadas del siglo XX, hasta donde las investigaciones han
alcanzado, lo que muestra un vasto panorama de diversidad de propuestas que existieron en
aquellos años, dentro de un excepcional proceso histórico y cultural nacional, homólogo del
externo, que se dio en Venezuela. Con esto, además, se ha ampliado más aún la lista de
dramaturgo durante las primeras dos décadas del siglo XX.
Desde otro punto de vista, se podría decir, igualmente, que la mayor parte de ellos se
inician con obras de este tipo, con lo cual se conformaría realmente un nuevo subsistema de
circulación modernista. Los autores que se inician como dramaturgos fueron Pedro Emilio Coll
(en 1900), Henrique Soublette (en 1905), Eduardo Innes (en 1908), Julio Rosales (en 1909),
Salustio González (en 1909), Julio Planchart (en 1910), Francisco Yánez (en 1912), Luis Churión
(en 1912), Angel Fuenmayor (en 1912) y Leopoldo Ayala Michelena (en 1915).
Además, cabría reconocer en esta lista a los dramaturgos que, iniciándose también en este
subsistema, han sido desconocidos para la crítica, y que ahora se evidencia su relevancia
albergados en esta estética, dentro de la cual iniciaron, desarrollaron y culminaron su breve ciclo
dramático, como fueron los casos de Juan Duzán (entre 1912-1915), Mario R. Torres (sólo 1911)
y Juan Santaella (entre 1913-1914). Es oportuno también mencionar a aquellos dramaturgos que
culminan su ciclo creativo con obras de este tipo, como fueron Pedro Emilo Coll (1900-1909),
Simón Barceló (1904-1910), Rafael Benavides (1909-1912) y Henrique Soublette (1910-1922),
cuyos detalles pueden observarse en el Cuadro No. 4.1.
CUADRO N º 4.1
DRAMATURGOS CON CIRCULACIÓN MODERNISTA
AUTOR
OBRA (AÑO)
GÉNERO
OBSERVACIONES
Coll, P. E. El colibrí (1901)
Humúnculus (1909)
Cuento dialogado
Tragicomedia
Ética libertaria, texto poético, perspectiva
anarquista. No es clara su clasificación (1).
Representante reconocido, recreación de
Fausto, palabras melodiosas (2)
Barceló, S. Cuento de navidad
(1909)
Comedia Puesto en escena. Exotismo, espacio ajeno,
habla castiza. No es clara su clasificación
(2).
Churión, L La discordia de los
colores (1912)
Apólogo, poema Puesta en escena. Sensibilidad refinada,
abundantes metáforas (2).
Innes, E. Preludio de tragedia
(1908)
Diálogo en prosa,
preludio- tragedia
Frivolidad femenina, frases preciosistas,
evasiva. No es clara su clasificación (2).
Soublette. H. La vocación (1910)
La blanca (1922)
Verde y azul (1910)
Drama en 1 acto
C. dramático
(3)
(3)
(3) No es clara su clasificación .
Planchart, J El rosal de Fidelia
(1910)
Cuento dialogado Carácter étnico, utiliza colores. No es clara
su clasificación (2).
González, S. Mientras descansa
(1910)
Drama alegórico No es clara su clasificación (2)
Yanes, F. Lo de siempre (1911) No descrito Lenguaje modernista, ambiente parisino,
sensibilidad especial (2).
Torres, R. Le elegida (1911) No descrito (3)
Benavides, R. Diálogos de ultratumba
(1911)
El retorno de la
primavera (1912)
No descrito
Motivo de
comedia
No es clara su clasificación (3).
Pieza puesta en escena. No es clara su
clasificación (3).
Duzán, J. Fantasía nocturna (1912)
Huellas de amor (1913)
Bajo el cielo de la tarde
(1915)
No descrito
No descrito
No descrito
(3)
(3)
(3)
Ayala M., L Eco (1915)
La barba no más (1922)
Drama ¿?
¿???
(1)
(1)
Rosales, J. La senda inhallable
(1912)
Escena final (1910)
No descrito
No descrito
Fragmento, (3)
No es clara su clasificación (3)
Fuenmayor, Á El monólogo de Pierrot
(1912)
Amor de siempre (1914)
Llegará un día (1918)
Gesta magna (1912)
Monólogo
Monólogo
Com .dramática
Drama
(3)
(3)
(3)
(3)
Santaella, J. Prosas breves (1913) No descrito Escena final, (3)
Hurtado, R. La hora de Ámbar
(1951)
No descrito (3)
Notas: (1) Aporte de esta investigación; (2) Ver: Carrera (2000); (3) Ver: Salas (2002), obras propuestas
sin especificar.
No obstante este examen, se debe observar también que, a pesar del interés de una elite de
intelectuales por cambiar las cosas, por producir una renovación estética, ideológica e, incluso,
de las arcaicas estructuras sociales y culturales (caso de P. E. Coll y de los dramaturgos del grupo
La Alborada, por ejemplo), sus propuestas dramática no parecen haber ido más allá de una
interesante ficción, en cuyos niveles profundos de enunciación, en donde se encontrarían las
unidades claves semánticas e ideológicas de sus contenidos, no parecen observarse
planteamientos culturales transformadores ni propuestas que muestren una novedosa cosmovisión
que entonces ya era tradicional. De ahí que sus ideas y planes dramáticos presenten asincronías
con sus propias obras y con el contexto político y cultural que les correspondió vivir. Al final,
como expresa Nelson Osorio (1982) en relación con el otoño de esta manifestación, el proyecto
estético-ideológico del Modernismo al irse diluyendo, evidencia su raigambre romántica, pues
“romántica es la raíz de su altiva propuesta del arte como una ilusión compensadora de la
realidad” (p.xiv). Los autores incluidos en esta clasificación, con su época de producción
respectiva, se presentan en el Cuadro No. 4.2.
los actores de la vanguardia en el teatro.
El Futurismo (1909). Tal como se ha dicho anteriormente, se considera de interés en las
vanguardias estudiar el primer paso que se dio para superar el modernismo, y entrar a la
denominada contemporaneidad, cual fue el movimiento Futurista, de amplias repercusiones en la
literatura y en el teatro.
El Manifiesto del Futurismo surgió en 1909, en Paris, escrito por Filippo T. Marinetti.
Sus once propuestas se convirtieron en ardiente discusión y escándalo, tanto en Europa como en
Latinoamérica. En sus párrafos iniciales dice Marinetti, “¡Estamos por asistir al nacimiento del
Centauro y pronto veremos volar los primeros ángeles!”, y más adelante propone la nueva
belleza, “la belleza de la velocidad” (Osorio, 1982, pp. 13-14). El manifiesto exalta la técnica, la
mecanización y la violencia, “queremos exaltar el movimiento agresivo... la bofetada y el puño”,
y esto es lo que llevó a definirlo como un movimiento con un enfoque republicano, anarquista y
socializante y, por su puesto, antiburgués. En este sentido, explica Osorio, “adelantándose al
Dadá, el futurismo inventó las veladas provocadoras, las manifestaciones escandalosas, la burla
al gusto del público” (Ibid.), y esto contribuyó a una renovación temática de las letras. Luego de
este primer grito se produjeron otros similares para la pintura (1910), música (1911) y teatro
CUADRO 4.2
EL SUBSISTEMA CON CIRCULACIÓN MODERNISTA
AÑOS 1 9 0 0 1 1 2 2 3 3 4 4 5
NOMBRES 5 0 5 0 5 0 5 0 5 0
Coll, P.E. 1900-09 1 1
Barceló, S. 1904-07 1
Innes, E. 1908-43 1 x
Benavides, R. 1909-12 11
González, S. 1909-14 1
Rosales, J. 1910-25 1 1
Planchart, J. 1910-14 1
Soublette, H. 1905-12 2 1
Yanez, F 1911-19 1
Torres R. M. 1911 1
Churión, L. 1912-27 1
Duzán, J. 1912-15 11 1
Fuenmayor, A. 1912-43 2 1 1
Santaella, J. 1913 1
Ayala M., L. 1915-47 1 1
Hurtado, R. 1919-24 1
(1)Nº de obras modernistas reconocidas
No.
(1913 y 1915), con lo cual logró gran influencia en los intelectuales. A partir de 1915, su
participación en política lo llevó a adherir al fascismo italiano de Mussolini.
Su conocimiento en Venezuela ocurrirá a través de una nota sin firma aparecida en El
Cojo Ilustrado, en 1909, sobre “El Futurismo de Marinetti”, en donde se reacciona ante esta
rebeldía con una leve sonrisa, calificándolo de obsoleto y reaccionario (Ibid., p. 20), y al igual
que en otros países su recepción fue crítica y cautelosa. Sin embargo, Henrique Soublette en 1910
tomó una distancia crítica frente a Marinetti; se sabe, igualmente, que se discutió en el Círculo de
Bellas Artes, que en 1914 Fernando Paz Castillo leyó poemas de Marinetti, traducidos del
italiano por él mismo, y se da cuenta “de una fugaz referencia en un relato de Rómulo Gallegos,
en 1911 (al parecer incorporado al Capítulo VII, Primera Jornada de la novela Reinaldo Solar) e,
incluso, Job Pim le dedicó versos distanciándose del mismo. También se podrá agregar que este
culto a temas tan estimados por esta proclama como la fábrica humeante, el aeroplano que viola
el aire o el maquinismo, de alguna forma parecen ser evidentes en su obra dramática El motor
(1910), en algunas expresiones de Mariano Picón Salas en sus escritos entre 1917-19, y en las de
Arturo Uslar Pietri apoyándolo decididamente en 1927 (Ibid.), todo lo cual indica que Marinetti
no fue un desconocido en Venezuela.
Convencido Marinetti y sus seguidores de la importancia de sus ideas en la escena
italiana, proclamaron en 1915 un Manifiesto especial dedicado al teatro futurista en el que se
elogia la eliminación de las viejas técnicas, favoreciendo las obras con cuadros breves, sintéticos,
alógicos, simultáneos, como en el cine. Desde otro punto de vista, era el evidente rechazo público
al realismo y la afirmación de que lo importante para ellos era la fantasía, la imaginación y los
conceptos relacionados con la máquina. En esto, no hacía sino seguir las ideas de Alfred Jarry,
las que luego se ampliaron en el tiempo con los movimientos del dadaísmo, surrealismo,
expresionismo, incluyendo incluso las ideas de Antonin Artaud (1938), discípulo de Jarry. Estas
líneas estéticas trascendieron su época, proyectándose hasta la contemporaneidad, llegando a
Latinoamérica a fines de la II Guerra Mundial.
En 1927 se notará el efecto de las actuaciones de Arturo Uslar Pietri a favor de la
Vanguardia. Uno de sus primeros artículos en relación con esto lo constituyó el que apareció en
ese mismo año a favor del Futurismo. Luego, el mismo año, en otro artículo sobre la proyección
cultural de la Vanguardia, expresó “lo que la vanguardia quiere es que las cosas se digan como se
sienten o como se crea se deban decirse sin necesidad de someterlas a moldes muertos”, que
constituye parte de su ruta literaria y dramática experimental (Uslar Pietri, 1927).
Revista Válvula (1928). El mayor peso de la vanguardia en Venezuela surge en 1928,
cuando “pertrechados de un bagaje anárquico en lecturas”, como bien lo expresa Miliani (1985,
p.112), se conforma un grupo integrado por Uslar Pietri, Carlos Eduardo Frías, Miguel Otero
Silva y otros escritores y fundan la Revista Válvula. En su número inaugural, el único que
circuló, se presenta su editorial-manifiesto, supuestamente escrito por Uslar Pietri, denominado
“Somos”, en el cual rechazan cualquier pretensión preceptiva, y establecen que su principio sobre
el arte nuevo:
Somos un puñado de hombres jóvenes con fe, con esperanza y sin caridad. Nos
juzgamos llamados al cumplimiento de un tremendo deber, insinuado e impuesto
por nosotros mismos, el de renovar y crear. ... No nos hallamos clasificados en
escuelas, ni rótulos literarios, ni permitiremos que se nos haga tal, somos de
nuestro tiempo y el ritmo del corazón del mundo nos dará la pauta.
Por otra parte, venimos a reivindicar el verdadero concepto del arte nuevo, ya
bastante maltratado de fariseos y desfigurado de caricaturas sin talento,...
Su último propósito es sugerir, decirlo todo con el menor número de elementos
posibles (de allí la necesidad de la metáfora y de la imagen duple y múltiple)...
Uslar Pietri había comenzado a publicar sus primeros cuentos en revistas y periódicos desde 1926
y sus primeras obras de teatro E’utreja (1927) y La llave (1928), al mismo tiempo que aparecía
su primer libro, Barrabás y otros relatos (1928), todas imbuidas de este espíritu vanguardista,
como se verá al estudiar sus dramas.
Por su parte, Miguel Otero Silva, siguió esta misma ruta, como poeta, para en 1939
publicar su primera novela, Fiebre, a lo cual seguirá su experiencia humorística en la revista El
morrocoy azul, de la cual quedarán algunas piezas de teatro, junto a una experiencia similar con
su gran amigo Andrés Eloy Blanco, con quien escribiría un exitoso sainete en 1942, ya
mencionado. Dentro de los más jóvenes del grupo figuraba también otro escritor que deja su
huella en el teatro, éste fue Guillermo Meneses, quien a través de la Revista Elite dio a conocer
sus primeros cuentos en 1930, y luego, su importante contribución de obras dramáticas para la
escena nacional.
Seremos (1926). Grupo vanguardista que surge en Maracaibo con similares orientaciones
y al mismo tiempo que los de Caracas, aunque con una mayor sensibilidad social, debido a su
cercanía a los centro de producción petrolera. Entre sus miembros destaca Ramón Díaz Sánchez,
que además de novelista fue un relevante dramaturgo, apareciendo sus escritos a partir de 1926.
Todos estos escritores, adscritos a estas dos revistas más tarde fueron etiquetados en la
vida cultural venezolana como la “generación del 28”.
la dramaturgia de La alborada y La proclama
Durante los primeros tres meses del año 1909 se editó en Caracas la revista La Alborada, que en
sólo ocho números formó lo que se ha denominado una “conciencia” de generación de gran
importancia en la literatura y el teatro venezolano. Unidos por su preocupación por la situación
sociopolítica del país, el “dolor de la patria”, sus integrantes tenían en esa fecha más o menos la
misma edad: Rómulo Gallegos, 25 años; Julio Planchart, y Julio Rosales, 24 años; Salustio
González, el último en incorporarse, y Henrique Soublette, 23 años. Este último, falleció
prematuramente en Caracas en 1912, por lo que no tuvo la oportunidad del futuro para dejar
mayores testimonios y reflexiones sobre esta revista.
Son numerosos los estudios que se han dedicado a desentrañar y a analizar el alcance de
esta obra en el campo literario, pero muy pocos los que ha ahondado en los aspectos de su
dramaturgia, como se propone esta investigación. Testigos de excepción del fin del régimen de
Cipriano Castro, en diciembre de 1890, se sintieron llamados a intervenir en el destino de
Venezuela para instaurar la libertad y la democracia. Esta alegría inicial poco duró. El gobierno
que siguió afianzó la trágica dictadura gomecista e hizo que su voz fuera una oportuna y
constante protesta intelectual.
El grupo comenzó por ser una simple reunión de estudiantes de la Universidad, en donde
ensayan sus primeras experiencias como escritores, “repitiendo los esquemas de todas las
generaciones literarias de nuestro país: rebeldía, franqueza a veces rudas, sinceridad en los
postulados, revisión de valores, ansia de afirmarse en el escenario de la creación literaria,
búsqueda de nuevos horizontes, coraje en la pasión y decisión en el sacrificio que el cultivo de
las letras impone” (Medina, 1963).
En este sentido, como ha señalado Rosales, los “alborados” caminaron siempre juntos,
solidariamente unidos, con la esperanza en un mañana independiente. Bastaría leer el editorial de
su primer número, titulado “Nuestra intención”, para conocer sus ideas, en donde sugiere frases
como “salimos de la oscuridad”, “la presión de aquella negra atmósfera”, “nuestro oscuro
pasado”, “nuestro silencio nos da derecho a levantar la voz”, “al ver apuntar en su horizonte la
alborada de la esperanza”, “en la hora del despertar”. En su número tercero, se incluye su lema
“sustituir la noche por la aurora”.
Hasta ese entonces el canon literario lo aportaba la revista El cojo ilustrado, en contra del
cual apuntan en primer término los alborados, aunque en definitiva todos terminaron colaborando
con esta revista. Resaltan en sus ocho números aparecidos de la revista, sus símbolos
(comenzando por el título y por su lema) y el contenido de sus artículos dedicados a los
ciudadanos con un hálito esperanzador, para que la aurora de 1909 no fuera defraudada. Así lo
han interpretado, igualmente, la mayor parte de sus estudiosos.
En sus ocho entregas (128 páginas) se publicaron pocas referencias al teatro, pero estas
son lo suficiente como para dar un marco de su pensamiento que pronto se complementaría con
obras dramáticas de todos ellos. En lo concreto, se publicó la obra Homúnculos de Pedro E.
Coll, el cuarto acto de la obra Brand de H. Ibsen, relatos de Santiago Rusiñol, y cuatro notas
sobre el teatro nacional, una en la que se califica a éste como “página de desastres … hay que
hacerlo desde el principio, porque no hay nada, nada, nada, hecho en esta materia (28-02-1909, s.
p.), y otra en la cual se critica la obra Cuento de navidad (1909) de Simón Barceló, expresando
que “nuestro público no es difícil de contentar, tiene un gusto artístico grosero. Le basta a un
autor, para el éxito, adular el sentimiento al espectador. Pasiones primitivas y violentas, ideas de
honor, de valor, de dolor, en su más alto grado de romanticismo…” (21-03-1909, s. p.).
En 1910, Soublette anunciaba la reaparición de La alborada, comunicando nuevas ideas
y destacando los grandes problemas del país, “incultura e ignorancia fuentes de todos los demás.
Pauperismo – Abandono. Lujuria, Juego, Alcoholismo. Tuberculosis, Sífilis, Mortandad infantil.
Y los remedios infalibles son: Cultura, Instrucción, bases del régimen salvador. Entusiasmo,
Iniciativa. Economía. Moralidad, Temperancia. Higiene” (pp. 184-185). No existen más noticias
sobre esta nueva aparición, excepto este anuncio.
La Alborada fue, sin duda, un proyecto audaz e idealista de un grupo de jóvenes que
pretendieron constituirse en un relevo generacional, en el espacio literario moderno, y desde
ahora muy especialmente en el teatral. En su quehacer artístico queda la huella de un positivismo
imperante que adhería al realismo y al naturalismo, que por lo demás brillaría hasta fines la
primera mitad de la década del diez, todo lo cual despertó el interés por las grandes corrientes del
pensamiento universal. Es en este período, precisamente, que surge el interés del grupo por el
teatro, como bien lo expresa Jesús Sanoja (1998) al comentar este aspecto,
Por las referencias se desprende una evidencia: este período, finalizado más o
menos con la I Guerra Mundial, estuvo contaminado o purificado por una pasión
teatral tan real y dinámica que superó a la que por la poesía alimentaba Salustio
y por la narrativa Gallegos. Ni que decir Soublette, que en eso andaba
fundamentalmente, pero cuya muerte se acercaba a pasos agigantados (p.10).
El fin de La Alborada fue preparado por orden del propio dictador Gómez, quien no estaba
dispuesto a tolerar este tipo de publicaciones, como lo relata el alborado Julio Planchart (1944),
El gobierno de Gómez no veía ya con buenos ojos la libertad de prensa y
necesitaba un diario continuador de la labor de “El Constitucional” de
Gumersindo Rivas, del tiempo de Castro; ya estaban hechos los arreglos para
fundarlo y en breve apareciera. Entonces el Gobernador citó a los periodistas, los
reunió y los increpó y les dijo cuáles eran las normas a que debían sujetarse en
sus publicaciones y hasta uno de ellos, Leoncio Martínez, fue enviado a la
cárcel. A la reunión provocada por el Gobernador asistimos Henrique Soublette
y el que esto escribe, y al salir de la reunión ambos nos dijimos: “La Alborada ha
muerto” (p. 23, nota 17).
Heredera directa de La Alborada fue La Proclama, la otra importante revista que siguió pasos
similares de sus mismos directores, con fuerte énfasis teatral. El 29 de junio de 1910 circuló el
primer y único número de esta revista, con artículos de los mismos alborados, todos de contenido
cívico, como ya era una constante, y a la vez de corte modernista y antimodernista, con un
combativo editorial de Soublette en el cual pugna por alcanzar “la revolución de las ideas”. Este
semanario no ha recibido atención alguna de la crítica y mucho menos de parte del teatro
nacional, aunque su relevancia más significativa se encuentra en este propio hecho.
La Proclama reivindicaba su carácter de semanario de combate. En este editorial el autor
dispara contra el lirismo de “las dormidas lagunas, los cisnes dormidos, los claros de luna, las
visiones funestas, las vírgenes pálidas y las forma gráciles”. En el mismo año en que surgía el
Manifiesto Futurista de Marinetti, Soublette publicaba un poema, titulado La nueva poesía, con
aliento futurista que rebatía aquel lirismo expresando,
No; yo quiero cantar los esfuerzos humanos
Coronados de éxito, fulgidos de heroísmo:
Las conquistas que dotan al hierro de pies y manos!
Las máquinas rápidas y trituradoras
Y los automóviles fugaces y ufanos,
Los acorzados, las locomotoras
Y el milagro supremo: ¡los vuelos de los aeroplanos! (Sanoja, 1998, p. 442).
El semanario fue en realidad una verdadera proclama dirigida a los venezolanos, como lo
expresaba su primer párrafo del editorial, “venimos a lanzaros una serie de proclamas de guerra”.
La guerra que preconizaban era la denominada “guerra de las ideas”, explicada como la necesidad
de “modificar, renovar las ideas, o mejor dicho: es necesario desarraigar y tirar lejos los tercos
prejuicios, los positivismos interesados, y sembrar en su lugar ideas sanas, ideas serias, ideas
fuertes. Las ideas, oídlo bien, son las únicas, las únicas semillas que pueden desarrollarse y
florecer y dar frutos para el mañana” (Sanoja, 1998, p. 433).
Siguiendo esta misma línea de pensamiento, Gallegos comentaba en su artículo “La
herencia de Alonso Quijano” cuál debería ser la función de los poetas nacionales, siguiendo el
ejemplo de aquel Caballero andante que se echó al mundo agitando banderas y voceando
proclamas, “no son poetas solamente los que escribe en verso, sino los que viven en verso, y en
verso viven todos los que combaten por generosos ideales” (Ibid., p.437).
Igualmente, el semanario hace un reconociendo de su antecesora revista, “el espectro de
La alborada, que también siguió el ejemplo anterior cabalgando su Rocinante por el mundo, pero
que “confiado en que los caballeros andantes son bien recibidos y alimentados donde quiera que
llegan, salió con muy poco dinero en sus alforjas… y se murió de hambre” (Ibid., p. 445).
El aspecto más significativo de este número único del semanario fue que otorgó una
sección especial a las actividades teatrales que realizaban sus integrantes, las que se presentaron
como en forma destacada bajo el título de “Para la biblioteca de la gran confederación
cervantina”, y en la cual detallan su proyecto teatral en progreso,
Próximo para entrar en prensa está el volumen intitulado
TEATRO VENEZOLANO, que contendrá:
El informe sobre el Teatro Nacional Venezolano.
EL MOTOR: drama en tres actos de Rómulo Gallegos.
EL PUENTE TRIUNFAL: drama en tres actos de Salustio González, y
LA SELVA: drama en cuatro actos de Henrique Soublette (Ibid., p. 440).
En las siguientes páginas de esta investigación se revisará la dimensión teatral de este grupo
significativo de dramaturgos que desde muy temprano iniciaron cambios abriendo las
posibilidades a nuevas tendencias del teatro venezolano.
Salustio González Rincones (seudónimo Otal Susi, 1886-1933). Dramaturgo, poeta y
ensayista, estudió ingeniería en la Universidad. Su producción dramática es extensa, en la cual
Sanoja (1998) y Villasana (1969/79, Vol. 2) mencionan las siguientes piezas: Junto a la
cordillera de Los Andes (escrita en 1907, también denominada El crepúsculo), Las sombras
(estrenada en 1909), Naturaleza muerta, comedia dramática (escrita en 1910 y estrenada en
1914), El alba (escrita y publicada en 1909, estrenada en 1950), El puente triunfal (escrito en
1909/10), Gloria Patria (escrita en 1918), Bolívar, El Libertador (escrita en 1913 y publicada
en 1943), La Gracia de Dios (estrenada en 1912) y Mientras descansa (publicada en 1910),
estas últimas dos no mencionadas por los críticos y la última aparece firmada sólo por González,
sin contar con la colaboración de Soublette a que alude Sanoja (p. 455); mención aparte merece la
pieza que aquí se denomina Ferrer (escrita en 1911), que se comentará más adelante. Hasta su
salida de Venezuela en 1910, rumbo a España y luego Francia, González escribió sus más
relevantes dramas, algunos de ellos conocidos y comentados por la crítica.
Su primera obra estrenada, en 1909 en el Teatro Caracas y por la Compañía de María
Diez, fue Las sombras. Es este un drama sobre el bacteriólogo Rafael Rangel (1877-1909),
estrenado a menos de dos meses de su suicidio, quien sufrió el impacto en su situación personal
producto del cambio político de Castro a Gómez. Definido por su autor como un “drama alteico”
en cuatro actos, adjetivo sonoro obtenido por la contracción de los vocablos anteico (de gigante)
y voltaico (de la chispeante energía eléctrica). También explica Sanoja (1998) que derivaría de
“altea” (del latín althaea), género de las Malváceas, malvas, malvinas... uno de los nombres que el
poeta da a su madre (p. 56), referencia presente en sus dramas.
El personaje principal de esta pieza es Marcelo Campos, nombre que adopta para Rangel.
El primer acto se realiza en un laboratorio biológico, abandonado, en donde es aceptado el
bachiller Marcelo Campos, mulato, paisano del General León Valera, Ministro de Sanidad, quien
una vez le curó una herida, razón por lo cual ahora lo incorpora para estudiar medicina, por sobre
la oposición del director y del profesor del instituto. Este laboratorio también sirve como salón de
clases para los estudiantes de medicina aceptados por el instituto, todo lo cual da un ambiente de
estudios constante a lo largo de gran parte del drama. El plan de los directivos es el de preparar
exámenes difíciles que no podrá pasar Campos, con lo cual “lo remitiremos a su pueblo...
aplazado... ” (Sanoja, 1998, p. 162). Campos acepta trabajar en el laboratorio sin percibir sueldo,
pero como ha servido de enfermero en luchas de caudillos, junto al General Valera y es de su
interés la medicina, ha podido estudiar en libros que pidió a Paris.
El segundo acto se da siete años más tarde en el mismo escenario, pero ahora todo está
limpio y Campos es el instructor, no graduado, de un grupo de estudiantes. Sus oponentes son el
doctor Torres y el doctor Jaúregui, directivos del Instituto, que siempre lo hostigan. En el acto
tercero se descubre que la peste negra llega a la ciudad y es necesario implementar medidas, es el
momento de usar la vacuna que Campos desacubrió, pero al gobierno no le conviene, “la
epidemia estorba” (Ibid., p. 208). De nada sirve el discurso ético de Campos, “¡hasta cuando
doblan el cuello ante esa infamia! (p. 214). Al pedírsele tranquilidad, aparecen las sombras en
Campos, “PATRIA. ¡Lucharé solo! ¿Lo mereces tú, Patria? Que la epidemia te devaste... lo
mereces... quédate desierta (Viendo la foto de Laura, que saca del bolsillo) ¡Tú eres una sombra
en mi vida!... Ellos son gruesas sombras... Madre, tú eres otra... ¡Cómo la Patria está llena de
sombras!” (p. 219).
En el acto cuarto, con la misma decoración, Campos es destituido. El poder ha actuado,
“¡Se ha puesto de punta con la causa y, el gobierno es Gobierno” (p. 245). Luego de diez años
nada tiene y su trabajo lo ha absorvido tanto que ya no tiene a donde ir, sólo hacia el encuentro
con su destino,
¡Ya no hay nada! ¡Sombras negras... sombras negras que me persiguen... odio...
suspicacia... ¡traición!... ¿Qué espero ahora? ¡Ah! (Va hacia el armario y coge un
frasco. Toma una copa de la mesa, la llena y se queda un instante viendo el
contenido). ¿Y ahora? Se van todos: Laura, mi madre... Sí, mi madre, ahora
(Excitado) el brindis que faltaba... el que olvidé madre madre... ¡por ti, madre,
por ti! (Alza la copa y apura el contenido, yendo hacia la mesa). ¡Qué amarga
está la muerte! (Se acerca a la mesa). ¡Y qué dulce será el reposo! (Se apoya en
un taburete alto, frente a la mesa tambaleándose con gesto de dolor). ¡Madre: ya
me voy... Sombras ya me voy hacia las sombras! (Cae al suelo) y baja el telón
lentamente (p. 250).
La crítica de la época recibió bien esta obra, expresando que “se había revelado un escritor de
primera fuerza que habrá de conquistar éxitos muy lisonjeros en el amplio y difícil campo de la
literatura dramática” (Sanoja, 1998, p. 5). La pieza tuvo un prólogo hecho por su compañero
Soublette en el cual éste manifiesta “lo que la patria padece, y viene desde ha largo tiempo
enferma, es verdad amarga, que no sólo se puede decir, sino que se debe proclamar... Váis a ver
Las sombras y sentireis pasar muchas sombras sobre la bella mentira azul de nuestro cielo...
Váis a ver pasar las sombras que, una a una, han devorado tanta estrella de nuestra noche...” (p.
158).
Como quiera que esta crítica lo dijera, es evidente que la obra expone el conflicto de un
individuo excepcional frente a un medio hostil en el cual debió actuar, con ribetes de tragedia,
porque a medida que avanza el drama y obtiene logros para combatir la peste negra, el poder lo
va aniquilando hasta exterminarlo. La metáfora de las sombras y de la peste que van invadiendo
la escena es la que debe hacer pensar sobre la lección que va a dejar. El autor pareciera dejar la
reflexión de que se debe pensar para cambiar el pensamiento.
En El puente triunfal, escrito entre 1909 y 1910, es también un drama alteico en tres
actos, dedicado a sus compañeros alborados. Igual que en su drama anterior la escenografía es el
interior de una casa antigua de la época de 1900 muy tradicional, con aguamanil y espejos, papel
generador de hidrógeno, lápiz, jazmines, pascus azules, postal, ramo de palma bendita, paño de
mano. El primer acto se denomina “las últimas pascuas”; el segundo, “como lo ciegos”; y el
tercero, “el puente triunfal”.
Esta extensa pieza, con fuerte énfasis literario, de factura poética y simbólica se centra en
una familia tradicional caraqueña conformada por la madre, Doña Beatríz de Olmedo, viuda; sus
hijos Roberto y Clemencia, y el novio de ésta, Andrés. En su vida tranquila, calmada, religiosa,
ahora surge la actividad y el ruido, “¡cómo no alegrarme viendo el puente, que hace días no
exitía, ir creciendo..., creciendo, como un gajo que se desarrolla sobre el río!” (Sanoja, 1998, p.
256). El puente, en palabras de la hija, acortaría el camino para ir a la iglesia, pero la madre que
es un actante oponente dirá que ya estaba acostumbrada y que echará de menos la caminata.
Andrés es el ingeniero que construye el puente. Planchart decía que González no se había
graduado de ingeniero “porque al pretender escribir la tesis para obtener el grado, ella, que iba a
versar sobre la construcción de un puente, se le convirtió en un drama” (Ibid., p. 17).
El problema que se plantea en la pieza para esta familia peculiar es el enfrentar una nueva
vía para sus vidas. El puente implica el progreso y esto ha trastocado sus valores completamente,
ver el mundo, dejar a la madre, su fuerte apego religioso, y mientras éste se va construyendo van
enfrentándose a sus propias vidas y una clase social se va hundiendo, “¡el puente ha roto esa
monotonía pero temo que pasen años de agua bajo de él, y entre poco a poco, en el fondo de
tristeza y disgusto que oprime nuestra vida! (p. 261). Su vida como prisioneros de una misma
culpa se enfrenta al puente, ¡por la misma culpa: la gana de ser libres!” (Ibid.). Al final, Roberto
recapacita frente a su cuñado Andrés sobre la decisión que nunca tomó,
Tú si vivirás feliz ¿Verdad, Andrés (Dirigiéndose al busto) que vivirá feliz? Una
vida, un horizonte, un camino, el mismo del hogar... ¡Qué feliz tú, Andrés! Que
echaste tu senda bajo las constelaciones de otros cielos, y yo, sólo la luz de la
Vírgen, que hizo milagros difíciles y no pudo hacer el de mi vida! ¡Antes de que
se pasara la hora! (Ibid., p.253).
La obra Mientras descansa (sólo publicada en 1910), es un drama alteico que consta de un solo
acto. Su escenografía es un salón empapelado de color claro descrito con mucho detalle, así como
también las numerosas acotaciones que orientan la puesta en escena que el autor pensó. Sus
personajes principales conforman una familia muy tradicional, compuesta por la abuela, los
padres, un nieto, unas niñas y una loca. Como ya se venía observando en la pieza anterior, en esta
la intriga es también un tanto elusiva y en vez de estar esbozada como punto de inicio de las
acciones y tramas secundarias, en este caso se va exponiendo poco a poco durante todo el
desarrollo de la pieza hasta culminar concibiéndola sólo cuando la pieza está por culminar. En
efecto, ésta gira en torno a la abuela que siempre estará cosiendo su viejo vestido de novia y
esperando que llegue Daniel, el abuelo ya muerto,
Clara : (A María Luisa) Pobre abuela.
El nieto: (Levantándose) Ya no ve (Deja el libro en la silla).
Clara : Pero todavía cose. (A María Luisa) Se ha empeñado en coser el
vestido con que se casó!...
El nieto: Amarillo está ya…
Clara : (Horrorizándose) Y no reza por estar componiéndolo… Se la pasa
diciendo que él va a venir. (El nieto se pone a ver por la ventana
izquierda).
M. Luisa: ¿Quién?
Clara : el abuelo (González, 1910, p. 54)
Esta idea se irá develando a lo largo de un texto conciso, sugerente, sin dejar de ser ágil, con
audaces insinuaciones en torno a lo religioso y a lo profano en los diálogos entre la abuela y la
loca, creando atmósferas que se podrían señalar como típicas de la comedia chejoviana, es decir,
mostrando una realidad ambigua en que cada personaje sigue su rol casi independientemente de
los otros, lo cual induce a la risa, a lo cómico, como es ver a estos personajes tan disímiles en sus
comportamientos y actitudes (como son la abuela que vive en el pasado, la loca y el nieto que
juega) sin entender la tragedia que simultáneamente envuelve a la abuela y a la loca. Esto crea
una atmósfera especial, alucinante, definitivamente teatral, como al final con un diálogo
imposible entre la loca y la abuela (“tampoco tú me comprendes…”, Ibid., p. 57).
Luego de las celebraciones de navidad, los invitados se alejan y este es el momento en
que se termina de develar la trama. La loca anuncia que alguien viene a la casa, vestido de negro,
entonces la muerte da inicio al encuentro de los abuelos y al recuento de una nueva historia, pero
este es ya el fin de una experiencia de un realismo categórico,
La abuela: (Casi con temor) Por fin… (Se levanta trabajosamente).
La loca Otra vez las mariposas! Negras!... Negras!... Negras…
La abuela: (Lentamente) Ven… ayúdame… a… poner… el… velo… Aquel
de hace… años… y también el vestido… de... novia… (Se pone
el velo trabajosamente).
La loca : (Sosteniéndola) ¿Pero qué le pasa?... (Trata de llevarla al sillón).
La abuela: No… No me sientes… Él ha en… tra… do… (Lentamente) Da…
niel!… (Sin fuerza se reclina sobre la loca) (Ibid., p. 57).
Con respecto al drama Bolívar, El Libertador, estrenado sin fecha determinada según Villasana
(1969/79 Vol.2, p. 419) y cuyo texto no se encuentra disponible, Sanoja (1998) comenta que ”el
tiempo ya había avanzado demasiado como para recuperar el dominio de una técnica tan bien
manejada en Las sombras” (p. 5). El mismo González explicó el nacimiento de este drama, “ha
sido lento y su elaboración tiene dos partes distintas: una incosciente y otra consciente. La
primera que va desde mi niñez hasta que conocí en Caracas a Pulcherio López, un mejicano que
representaba en la Compañía de María Diez, cuando estrenó Las sombras” (p. 23).
La historia de la obra Ferrer no está exenta de vicisitudes. El día 5 de Octubre de 1909,
Salustio Gónzalez Rincón leyó en el recién creado diario El Universal una noticia que le había
llamado la atención durante semanas, era ésta sobre el juicio al anarquista español Ferrer y su
fusilamiento en Barcelona. Ese día el periódico narraba con lujo de detalles la presunta
implicación de éste en los sucesos de Barcelona, cargados de violencia y terrorismo. La policía,
según la noticia, alegaba que en el allanamiento de la casa de Ferrer habían encontrado
documentación clave que lo comprometía en esos atentados y en el que se había perpetrado
contra la familia real en Madrid. El llamado anarquista encontrado en casa de Ferrer finalizaba
con las arengas “¡Arriba, pues, nobles y valientes corazones hijos del Cid! ¡No olvidéis que corre
por vuestras venas sangre española! ¡Viva la Revolución! ¡Viva la dinamita!” (Sanoja, 1998,
p.4).
El contexto teatral venezolano de aquel tiempo, 1909, era un fiel reflejo de todo lo que
ocurría en el país, el tiempo “transcurría entre alabanzas a Gómez y la campaña de las sociedades
liberales y los reaccionarios anticastristas a favor de su candidatura” (Ibid.). Salustio González ya
era un dramaturgo conocido y de éxito, al igual que el resto de sus amigos y compañeros de
aventura en La Alborada. En ese ambiente ellos no pensaban sino en emigrar, como de hecho lo
hicieron tres de ellos. Salustio González fue el primero y salió hacia España a fines de 1910.
En su correspondencia con Gallegos (4 –11-1911), éste le comentaba “aquí, esto lo sabes
tú demasiado, aquí no hay posibilidad de vida para nosotros. No se te ocurra venir, ahora ni
nunca, si se llega el caso muérete de hambre por allá, que es mejor que vegetar aquí”, o bien
como expresó a su ida Soublette, también dramaturgo, “va uno. Los demás nos iremos yendo
poco a poco, uno a uno, como él se fue...” (ibid., p. 17). El segundo en irse fue efectivamente
Soublette. Años más tarde, Picón Salas escribiría sobre esto mismo aspecto, “de haber
permanecido en mi país de origen, la política, la sífilis y el aguardiente me hubieran liquidado”
(Ibid., p.19),
González permaneció en Barcelona un par de años y desde que se instaló allí su idea fija
fue la de escribir un drama sobre lo que había leído de Ferrer, tema que copó gran parte de la
correspondencia con sus compañeros alborados. Este drama, sin título, será denominado en esta
investigación Ferrer. En correspondencia de mayo de 1911, Gallegos comentaba a su autor sobre
el avance del drama: “el asunto y el plan que me explicas en tu anterior me parecen muy bien.
Creo, como tú, que ese drama podrá ser un éxito inmediato. Por supuesto tú estás dedicado a él”.
Por su parte, Julio Planchart también le hacía similares comentarios sobre la obra aún sin nombre,
“... pasando por Germinal ha llegado a ser El sembrador... El sembrador es un bonito nombre de
mucho más amplitud que Germinal o La escuela Libre. De las escenas cuyo resumen me
mandaste nada tengo que objetarle”, con lo cual ahora se sabe que el drama pasó por varios
nombres, todos de una u otra forma relacionados con la problemática de Ferrer. González, aún
así, pensaba que el tono de su obra era muy melodramático, ante lo cual Planchart lo consolaba o
entusiasmaba diciéndole, “no te importe, ¿qué es Shakespeare sino un melodramático?; quítale a
Macbeth o a Hamlet la poesía y la belleza de sus intenciones y lo genial que hay en ellas y
déjalos desnudos, en argumentos solos, y serán melodramas” (Ibid. p.13), aunque también le
observaba (4-11-1911) lo inadecuado que era escribirlo tan largo, en seis actos, como proponía el
autor.
En Abril de 1912, cuando González ya se había residenciado en París, el pintor Rafael
Monasterios, otro de sus amigos con el que vivió en Barcelona, le informaba de los problemas
policiales que él había tenido por causa de su amistad con Ferrer: “recibí tu carta fecha 29 de
Marzo, y la rompí pues quería despistar tu nombre y tu dirección del asunto en que me
encontraba. Suponte [quiere decir, imagínate] que al salir de aquí (de la casa) acompañado por
casualidad por Ferrer, y dirigirme al taller, fui detenido por un policía secreto (cerca de la
Rambla). Cuando era conducido a la policía miro hacia atrás y veo que traen a Ferrer también ...
después de cuatro horas de incomunicación en mi calabozo o yo no se que vaina, fui conduicido
al juzgado”. El pintor Monasterios era sospechoso de sostener contactos con el grupo anarquista
de Ferrer y por eso lo vigilaban. Día antes (1-3-1911), le había informado de la venta de algunos
de sus libros y el advertía que “yo escondí todos los que eran anarquistas y socialistas”.
Otros artistas y personalidades venezolanas estuvieron también con González en
Barcelona, como Guillermo Salas o el mismo Soublette, y todos han comentado sobre esta obra.
Salas, por ejemplo, afirmó que efectivamente escribió el drama, “se hizo presentar a la familia de
Ferrer. Su vigorosa voluntad le abrió todas las puertas. Encontró aunténtica documentación. El
drama avanzaba, pero sus frecuentes vueltas a la casa de Ferrer inspiraron sospechas a las
autoridades, y ya terminada la obra, cuando iba a estrenarla, recibió insinuaciones de abandonar
España” (Ibid,. p.14).
Por su parte, Soublette, quien se encontraba en Barcelona (1911) le escribió a Gallegos
que escuchó de boca del mismo González la lectura del drama, y su comentario fue directo, “no
me gustó. En primer lugar, me parece que el drama se resiente de `espíritu utilitarista`, en
segundo lugar, no encontré en él ni una escena, ni una palabra sentida, espontánea. Todas las
figuras son personas-ideas, hombres-discursos. Es una buena síntesis del caso político, una
crónica muy documentada de ideas; es como el plan ideológico de un drama, al cual le falta aún
la poesía, la vida, la realidad... va a llevar el drama al teatro Apolo (una especie de teatro
Cervantes aquí)” (pp. 228-229).
Desafortunadamente, aquí se perdió el rastro de la obra y con ello, su significación. Lo
más que se podrá decir es que, según esto, el texto fue escrito, pero se perdió y nunca más fue
vuelto a mencionar o encontrado. ¿Quién fue en derfinitivas Ferrer? –Como suele acontecer con
la historia de los subalternos, este personaje no está bien caracterizado en las historias oficiales
españolas y ha sido necesaria la opinión de un especialista en el tema, como el Dr. Cecilio Mar-
Molinero (1999), de la Universidad de Southampton (Inglaterra), para aclarar la relación Ferreranarquismo,
Don Francisco Ferrer Guardia, profesor anarquista español (1858-1909) introdujo
la escuela moderna en España, una invención de la revolución francesa, una
especie de escuela de formación profesional, destinada a aprender cosas útiles que
sirvieran para encontrar trabajo, y de la cual ya habían antecedentes en Barcelona.
Un profesor de la escuela moderna, Mateo Morral, lanzó una bomba a la carroza
real el 31 de Marzo de 1906, justo después de la boda del rey Alfonso XIII, y
aunque el rey salió ileso, desde entonces el gobierno comenzó a perseguir a
Ferrer. En 1909, cuando se sublevaron los soldados que tenían que ir a la guerra
en Marruecos (la guerra de los banqueros), y quemaron todas las iglesias y
conventos de Barcelona, conocida como la “semana trágica”, le echaron la culpa a
Ferrer, como autor moral del levantamiento, aduciendo que había envenenado la
conciencia del pueblo al impartir educación atea, aunque durante ese tiempo
Ferrer había permanecido en Francia. Aún así, lo hicieron preso, lo torturaron y lo
fusilaron en el castillo de Montjuich. Pero, cuando esto se conoció
completamente, hubo una gran campaña en su favor por toda Europa, que
concluyó con la caída del gobierno.
También es conveniente recordar, para aclarar el segundo lema, que durante la comuna de París y
ante el ataque masivo del ejército francés, los comuneros fueron obigados a salir y en su retirada
fueron quemando los edificios y propiedades de los nobles y privilegiados. Desde entonces, el
petróleo quedó como el estereotipo de la revolución comunista en España, y la publicidad que se
hizo de esto invocaba que éstos eran unos salvajes, cuya única intención era quemar con petróleo
las propiedades de las clases decentes, época en que se estableció el anarquismo en España, y con
él llegaron las acciones directas, las bombas y los actos de terrorismo. A comienzos de 1900, por
tanto, la clase obrera era sinónimo de petróleo y dinamita. De ahí viene el grito de viva la
dinamita (idea que fuera también tomada por A. Camus al final de su novela L’etranger).
Otra coincidencia a destacar es que “semana trágica” también se le llamó a la que
precedió al ascenso de Gómez a la Presidencia, en Diciembre de 1908, y durante la cual en la
Plaza Bolívar, frente a la Casa Amarilla, que era la sede del Gobierno, se convirtió en una gran
concentración de multitudes y protestas en contra de Castro. Tal vez, todas estas analogías
pudieron haber estado contenidas en la obra Ferrer, lo que efectivamente habría constituido un
contenido de alta significación, tanto para España como para Venezuela.
Salustio González permaneció en Barcelona hasta 1912, y debió salir para Paris por los
problemas que se comentaron cuando intentó poner en escena la obra. En 1914, abandonó el
drama, y desde 1915 se dedicó a la poesía, a la pintura y muy especialmente, a la diplomacia.
Quedaban atrás sus dramas de intención social, y el inicio del teatro nacional que se había dado
con su obra Las sombras (1909), en Caracas. Hasta aquí había llegado su explosiva rebeldía y
combatividad desde aquellos días no tan lejanos de La Alborada y La Proclama, o los de su
transición en Barcelona. Dejó de lado sus textos sobre Ferrer, el rescate de la huella de la escuela
moderna del genial pedagogo español, sus ideas sobre el anarquismo, la rebelión barcelonesa y el
socialismo, que fueron las primeras ideas políticas claras y definidas en el teatro venezolano.
Habría que decir también, que su pieza Las sombras ha sido considerada “la primera obra
del teatro nacional que subía a nuestra escena” (Sanoja, 1998, p. 16). Igualmente, esta obra se
considera que muestra una “nueva sensibilidad” que será continuada por Mientras descansa,
motivo por el cual Barrios (1997) ubica a este autor dentro de una sección que titula “los raros”,
dedicada a este autor y a Coll, que produjeron obras “de especial relevancia por su alejamiento de
las normas imperantes” (pp. 45 y 64)
Henrique Soublette (seudónimos H. de Arauco B. y Henrik Ettel Buos, 1886-1912). Es
este, tal vez, el dramaturgo más desconocido del grupo alborado y, sin embargo, fue el de mayor
brillo en lo referente al teatro, porque fue al que decididamente siempre se le reconoció como un
autor teatral. Soublette fue, igualmente, el de la idea inicial para crear La alborada, así como
también de otras revistas culturales de su época. De hecho, las fechas de la mayor parte de sus
obras (incluyendo las inéditas) se corresponden con la de su profusa escritura, casi incontrolada,
no sólo de teatro sino también de poesía, ensayo, cuentos, novelas y dibujos que realizara este
joven creador.
Desafortunadamente, una repentina enfermedad que no tenía cura en aquella época
(bilharzia) lo aniquiló mientras se encontraba en Santa Cruz de Tenerife, en 1912. Este hecho
creó una difícil situación con su legado literario. En efecto, su familia más cercana creyó ver en
su partida una suerte de castigo de Dios por su declarado ateísmo. De esta forma, su hermana
entregó a su amigo Julio Planchart todos sus papeles literarios con el fin de que los quemara, cosa
que éste no hace y que, muy por el contrario, los guarda celosamente en secreto, los cuales
permanecerían ocultos en esta familia por más de sesenta años hasta que fueron donados a la
Universidad Simón Bolívar, conjuntamente con el archivo del mismo Planchart (Alemán, 1985,
p.15).
Por esta razón, hasta ahora, muy poco se conoce su obra, la cual luego de bosquejarla
brevemente en esta investigación se constituye en tarea indispensable para entender el futuro del
teatro venezolano. Al sólo ordenar su producción dramática se llega a contabilizar no menos de
veinte obras de teatro, todas escritas entre 1905 y 1912 (hecho este que establece una extraña y
curiosa similitud con el gran dramaturgo rioplatense Florencio Sánchez, quien también aquejado
de otra terrible enfermedad de la época, en el corto período que va entre 1903 y 1907 produjo 4
obras mayores para el teatro latinoamericano). En este sentido, de los títulos investigados, surgen
tres fuentes principales para su reconocimiento: (1) las obras recogidas en el catálogo general de
sus obras, incluyendo guiones cinematográficos, que son más de veinte; (2) las que él mismo
Soublette calificó como teatro, que son ocho piezas, en 1910; y (3), las que no son mencionadas
en ninguno de los dos catálogos anteriores y que esta investigación obtuvo de diversa revistas
culturales de la época, las cuales contabilizan cuatro obras. Toda esta relación de su poética no
hace sino vislumbrar que se está ante la presencia de un autor de alta factura.
Dentro del primer grupo de obras se pueden mencionar, entre otras, las escritas en 1905,
Allá entre ellos y El odio del viejo gañán (drama cinematográfico); de 1908, El brujo (cuento
dramático en tres actos), El crepúsculo (tragedia heroica en seis actos, que algunos críticos
indican que escribió en colaboración con González) (sobre esta obra ver: Sanoja, 1998, p. 451-
454 y Soublette, 1986, p. 210); de 1909, Los del mañana (tetralogía del fracaso, revista
dramática en cuatro actos), Como en sueños (comedia en cuatro actos) y La selva (drama
alegórico); de 1910, Los inconscientes (cuento dramático), sin título (drama en cuatro actos,
cuyo personaje principal es Aurora); en 1912?, Hacia la mar sin orillas; Sin fechar quedan, entre
otras, las siguientes obras: La pesca (drama en tres actos), El sol de frente (comedia) y
Regeneración (farsa carnavalesca en un acto).
En el segundo grupo, esto es, las obras que el mismo autor catalogó como teatro, y que las
agrupó en seis volúmenes, se pueden mencionar las siguientes, algunas de las cuales repiten las
anteriores: La conquista del centro (comedia en un acto), El príncipe deseado (comedia en dos
actos), El pesebre (comedia en un acto), La Nereida (comedia en tres actos), La casa del
maestro (drama en cuatro actos), Comedia de amores (drama en cuatro actos) y Hacia la mar
sin orillas (1912?, drama en tres actos), El brujo (drama en tres actos), La blanca (drama en dos
actos) y La estrella (drama en tres actos). Estas tres últimas obras conforman su trilogía El alma
asombradiza. Entre los guiones cinematográficos se conocen El tesoro del tirano y El odio del
viejo gañán, ambos sin fecha de escritura.
En el tercer grupo de obras, vale decir, las encontradas fuera de estos dos catálogos ya
mencionados, se encuentran La vocación (publicada en 1910), Verde y azul (publicada en 1910),
El pan y el sueño (publicada en 1921), La proclama (s/f) y Comedia de ensueños (publicada en
1911) (Soublette, 1986).
La obra La vocación, drama en una sola escena, tiene como escenario el cuarto de trabajo
de Lucio Lloreda, reconocido poeta, dramaturgo y periodista quien recibe la visita del señor
Emérito Robles, quien viene a visitarlo de la provincia y que aparte de dedicarse a labores
agropecuarias también es poeta y publica en una revista literaria denominada Pluma Azul, “el
ideal de Yumaco”. Debido a esta coincidencia ha viajado a la fría capital “a hecerse literato”, es
decir, ser un literato profesional (Soublette, 1910a, p. 85). De inmediato surge en el agudo
Lloreda la idea de conocerlo más y de comparar el beneficio de una y otra actividad, efecto que le
permite al autor evidenciar su conocimiento del teatro moderno universal,
Robles: Sí, señor,… pues: yo me siento más atraído por las bellas letras…
Lloreda: Aquello también es muy bello: la vida física, el pastoreo, y luego…
lo productivo, caramba!
Robles: Y usted que es del oficio, no me cree que las letras sean
productivas?
Lloreda: Pues… le diré: de ser sí lo son… Ahí tiene usted a Zolá, que hizo
un gran capital; Visen hizo algo también… y así otros
Robles: Pues eso es lo que yo quiero: salir de aquella medianía del pueblo,
para hacerme una carrera… A usted qué le parece mi idea?
(Ibid., p.85)
Será, natural, por tanto, que prosiga un agradable diálogo a través del cual Lloreda va explicando
para asombro del ganadero, todas las cosas del acontecer cotidiano y de conocimientos que
debería tener un poeta, como lo muestran las experiencias de grandes autores como Virgilio,
Fausto, Werther, Herman y Dorotea, momento además, que aprovecha éste para explicarle lo que
para él es un poeta,
Lloreda: Eso y mil cosas más para ir empezando; y para comenzar a ganar
unos pocos centavos, si acaso! Los poetas, me parece a mí que
deben cantar su época, si quieren ser algo, y nuestra época es
sumamente compleja. Ahora, no es eso todo: lo peor es que dado
que todo eso se conozca ya al dedillo, falta lo más difícil: tener talento.
Sin embargo, no hay que desanimarse; trabaje usted,
estudie; usted es joven y el provenir es suyo… (Ibid., p. 86)
Como podrá comprenderse, después de estas explicaciones tan explícitas y hasta cierto punto
pícaras, con el fin de probar la vocación del ganadero, éste recapacita sobre su idea a lo cual se
suma Lloreda explicándole también lo necesario que para el país es tener también hombres de
trabajo en el campo como él. El final viene dado por la despedida de ambos, cerrando el ciclo de
la visita. La gestualidad que sigue y completa esta final son los que le dan no sólo una gran
teatralidad a éste, sino que también la intencionalidad de la pieza, “(Lucio Lloreda vuelve a coger
su revista sonriéndose de una manera un poco irónica pero un poco bondadosa). Y cae un telón
que representa la pampa inmensa, desierta, con tres o cuatro reses flacas en primer término… y
una aurora enferma en el horizonte!” (Ibid., p. 87).
En Verde y Azul, drama incluido en sus Cuentos dramáticos, también es un drama en una
sola escena. En este caso, es el encuentro de dos personajes, El llanero y El patrón de mar,
quienes se reúnen en el malecón, frente al mar, rodeado de barcos que circulan alrededor de ellos.
El llanero que procede de lejos busca un albergue en donde quedarse y el marino le indica uno
cercano que conoce. Así se inicia un diálogo entre ambos en que se comparan lo llanero y lo
marino, “su caballo de usté; y usté dirá que er caballo mío es mi embarcación” (Soublette, 1910b,
p.468), aunque también se señalan las semejanzas, “en la miseria” (Ibid., p. 469). Tal vez, la parte
más delicada le corresponde al llanero quien, probablemente por su mentalidad, entrega
pensamientos más íntimos sobre su vida,
Llanero: Pero no tengo una casa onde pará un solo día, ni una boca que me
bese la mano, ni una persona que rece pol mi… Yo ando solo, como
l’armaen pena, por los caminos… Un día pueo quedarme pa
siempre en mitá e la sabana, sin que haiga naiden que sarga a
buscarme… sin que haiga quien piense, tan siquiera: Qué se habrá
hecho de aquer probe judío errante! (Ibid., p. 469).
Tal vez, en donde más se observe su preocupación cívica y crítica de la situación del país sea en
su cuento dramático Los inconscientes, escrito en 1910, obra que se desarrolla en un hotel de un
balneario europeo, razón por la cual los primeros diálogos son en idioma francés. Ahí vive
exiliado El general, quien es visitado por El doctor, hombre joven, pobremente vestido, quien
apenas lo ve le expresa muy serenamente, “General, yo venía a matarlo a Ud.” (Soublette, 1986,
p. 116). Como corresponde al estilo de desarrollo de sus dramas, este parlamento da paso a un
sereno diálogo en el cual el general lo invita a sentarse y a contarle por qué tiene esa misión y que
le hable con franqueza
El doctor: Yo lo acuso a Ud. General, de haber hundido y deshonrado a mi
patria.
El General: Ya, ya; siempre lo mismo; siempre la misma miopía… hundido,
deshonrado a la patria…; y son precisamente los intelectuales los
que lo dicen! Miopes! …hundido, deshonrado a la patria; ¡qué saben
ustedes lo que yo he querido hacer! Ustedes les dan esos nombres
a los remedios heroicos que yo he empleado, porque son incapaces
de concebir los grandes caracteres, porque son incapaces de
apreciar los grandes medios de acción; porque son débiles y
cobardes como mujeres (Ibid., p. 117)
El diálogo se conduce entre acusaciones y respuestas que devuelven los argumentos, para llegar a
concluir que ambos han sido cómplices en hundir a la patria, situación que pone al doctor en su
final estocada, mientras el general se ha dormido, “yo quizás salga de aquí a suicidarme… pero
antes debo matarlo a Ud. General… ¡General! ¡General! ¡Despiértese! Yo debo matarlo a Ud.!”, a
lo que éste responde con voz apagada y torpe, “¡no seas marica, hombre!” (Ibid., p.121).
En otras obras, como La selva, no encontradas, se cuenta con el juicio de Planchart quien
la leyó y expresó que “hubiera tenido un éxito extraordinario si hubiera podido ser representada”,
impedido por su fallecimiento (Soublette, 1986, p.14), aparentemente con implicaciones
contingentes, la que según comenta Salas (1967) rechazó el actor Francisco Fuentes en 1910
porque “no quería inmiscuirse en asuntos políticos” (p. 108). A su vez, en La Blanca, obra
publicada en 1922, Barrios (1997) encuentra “aires de vanguardia”, especialmente por su
simbolismo y atmósfera enigmática, que encierra a sus personajes el carbonero, el viejo de la
barba y los buscadores de flores que se encuentran a la caza de la flor blanca, que describe un
estilo “realista, cercano a las divagaciones existenciales el absurdo” (p.77).
A pesar de lo exuberante de su producción dramática y, debido a su enfermedad, Soublette
se traslada a Barcelona en 1911, en donde se aísla y pierde contacto con sus amigos alborados,
con los cuales sólo se comunica en forma epistolar, reclamándoles sus respuestas: “caen las hojas.
Me duele la barriga y ustedes son unos canallas” (Ibid., p.228). En correspondencia dirigida a
Planchart y a Gallegos, de fecha 22 de Noviembre de 1911, les confiesa su decisión de dejar el
teatro,
Por ahora, tengo sólo que participarles que abandono las letras por los colores, la
pluma fuente, por los pinceles. Esto desde ha tiempo lo quería hacer, como
régimen curativo, pero la pintura no quería agarrarme. Por fin, un libro de Rodin,
y el estudio de la Perspectiva han logrado que me agarre. Anche io son pittore
altra volta (Ibid., p.228).
Julio Horacio Rosales (1885-1970). Reconocido abogado, escritor y dramaturgo, cuyo
despertar literario surgió durante sus estudios universitarios. Sus primeros escritos aparecieron en
la revista El Cojo ilustrado en 1905, y sus obras dramáticas comienzan a aparecer en 1910, luego
de haber formado parte de la creación de La alborada. Desde 1920 guardó silencio como
protesta personal contra el régimen gomecista, y luego, nuevamente, entre 1948 y 1958, volvió a
guardar el mismo silencio voluntario en oposición a las dictaduras, signo de protesta noble y
austera que se debe reconocer.
De su producción dramática se conocen la escena final de El novio, el rival (publicada en
1910) y las obras Comedia de ensueños (escrita y publicada en 1911), La senda inhallable
(publicada en 1912), Los héroes modernos (escrita en 1910, citada por Sanoja, 1988, pp. 8 y 23),
además de las piezas Las niñitas y Las mesadas, ambas escritas conjuntamente con Leopoldo
Ayala Michelena, estrenadas en 1915 y 1926, respectivamente, con amplia aceptación de público.
La obra El novio, el rival (1910), es la escena final de una obra cuyo nombre se
desconoce y forma parte de la publicación de una “plaquette” denominada Caminos muertos,
conjunto breve de narraciones, todas publicadas en El Cojo ilustrado entre 1910 y 1911. El
escenario planteado es un ambiente marino, con un bote alejándose del lugar con una mujer que
“da a la brisa su pañuelo” (p. 73). La obra trata del encuentro entre el novio y su rival, los cuales
reflexionan en torno a sus roles en relación con ella, ahora desaparecida (¿en el mar?). En esta
escena final de la pieza sólo dialogan ellos,
El novio: (Volviéndose al rival) Tú siempre la tuviste. Ibas solo como un
espectro.
El rival: Siempre fui con vosotros.
El novio: Pero en espíritu ibas solo.
El rival: No; en el espíritu la llevaba a Ella.
El novio: Su corazón era mío.
El rival: Su recuerdo será de los dos. (p. 73).
Planteada así la trama en su fase final, no cabe sino pensar que la pieza se desliza por una
dimensión intensamente psicológica. Son seres de carne y hueso, tomados de la realidad,
especialmente en lo referente a sus conflictos y aislados (en las rocas, frente al mar) en el medio
mismo de sus manifestaciones íntimas, auténticas. No son maniquíes ni muñecos frágiles de loza,
sino que son personajes que se mueven, hablan, piensan, lloran y sienten como cualquier
venezolano de su época. Para muchos esto sería dimensión y esencia de la vida nacional. Por esto,
en el fondo es una tendencia realista, con fuertes rasgos psicológicos, pero que se funda en el
hecho objetivo, histórico, del acontecer nacional. Por lo cual no extrañará que la peripecia de la
pieza lleve a que estos adversarios terminen hermanados en el recuerdo de ella,
El novio: Una misma sombra se alza sobre nosotros.
El rival: Por Ella la amistad nos estrecha.
El novio: Por Ella nos unimos.
El rival: Sin separarnos más.
El novio: Ya no podremos separarnos.
El rival: Para unirnos está el mar que traerá su recuerdo. (p. 74)
Desaparece de escena el navío y luego ambos personajes también lo harán. No hay mayores
efectos ni conclusiones trascendentes, tampoco moralidad ni convencimiento. Como Stendhal, a
quien admiraba, muestra las cosas feas y las bellas que ocurren en la vida. El silencio acompaña a
sus personajes en su salida en esta breve escena.
Julio Panchart Loynaz (seudónimos, J. P. y Maestro Solnes, 1885-1948). Dramaturgo más
reconocido como ensayista y cuentista, escribió para el teatro dos piezas, no representadas hasta
ahora; una de corte modernista El rosal de Fidelia (1910), cuento en diálogo, y otra muy
especial, La república de Caín, la cual lleva consigo una propuesta interesante sobre un nuevo
tipo de teatro, que bien refleja el epígrafe “cultivó su dolor de patria”, dedicado por su amigo
Gallegos, y sobre la cual se centrará su estudio.
Sus compañeros de La alborada lo han calificado como el pensador del grupo; el
“Sócrates y regulador de las impaciencias”, según Julio Rosales; “espectador comprensivo del
acontecimiento humano”, lo llamó Gallegos; “menos artista y más pensador que Gallegos y
Soublette”, según Melich Orsini; y en opinión de Paz Castillo, “entra Planchart, a partir de 1912,
en una nueva fase de su vida, en la cual predominan preocupaciones de carácter filosófico. Gran
lector y estudioso, fue admirador de James, Cervantes, Quevedo, Gracián, Balzac, Merimé,
Stendhal, Dickens, Dostoiesvsky, Pérez Galdós, Mark Twain, Shakespeare, Visen, Ganivet y,
especialmente, Bergson (Grases, 1972, pp. 20-21).
La república de Caín, pieza subtitulada “comedia vil e irrepresentable”, es una obra muy
larga (de una duración en el escenario estimada en 5 horas) consta de un prólogo y cinco
jornadas, escrita en verso. Cuenta el autor al inicio de la pieza que el prólogo fue escrito en 1913
y publicado en la revista Cultura, y las jornadas fueron escritas en 1915. Pero juzgó el autor que
por su contenido abiertamente opuesto al régimen gomecista, “pues Caín juzga delito el menor
reproche”, el texto “durmió en el rincón más hondo y oscuro de una gaveta un sueño temeroso de
más de veinte años”. En 1936, el autor sintió que el país entraba en un sistema de libertades y eso
lo animó a publicarlo.
La obra tiene su origen, como cuenta su autor, en “un intenso dolor por la patria y de una
inmensa desesperanza. Venezuela no alcanzaba a liberarse de la hegemonía perenne de un
soldado más o menos bárbaro” (Planchart, 1936). De la misma manera, el autor también intenta
dar una explicación por tratar un tema político en literatura, por lo que al inicio de la obra cita lo
que el poeta José Enrique Rodó escribiera a los redactores de La Alborada en 1909, entre los
que se encontraba el propio Planchart, en donde les expresa que sin menoscabar la independencia
y desinterés literario, “en sociedades de las condiciones de las nuestras, debe estimularse todo lo
que tienda a relacionar literatura con los otros grandes intereses del espíritu”, esto es, a abrirse a
temas sociales o políticos.
La pieza asume una forma épica, tanto en su estructura como por el tono en que se
desarrolla, especie de relato grandioso que se desliza a través de la historia de un pueblo, Las
Mermadas; también por el perfil de sus personajes, como legendarios, simbólicos, alegóricos,
como asimismo utilizando escenarios casi bíblicos. Sus principales personajes son Caín,
envejecido, quien siempre porta un garrote; Essaú, joven vestido con túnica, patriarca tomado de
la Historia Sagrada, quien porta un puñal en su cintura; y es el compañero inteligente de Caín; El
Ojo de la Conciencia, que aparece y desaparece, es el eterno acompañante de Caín (que los
amigos de Abel instituyeron para que siempre lo llame asesino), elemento simbólico, que siempre
está en lo alto y encuadrado en un triángulo; La voz de la conciencia es otro personaje ausente, y
muchos otros que con sus nombres identifican sus personalidades como el pueblo, el joven,
Pericles, Caifás el cómico, Ananías el predicador y doctor de la Ley, y el poeta.
El prólogo ocurre en un corral de una casa de pastores, rodeada de basura, en “donde hay
un árbol de una sola rama y sin hojas. En su parte más alta posado se mece un zamuro”. Desde un
principio estarán en escena los personajes principales, aquí es donde ellos se conocen,
presentándose, “yo me llamo Caín, y soy un homicida” (p.23), a lo que luego le responde Essaú,
“yo soy un gran bribón” (p.25). Ambos forman la pareja ideal para iniciar estas jornadas, firman
un pacto solemne, “nos hemos de juntar en uno solo, para cualquier matanza, robo o dolo; y
luego entre los dos, sin pleito, en fin dividirnos sabremos el botín” (p.31).
En la primera jornada comienzan sus aventuras. Ahora el escenario es un camino con
baches y pantanos, con nubes de mosquitos, a lo lejos se divisan las manchas rojizas de los
tejados de un pueblo. Siempre pulula la basura y los zamuros. Todo es devastación y tristeza.
Expresa Essaú, “a nuestro pueblo lo conozco bien,/ lo doma el miedo con facilidad,/ y, luego de
domado, es manejable,/ con la promesa y con el gesto afable” (pp. 37-38). En el pueblo habrá
elecciones para nombrar magistrado muy pronto y hacia eso se dirigen sus intenciones. Si Caín es
elegido magistrado, Essaú será su secretario. En su camino encuentran a un indio enfermo de
fiebre y aquí se produce la primera estafa, Essaú inventa que tiene una medicina para la fiebre, es
un secreto, toma una miga de pan que la moja con aguardiente y prepara una píldora, a la vez que
en ritual reza oraciones para curar enfermos. Esto le cuesta al enfermo una moneda de oro, y el
inevitable “que sanará de sus fiebres con la muerte” (p.61). Luego expresa Caín, “Y ahora, a
conquistar el pueblo aquel,/ y a continuar en la comedia vil./ Que viva el gran Caín, Jefe
Civil.”(pp. 64-65).
Como es de suponer, en la segunda jornada Caín gana las elecciones para constituirse en
Jefe Civil y Essaú será su secretario. La escena es en una plaza pública, cercada por alambres, en
medio de la cual hay un pedestal de una estatua que se erigirá para el héroe de las Islas
Mermadas. Las calles adyacentes están empedradas, son pantanosas y llenas de basura. La
elección buscaba re-elegir al General Estamión Macabeo, o elegir a otro de los tantos candidatos
que se presentan. En este contexto actúa Essaú, con entonación de orador y señalando a Caín
dice:
Es el nieto del barro y de la nada.
Nació de la mujer que aconsejada
Comióse una manzana sin permiso.
… …
Yo soy el espaldero intelectual,
Que a Caín aconseja el bien o el mal.
Essaú yo me llamo y a serviros
Estoy dispuesto en todo y para todo.
El programa es cualquiera: se deciros,
Que el tesoro será, por vario modo,
de la gente de más necesidad;
y más libre que el mismo pensamiento
de su expresión será su libertad. (p.109)
La multitud aplaude hasta rabiar y comienzan a gritar que viva el Jefe Civil Caín. Y entonces
todo cambia. Caifás ofrece llevar a Caín a la Casa de gobierno para instalarlo y Estamión le
ofrece su espada y promete defenderlo contra sus enemigos. Caín es llevado en hombros por todo
el pueblo y se convierte en su máxima autoridad. Acto seguido, Hallack pide hablar con él para
que le consiga “un puestecito” y otros se suman para pedirle lo mismo.
La cuarta jornada presenta a Caín ya instalado en la Casa de gobierno, junto a Essaú, y
está también colgado el Ojo de la Conciencia. Caifás le propone dictar un edicto para establecer
la obligación de utilizar el papel que él vende, Caifás, le responde: “dos tercios del producto
serán para mi erario”, y Essaú tiene listo la formación del trust que explotará el remedio que él
tiene para curar el paludismo. Dirigiéndose al poeta le dice, “Yo, por mi parte,/ detesto cualquier
arte”. Al diálogo se suman otros cortesanos:
Estamión: El artista es ocioso, no trabaja/
y tiene que vivir de los demás.
De mi no vivirán, os lo aseguro.
Los deben expulsar de este país.
El arriero: Yo nunca le daré nada a un artista
y si es literato, mucho menos.
Ortiaz: El más perverso de los animales
Es el hombre, sin duda;
y su especie peor, el literato.
Hallack: No ha habido aún, en Paguachi famoso,
Ni un individuo que pretenda ser
poeta, por fortuna.
Caifás: A un pueblo le conviene,
El grave hombre de ciencia:
Sesudo historiador, médico insigne;
Sociólogo, abogado; matemático.
... ...
Caín: Esos hombres de ciencia no me gustan.
Essaú: El país está mal por los doctores.
Caín: Esa cosa que llaman cultura
Es de lo más inútil en un pueblo.
Essaú: ¿Qué gana un pueblo con saber?
Cortesanos: Nada, qué va a ganar. (pp.134-135)
De esta forma, Caín se va adueñando de todas las actividades productivas para enriquecerse, sin
importarle el pueblo, lanzando todo tipo de expresiones, “mas que me importa a mí que la
pobreza/ de este pueblo se adueñe”, si yo solo soy rico/ me será fácil seguir gobernando./Arruinar
a los ricos, y a algún pobre/ enriquecer, de modo,/ que dependa de mí/ es buen plan de gobierno”
(pp.141-142). De la misma forma los que se oponen o hablan mal de ellos van directamente a la
cárcel. Y con los resultados obtenidos de la medicina contra el paludismo no podrán decir que no
piensan en la salud, por lo cual será designado también Presidente del “Colegio de médicos
caínicos” (p.157).
El único que se atreve a denunciar esta situación es Pericles, quien le dice “El pedestal en
donde se asienta tu poder es el terror” (p.169). Es ya la cuarta jornada de la obra y ya algunos
proponen a Caín nombrarlo “el hijo predilecto del pueblo” (p.177). Pero esta felicidad se nubla
cuando Estamión le anuncia que Yacú, un bandido del norte, prepara una revolución contra él.
Sin embargo, todavía le queda tiempo a Caín para conquistar a una joven quien al prestarle
atención a su pedido le solicita a cambio “renta y una casa para mi./ Para mi mamá su coche con
caballos” (p.194).
Al generalizarse la noticia de la rebelión de Yacú, todos estos personajes, como suelen
hacer los cortesanos, comienzan a desistir de su apoyo y defensa del cruel gobernante,
incluyendo a su amigo Essaú. La voz de la conciencia expresa tajante para finalizar esta jornada:
“Este pueblo indecente,/ de ideales y fuerzas tan faltoso,/ estúpido, cobarde y perezoso,/ ni te
merece a ti de gobernante” (p.208).
Antes de iniciar la quinta jornada hay un intermedio en el texto, durante el cual Pericles
ora para pedir consuelo por lo que sucede en el pueblo. La quinta jornada tiene como escenario
la plaza pública. Ahora todo el mundo se queja de las atrocidades de Caín y piden la llegada de
Yacú. Sólo Pericles es capaz de ver un poco más hacia adelante y hacer un presagio de lo que
podría venir, y ante la pregunta de un joven sobre si Yacú se portará como Caín, expresa: “Eso
no lo dudéis un solo instante,/ pues Caín y Yacú son uno mismo. Cien años hace ya que está
viviendo/ esta tierra en un círculo vicioso”.(p.213). Se suma a este argumento el de las presiones
externas al país, que en boca de El Cínico enuncia: “Ya es conocido el dicho/ de que el vecino
Yakirín desea,/ para el provecho propio/ imponernos el orden y librarnos/ de caudillejos y de la
anarquía” (p.215).
Cohetes y vivas anuncian la llegada de Yacú. Entran los músicos tocando pasodoble y
detrás la guardia de Yacú, encabezada por Estamión y El Arriero, y luego al lado del caudillo,
viene Essaú y Caifás. Al final traen a Caín amarrado. Yacú se encarama sobre los restos de las
gradas de la estatua todavía sin construir, y todos lo rodean.
Yacú le habla ahora directamente al lector de la obra: “Yo he venido, lector, a libertar/ de
un tirano este pueblo tan sumiso;/ y luego habré de irme a descansar ... (al pueblo) Yo me
nombro a mi mismo el jefe eterno,/ gobernador perenne, sempiterno, de este pueblo
valiente.”(p.229). Todos vitorean a Yacú “el excelso, el predilecto”, como lo llaman. Y a una
señal que él da, los sayones ahorcan a Caín. Luego, Yacú se dirige a la multitud, en la escena
clímax de la obra,
¿Ya soy el amo que destinos rige,
el dueño que dirige
con la fusta en la mano al servidor?
¿Ya soy del pueblo el único señor?
En un instante, pues, os haré ver
Los alcances que tiene mi poder.
(Yacú, sacudiéndose, en un instante,
como un hábil transformista, se cambia
en Caín, en el mismo Caín que poco
antes habían ahorcado. El ahorcado ha
desaparecido; la cuerda se agita sola en el aire).
(Ahora habla Caín)
Os regiré por una eternidad:
Así lo ha impuesto la fatalidad.
Caín es inmortal. ¿No lo sabéis? (p. 234).
La visión que da Planchart de la Venezuela gomecista no puede ser más pesimista. Enfocada
hacia los fundamentos del caudillismo y hacia las condiciones de vida de un pueblo pobre e
inculto, es un fresco épico y cruel de una situación real vivida como él expresara, “de un intenso
dolor por la patria y de una intensa desesperanza” (p. 7), pero también es una pieza con intenso
dramatismo, teatralidad y de técnica moderna para su época.
Planchart ubica a Gómez como “quizás el remedio de nuestro histórico mal, el
caudillismo.” Por eso surgió en él (y en muchos otros intelectuales de la época, en particular de
La Alborada) la ilusión de una república libre, y no vil, como la que presenta en su obra. De esto
surgen también un cierto humor e ironía, amargos y pesimistas, que caracterizan su obra.
Respecto del trato que da a los personajes del pueblo, mostrando sólo el lado “innoble” y
en que todo es “duro como el cardo”, la opinión de amigos escritores de La Alborada fue de que
la risa que buscaba encontrar era aquella “nerviosa y que acaba en mueca triste” (p. 9). Planchart
entendió estas ideas, aunque sus motivaciones iniciales persistieran. Para él, Pericles era el
responsable de dar un contenido diferente, más humano, más sensato y noble, pero también se
torna duro porque según él, “es consecuencia de la manera de vivir en este lugar, el más hondo y
más oscuro del valle de lágrimas ... en donde quien tiene conciencia de las cosas y sensibilidad es
mártir, quien tiene fe es necio, quien confía y espera, desespera de veras ... En el mar de los
amargos están anegándose siempre mis sentimientos dulces, y con aquellos compuse mi comedia,
a la que doté de vil por la vileza misma de los pensamientos de sus personajes” (p.10).
Sin embargo, la obra cimentada sobre la base de la historia se ve limitada por su técnica a
ser natural, hasta cierto punto mecánica y, debido a este contexto impuesto, el hombre se ve
impedido de intervenir. La República parece nacer de algo pasado, trasladado al trópico, sus
personajes son producto de las historia, de la que proceden sin mayores formación. Por esta
razón, se ve el pasado, con todo lo cruel y vil que se presenta, como una nube épica, en donde la
historia adquiere un tono grandilocuente, de himno largo, casi inacabado, visión un tanto
conservadora de la situación del país.
Consciente de las bellezas de la naturaleza venezolana y de tantos que con su ciencia y su
arte trabajan y esperan días mejores, no puede menos que equipararlos con el destino de Edipo, el
de “padecer todas las desgracias”, de las cuales sólo algunas relata en la obra, y que cuando quiso
mejorar su fealdad por consejos de amigos, contó que “Edipo me enseñó las cuencas vacías y
sanguinolentas y mi emoción de belleza se trocó en horror” (p.16).
Al finalizar, Pericles se destierra y se exilia lejos para morir tranquilo, y es justamente un
joven, espantado ante lo ocurrido, representante de la esperanza, de la virtud y del trabajo, quien
cierra la obra,
Los dioses, con ser dioses, no lograron
Inmortales vivir.
Caín no es inmortal.
Yo abrigo la esperanza de gozarme
Con su muerte y su entierro. (p. 243)
El estudio y análisis de esta singular obra ha permitido indagar sobre un texto con significativa
relevancia política, con amplios alcances culturales y con una apreciable significación, lo que en
cierta manera y a partir de este momento, dividirá las aguas de anteriores estudiosos sobre el
tema, al dejar al descubierto una gran área de investigación que la proporcionan estos
dramaturgos dejados en las sombras, con sus poderosas y enérgicas ideas contemporáneas, que
hoy podemos recuperar para el teatro nacional, como es este caso de Planchart y de tantos otros
autores anónimos, que seguirán en las sombras hasta que nuevas investigaciones levanten sus
palabras y las estudien.
En esta pieza se podrían esclarecer sin duda, una vez más, los efectos de un contexto tan
opresor como lo fue la época gomecista, y como son también los casos de aquellas obras
anónimas, censuradas, de comienzos del siglo XX, cuyas ideas y producciones tuvieron que verse
desplazadas en el tiempo ante el terror inmediato de este poder, como lo hizo este dramaturgo,
revelando en su obra una épica alegórica y plena de símbolos culturales del pueblo venezolano,
todo lo cual constituyó en su tiempo un discurso teatral moderno que no pudo ver la luz en forma
oportuna. Planchart fue el mejor amigo de Gallegos, y éste recordó esta pieza del amigo cuando
despidió sus restos expresando, “yo se que se le extinguió el pensamiento en la dolorosa
contemplación del mal espectáculo que ha vuelto a dar Venezuela e imagino la palabra –del título
de una tragicomedia suya, Venezuela en formas bíblicas- con cuya pronunciación mental iría
hundiéndose en un silencio definitivo: ¡Caín!” (Sanoja, 1998, p.8).
Lo que esta investigación muestra en definitivas, es que se produjo una obra dramática
crítica y consistente, así como también ejemplariza la integridad de un autor, quien como muchos
otros escritores y pensadores de su tiempo, de alguna forma pudieron escribir sus obras en
estrecha relación con su contexto, tanto en lo teatral, como en lo político e intelectual, hecho que
ahora recién se ha podido reconocer.
Rómulo Gallegos (1884-1969). Es este uno de los autores más interesantes del grupo de
alborados y de los que menos se habla de su teatro. Su éxito como novelista ha tenido influencia
en esto, aunque no debe olvidarse que en sus comienzos lo fue como dramaturgo y que sus obras
dramáticas, también poco conocidas, tiene significación y proyección en el teatro venezolano
como ahora se postula.
Lo primero que llama la atención en su trayectoria dramática es la existencia de cierta
imprecisión en el recuento de su teatro. En este sentido, y de acuerdo a fuentes recogidas en esta
investigación, la mayor parte de sus obras dramáticas y otras que tienen relación con ésta, fueron
escritas en dos partes, la primera en un breve período de la segunda década del siglo XX y la
segunda en los años cuarenta.
En efecto, a partir de las fuentes bibliográficas disponibles así como de su
correspondencia a sus compañeros y amigos alborados, se puede concluir que en 1910 él ya
comentaba sobre su obra Los ídolos y otras que se mencionarán más delante. En carta a Salustio
González, de fecha 19 de noviembre de 1910, quien se encuentra ya en Barcelona (España), le
comenta sobre esta obra, “Y empezar por… por: “Les Ydoles” –ya no me atrevo ni a nombrarlos
en Castellano-. Será la yo no sé Quartésima edición de los susodichos i que, así que la termine te
mandaré para que tú veas si allá puede dar resultados, luego continuaré “Las novias muertas”,
hoy estancadas, i si la cosa va dando como tú crees, seguirá lo demás; “Manía”, “Entre las
ruinas”. Ya ves, títulos tengo.” (Sanoja, 1998, p. 357).
La pista sobre esta obra continúa en su correspondencia a este amigo el 3 de Enero de
1911, en donde le comenta sobre las observaciones que hiciera el autor catalán Rusiñol a sus
obras, “esto hice con “Los ídolos”, que por todo suma 80 págins para 4 actos i no tiene
parlamentos largos. Pronto te lo mandaré, está escrito en máquina.” (Ibid., p.360). El 22 de
febrero de ese mismo año le pregunta “¿qué te ha parecido “Los ídolos” (Ibid., p. 363). Igual
ocurre el 4 de noviembre le vuelve a consultar, “¿qué hay de “Los ídolos? ¿Ni siquiera editor por
cuenta y riesgo suyo?” (Ibid., p. 370). Finalmente, el 5 de Septiembre de 1912 le solicita que el
devuelva el texto, “inclúyeme también “Los ídolos” que reformaré también, aunque no todavía”
(Ibid., p. 377).
Sobre esta misma obra el investigador Javier Lasarte ha expresado en entrevista efectuada
para la televisión por J. A. Rial, en 1994, que esta pieza y Los predestinados serían versiones de
una misma obra, esta última escrita probablemente antes, en 1908, y publicada parcialmente en
1964. Esta obra aparece publicada completa en 1984, y no ha sido estrenada. El manuscrito que
esta investigación recuperó de Los ídolos, efectivamente cumple con todas estas indicaciones,
consta de cuatro actos, tiene una extensión de 79 páginas y tampoco ha sido llevado a escena..
De las obras que Gallegos menciona en esta correspondencia reseñada, nada se sabe de
Manía, de hecho esta es la primera vez que se menciona. No ocurre lo mismo con la pieza Entre
las ruinas, que se encuentra bien documentada en la correspondencia de Gallegos. En carta de
fecha 3 de enero de 1901 le solicita a González que le recopile información para esta obra, “estos
datos son: un sugeto de 12 años fuese a esa a educarse, allí pasó 13 años i regresó. Naturalmente,
trece años son suficientes para imprimirle a un mozo la fisonomía de un medio energético como
ese (esto parece un editorial de La Alborada) i ya está dicho todo. Necesito documentar el
lenguaje del tipo i además algo panorámico de esa ciudad, porque el sujeto en cuestión es tío que
se las lió cuando la semana sangrienta: sucesos, lugares donde pasaron, en fin, tú no eres bruto”
(Ibid., p.360).
Finalmente, en correspondencia de febrero de 1911, decide dejar esta obra, “respecto al
tipo de ‘Entre las ruinas’, también lo aplazo; en primer lugar esto no sé todavía si lo haga drama
o novela creo que es mejor lo último, por extenso e intenso el asunto” (Ibid., p. 363). Esta idea
culminó siendo publicada como cuento en 1911.
La siguiente obra que se menciona es El motor. El plan de esta obra también viene
reseñado en su correspondencia. Con fecha de 3 de Enero de 1911, se sabe que Gallegos pidió a
González la opinión de Rusiñol, sobre lo cual expresó, “lo que me dices de Rusiñol i El motor no
es propiamente para alegrar i eso que no se todavía como me habrá dejado la opinión, que no es
un juicio, de Don Santiago. Pero lo de las treinta cuartillas por acto i que estoy mui dispuesto a
hacer con el Motor lo que tú con Naturaleza Muerta i creo que me convendría mucho, de manera
que si Rusiñol me desahucia i no puedes hacer nada con el referido semoviente, avísame para
proceder a rehacerlo según los originales que tengo” (Ibid., p.360). La respuesta parece que fue
que debía hacer fuertes correcciones por lo que se deduce de otra de sus cartas, “¿qué rehaga El
Motor? Bueno; mándamelo si es posible con Henrique si no por correo” (Ibid., p. 363 y 370). El
12 de diciembre de 1911, vuelve a pedirle que le regrese este texto, “hazme el favor de
mandarme Listos y Motor. Yo voy a consagrar mi vida a componer lo hecho” (Ibid. p. 372). Aún
con fecha 5 de septiembre de 1912, le continuaba exigiendo al devolución del texto, “no dejes de
mandármelo, cuanto antes, pues los primitivos originales se me han traspapelado i para refrescar
la idea necesito releerla” (ibid. p. 377). Esta pieza que fue publicada en 1959, sin embargo, viene
con fecha de escritura de 1910, estrenada por la Compañía Nacional de Teatro de Venezuela el
10 de mayo de 1995. En este sentido, esta investigación estima por lo antes visto, que esta obra
terminó de ser escrita a finales de 1912, al igual que lo ha señalado Juan Liscano (Citado por José
Santos Urriola, 1979, p. 327).
De esta revisión surge también la noticia de una nueva obra, Listos, que ya le había
enviado para su lectura a González en 1911, de la cual nada más se sabe hasta ahora.
A partir de 1912 la correspondencia de Gallegos comienza a mencionar su siguiente
obra El milagro del año, ocasión en que le consulta a su amigo González, “si se publica el
Milagro me mandará Mundial?” (Ibid., p. 378). Luego, el 21 de enero de 1913, nuevamente se
tienen buenas noticias sobre esta obra, “agradézcote tus elogios a propósito de “El milagro”,
inclusive lo de ser yo clásico” (Ibid., p. 379). La obra, al parecer toma su tema de uno de sus
cuentos del mismo nombre y aparece estrenada en el teatro Caracas en noviembre de 1915
(repuesta en 1969), fue publicada en 1959, junto a El motor (Villasana, 1969/79, Vol. 3, p. 282).
Otras obras dramáticas que se mencionan de Gallegos son La esperada, escrita en 1915,
con cuya trama escribió posteriormente su novela Cantaclaro (1934), drama desaparecido
(Subero, 1984, p. 8)); La doncella, escrita en 1945(?) y editada en México en 1957, libro que
obtiene el Premio nacional de Literatura en 1958; Doña Bárbara, cuyo texto se encuentra
extraviado aunque fue estrenada en el Teatro Municipal en 1945 y cuya ópera, con guión de Isaac
Chocrón, tuvo su preestreno en el Teatro Juárez de Barquisimeto en 1967; y Las madamas, que
menciona Raúl Díaz (1975, p.404).
Respecto de su actividad en el cine, hay que reconocer en Gallegos una nueva época,
cuando en 1941 se convierte en productor y guionista de cine en su propia empresa Ávila Films y
escribe una serie de guiones que deben sumarse a su creación dramática. Entre ellos se
encuentran Juan de la calle (1941), Doña Bárbara (1943), La trepadora (1944), La señora de
enfrente (1945), Cantaclaro (1945), La doncella de piedra (1945?) y Canaima (1945).
También se incluye la ya mencionada La doncella (escrita en 1945, publicada en 1959, en
México) que en realidad es un guión de cine pero con relevantes características dramáticas
(Izaguirre, 1986).
Entre su consagración como novelista con Doña Bárbara, en 1929, y sus primeras obras,
cuentos y dramas, median casi veinte años. En estos casi dos décadas, sólo en el primer decenio
escribió teatro. Es pertinente hacer esta observación porque, sin dudas, las grandes ideas y
valores que surgirían en su novelística a partir de los años treinta, como lo ha reconocido la
crítica, fueron sembrados en estos primeros años en los cuales el teatro ocupó una posición
central. Es más, aún dentro de este período inicial se escribirá una novela señera, como lo fue El
último solar, publicada en 1920 pero escrita en 1913, en la que, incluso, incluyó algunos cuentos
escritos hasta entonces (como Alma aborigen y La encrucijada, por ejemplo) como capítulos de
esta primera novela (Subero, 1984, p. 8).
La novela El último solar es considerada una obra madura como expresa Domingo
Miliani (1985), “de recuentos generacionales, útil para estudiar lo ideales éticos, políticos y
literarios de su grupo… punto de arranque al propósito de escribir el gran mural novelado de
Venezuela” (p. 85), en donde se anuncian mitos cívicos como el mesianismo, los héroes
simbólicos, y en la cual se hace referencia directa a los trágicos ecos de la llamada “Revolución
libertadora” y de los movimientos guerrilleros subsiguientes (Rodríguez, 1975, p. 412) que
merodean algunos de sus dramas. Pero, tal vez, lo más importante que puede aportar esta novela
es que, aparte de dar una visión amplia y concreta de los miembros de su grupo -de hecho se
identifican con claridad a algunos personajes como Reinaldo Solar con Soublette y al estudiante
de ingeniería cuya tesis sería la construcción de un puente que abandona para escribir un drama
quien no sería otro que su amigo González-, también entrega una completa lista de referencias
culturales del nivel de formación literaria y dramática que estos poseían. En su lectura aparecen
mencionados, entre otros, Tolstoy, Zolá, Nietsche, Byron, Maeterlink, Emerson, Ibsen, los
maestros del realismo y del modernismo. Será interesante ilustrar esta opinión con una muestra
de esta novela, como expresa Reinaldo al regresar del interior del país y que recordará una de las
obras ya revisadas en páginas atrás de Soublette,
¡fastidio, embrutecimiento, hambre, paludismo! El espíritu vuelto un guiñapo; el
cuerpo un hervidero de parásitos y de bacterias. Hube de abandonar al fin mi
violín, mi buen hermano de infortunios; dejé de escribir mis dramas y así me
quedé sin emociones estéticas. Y venga el horrible y cotidiano temblor del
paludismo. Al fin, un amigo que me depara el azar: Guaicaipuro Peña. Un
ganadero rico y estólido, no se si más rico que bruto o más bruto que rico. ¡Pero
bueno, eso sí! Advierte que me estoy muriendo, y en un viaje que hace me trae
entre su vacada como un maute más (p. 37).
Respecto de su obra Los ídolos, esta es una obra en cuatro actos que ocurre en un asilo de
mujeres muy bien demarcada en sus aspectos escenográficos, así el Dr. Lizardo es un “sugeto
enfático que viste de negro i lleva lentes oro”. La intriga es develada desde el inicio, como lo
señala la discusión del Padre Terencia y el Dr. Lizardo,
P. Terencio: Amigo, hai que ser prácticos; el fin justifica los medios, i
después de todo, quieras que no, este es el asilo de la Magdalena i
está sometido a las disposiciones de la autoridad eclesiástica, según
consta en sus reglamentos, que no podemos decir que no se cumplan.
Lizardo: No se haga ilusiones, Padre Terencio; aquí quien manda es
Casalta. Ni el señor Obispo, ni Ud., ni mi esposa como Presidenta
de la Junta fundadora, ni yo como su representante, tenemos pizca
de autoridad ni verdadera ingerencia en el Instituto. I la prueba es
palpable: esto que fue fundado única y exclusivamente para
proteger á mujeres pobres pero de reconocida honradez, es hoy, i
“quieras que no”, un refugio de… meretrices, más o menos
arrepentidas (p. 3).
Como suele ocurrir en este tipo de instituciones, siempre hay alguien que se aprovecha de los
otros, en este caso el Dr. Lizardo que maneja el albergue se ha ido enriqueciendo con las aportes
de señoras donadoras que han creído en un plan de caridad que incluso tiene alcance mayor pues
él le ha propuesto al gobierno construir una red de estos asilos que él mismo dirigiría. Todo se
encuentra planteado en un libro que ha escrito Casalta en el cual pone como medio indispensable
para la beneficencia y recibir beneficios religiosos a la ciencia médica y esto ha convencido a
todos,
Amaral :…Si yo mismo a duras penas resisto. Pobre hijo mío sentenciado a
muerte por la superstición i la ciencia!
Casalta: Qué quieres decir con eso?
Amaral : Sabe Ud. cuál fue una de las causas que más influyó para que
Eulalia tomara que aquella determinación? Su libro.
Casalta: Mi libro?
Amaral : Sí, la Ciencia; el fracaso de la ciencia!
Casalta: Qué has dicho?
Amaral : Este es uno de mis ídolos caídos. Como tengo el alma lleno de
escombros! Los escombros de todos mis ídolos! …Cuando Ud. me
mandó aquel libro lo vi como á una puerta de esperanza que se
abría. Todos los días le leía trozos de él a Eulalia, explicándoselos,
sobre todo aquel capítulo donde Ud. propone los métodos de
selección social. Cuánta ciencia! Quien iba a decirme que todo
aquello sería el golpe de gracia asestado sobre la única esperanza
de Eulalia: su hijo? Según aquel libro nuestro hijo… (p. 59).
Las cosas se enredan más aún porque el hijo de Amaral, siempre enfermo, muere. Este hombre
que tiene una profunda fe religiosa se enfrenta ahora en el cuarto acto a la separación de su
esposa. Le pide que sacrifique su alma en un momento clímax y final de la obra,
Amaral: Sí; una última puerta se abre hacia una blancura infinita, más allá
del dolor: la muerte! El último ídolo! Todos han ido cayendo sobre
nuestras almas, destrozados! Primero fue mi Dios; luego mi obra; tu
amor, nuestro hijo después! Hagamos ahora nuestro último ídolo
con los escombros de todos los que cayeron! Aún queda una
esperanza para nosotros: morir! Qué delicioso es morir después que
se han conocido todos los dolores! …Hemos sufrido tanto! Hemos
llorado tantas ilusiones muertas! …Ya no queda en la vida un dolor,
ni una lágrima en nosotros! …Ahora: el fin, la destrucción, la
suprema paz helada i blanca!... (p. 79).
Se ha señalado, no sin razón, que existe cierta relación o similitud entre esta pieza y Los
predestinados (1909). En efecto, personajes como Casalta, Eulalia, Clauidio Amaral y Sor
Berenice son los mismos en ambas obras; igualmente se percibe el sino de una tragedia,
permanece una retórica simbolista desde su título y la dualidad razón-religión, aunque esta última
tiene cinco actos y no cuatro como en Los ídolos y el final difiere sustancialmente entre ambos.
En este sentido, Rodríguez (1993) señala que el autor reelaboró la obra cambiándole el título a
Los predestinados, definiéndola como “tragedia interna en un acto, precedida de un prólogo en
cuatro etapas” y en la cual un sacerdote sería el protagonista, lo que es diferente en Los ídolos, en
donde el Padre Terencio no tiene un rol tan protagónico (Rodríguez, 1993, p.6; Rodríguez, 1988,
Vol 4, p.239 y Monasterios, 1986, pp. 284-285).
Respecto a la obra La doncella, esta fue escrita en México durante su exilio y aparece
publicada en 1959 en un libro que junto al drama incluye nueve cuentos escritos en la primera
década del siglo XX (denominado El último patriota). La pieza aparentemente fue escrita bajo la
forma de guión para un realizador mexicano en 1945 que nunca fue llevado a la pantalla. Consta
de treinta y siete escenas en las cuales el tema central es la vida de la legendaria Juana de Arco,
siguiendo una cronología histórica, y que tiene un ritmo ágil, pleno de poesía, con ambientes
precisos del medioevo (Rodríguez, 1993).
La obra El milagro del año fue estrenada en 1915, reestrenada en 1969, versionada para
la televisión y publicada en 1959. Su fábula fue tomada de uno de sus cuentos homónimos.
Definida por su autor como tragedia en tres actos, transcurre en una aldea isleña de pescadores,
perleros y contrabandistas, cuyos protagonistas son Valentín, alias el chavalo, hermano del Padre
Juan, en cuya casa se realizan las escenas, Toñita y otras personas del pueblo. Se rumora que
Valentín quien ha sobrevivido a dos naufragios ha hundido la goleta para robar el dinero que
llevaba. Él, además, es el pretendiente de Antonia, quien lo rechaza por saber que efectivamente
cometió el delito, pero esto mismo hace que Valentín la amenace de muerte si revela el secreto.
En el segundo acto estas líneas argumentales comienzan a mostrar le efectos supersticiosos y de
maleficios que se enfrentan,
Valentín: Mujer, ¿Quién ha mentao culpa? (Pausa) Mira. Mira el milagro que
le había prometío a la Virgen. A ve qué te parece. En la mano
derecha se lo voy a colgá con esta cinta. Sopésalo. Es de plata maciza.
Antonia: Ya lo veo desde aquí.
Valentín: Y mira. (Saca una pulsera). Esto es pa ti. Unas pulseras pa que te
las pongas mañana en la fiesta.¡Vas a está más bizarra! Atócalas
mujer. A ve, que te las voy a poné yo mismo.
Antonia: Puedes botarlas. Que primero me vea muerta que favorecida por
nada tuyo.
Valentín: Ya yo estaba aguardando eso, desagradecía. Maldita sea la hora
y punto en que te cogí este capricho.
Antonia: ¿Quién te manda a tenerlo todavía? Y no me maldigas tanto, que
se pueden trocar las sentencias (p. 1332).
Finalmente, en el tercer acto, durante la procesión de la Virgen, el Padre Juan efectúa un sermón
angustioso y dice que el criminal “está entre nosotros”, y le pide a la Virgen del Mar que haga el
milagro de descubrirlo, el cual sería el milagro del año. El pueblo se enardece y hace justicia por
sus manos. Al morir Valentín desaparece el maleficio a Antonia.
La pieza mantiene una tensión permanente en donde queda claro el ambiente de tragedia
que rodea a Valentín, muy al estilo de O`Neill, es decir, casi un héroe y cuya acción esté dirigida
en forma directa a su culminación trágica, rodeada de creencias, maleficios y mitos. Valentín le
había pedido a la Virgen como gracia un dinero para comprarse un barco, por lo que en su
mentalidad ésta era una especie de cómplice suyo y él un pecador influido por la fe.
La participación del pueblo adquiere el aspecto de coros, que a través de voces van
pidiendo justicia, “¡el milagro…, el milagro…, el milagro!” (p. 1358), lo cual no deja de ser una
novedad para el teatro de la época. Esto no sólo muestra un conocimiento del alma del pueblo, de
sus mapas mentales, sino que también significa que Gallegos logra penetrar en la mente de sus
personajes y del pueblo. Para Monasterios (1986) la pieza, y especialmente su última escena, es
“un soberbio ejemplo de ese gran melodrama naturalista” (p. 294), para Rodríguez (1988 y1993)
el comportamiento del pueblo recuerda a Fuenteovejuna de Lope de Vega, debido a que la pieza
“posee elementos que la hacen acercarse a la tragedia” (p. 239 y 6, respectivamente). Es
interesante destacar que en esta obra es muy evidente el uso por parte de Gallegos de lo que
posteriormente se denominaría “realismo mágico”, aspecto que se comentará en mayor extensión
más adelante.
Tal vez, la obra más conocida, estudiada y sujeta a crítica sea El motor, por lo demás
también, la más difundida. Escrita en Caracas, en Julio de 1910, dedicada a sus compañeros de
La alborada, lleva igualmente una dedicatoria adicional del autor que puede resultar clave para
entender sus ideas respecto de la pieza, “y a todos cuantos estén: en presencia de un espacio
capaz para encerrar vuelos infinitos, inmóviles, extendidas las alas de un altivo sueño glorioso en
la espera del impulso que los haga remontar” (Gallegos, 1959, p. 1215).
La fábula de esta pieza definida como drama en tres actos se relaciona con los sueños de
Guillermo, un joven culto, poeta, maestro del pueblo Pegujal, quien nunca ha salido de allí, y que
inspirado en las lecturas de Leonardo se ha empeñado en construir un avión para salir fuera.
Guillermo Orosía, según se deduce tomado de la figura de su amigo Salustio González (que
hastiado de ambiente nacional se fue en busca de nuevos horizontes, como ya se ha visto en
páginas atrás), de origen humilde, viste traje blanco y lleva siempre una rosa en el Boutonnier, lo
cual formaría parte de su forma de oponerse al sistema a ese medio campesino y diferenciarse de
un contexto que en términos galleguianos sería bárbaro. Por otra parte, es un frustrado que se
siente incomprendido y se encuentra obsesionado por la idea de construir ese avión que ya en su
segunda versión, como lo explica en el tercer acto, “¡el motor!... ¡lo que hace falta es el motor!...
Se tiene alas, pero con alas sólo no se vuela…, es necesario el motor: el impulso. ¡De aquí no
puede partir el impulso, pero en otros lugares existe y en ellos se puede volar, subir, subir muy
alto!...” (p. 1290).
La otra línea argumental, secundaria en la pieza, y que se conecta a la idea del avión, es la
anunciada visita del General-presidente que observará la prueba de fuego del avión y el
consiguiente templete que espera el pueblo, lo que ocurre al final del segundo acto. Los diferentes
personajes van relatando como sacan el aparato, cuando Guillermo sube al avión, no hay viento,
aparece viento, rueda el avión y “parecía que iba a subir, pero se paró de frente” (p. 1276).
También en esta línea se puede incluir la presencia de otro invento moderno, el cine, cuando
Mister Gilby, un norteamericano proyecta en un acto al aire libre una película para el general.
Guillermo pierde su puesto en la escuela y deberá irse, la única forma de recuperar esa posición
sería leyéndole un discurso al presidente y él no está dispuesto a hacerlo “¡qué mal dotado están
ustedes para vivir aquí!” (p. 1297).
Lo más interesante para el estudio de esta obra es que esta investigación pudo contar con
el informe de su puesta en escena por parte de su director Javier Vidal (1995), especie de libro de
montaje, en donde se estudian muchos de los aspectos que presenta la obra a la hora de llevarla a
escena. De partida, la obra fue considerada un teatro de ideas, “la primera referencia
latinoamericana de un teatro de ideas. Unas ideas que se expresan de una manera lúcida dentro
del positivismo que emerge frente al hombre nuevo de la Venezuela de principios de siglo” (p.
19). En este mismo sentido, el director expresa que “lo nacional vs lo universal es quizá la piedra
angular del tema de El motor” (p. 20), y se “centra la acción en un realista y a la vez mágico
pueblo de nombre Pegujal” (Ibid.). Igualmente, por las pocas referencias que señala la obra sobre
quién es el General-presidente, como que es un “frívolo que no está a tiempo en las citas de
protocolo porque aún se está cambiando ropa, nos inclina a suponer que el retrato hablado en el
drama de Gallegos se trata de Cipriano Castro” (p. 22), a diferencia de lo que señala con
reiteración Rodríguez que se trataría de Gómez (1983, p. 239, y 1993, p. 5), y más bien sigue la
opinión de Monasterios (1986, p. 286) y de la autorizada voz de Manuel A. Rodríguez (1975, p.
412).
Desde otro punto de vista, el director coincide con Rodríguez y Monasterios en que el
lenguaje es en parte retórico, expositivo aunque “las pausas, transiciones, planteamientos de la
crisis, clímax y desenlace, muestran una estructura y coherencia, difícil de encontrar en las obras
venezolanas de esos años” (p. 23).
Para la puesta en escena Vidal hizo una nueva versión de la obra, “obligada lectura
alternativa”, que no traiciona las ideas del autor, “me interesaba presentar en el contexto actual, la
visión de un país y de un héroe que finalizando el siglo aún sueña con volar a sabiendas que el
vuelo fracasará” (p. 58). En esta versión se hicieron algunos arreglos a la ideas del texto y en la
cual se dio importancia a,
la producción de imágenes visuales en escena… De esta manera aparecerá en
escena el vuelo del protagonista como prólogo de una escena que se describe en
el drama (en el segundo acto)… La escena del baile que también se cuenta con
detalles y en la puesta en escena se escenifica. El fracasado vuelo con los
avanzados medios del video y la escenificación, también, del cinematógrafo, que
en Gallegos simplemente se narra sin aparecer imágenes, ni el aparatoso invento
de los hermanos Lumiere. …Por otra parte, los tres actos quedan compactados en
un solo acto con prólogo (el vuelo de Guillermo Orosía) e interludio (El vals del
General) (p. 58).
En cuanto a la significación de la obra, en principio, las referencias al motor y al cine son
elementos relevantes de la vanguardia futurista sin duda, que ya era conocida en Venezuela, como
ya se observó antes en este Capítulo. Igualmente, es evidente la necesidad que tuvo Gallegos por
mostrar la realidad cultural y política en que le tocó vivir, con su carga de fracaso, de evasión, de
desesperanza, ante una realidad brutal, lo que muestra una significativa conciencia histórica del
autor. Igualmente es la presentación de personajes nuevos para el teatro, como la del intelectual
pueblerino, la del arribista servidor de su jefe, y la de la madre tierna fiel a su familia como la
tierra.
La obra, sin embargo, y a pesar de lo ya observado fue vista por Monasterios primero
como que “no pasa de ser una pieza más del pedestre Teatro Criollo venezolano” (1969, p. 21);
luego, “de un melodrama burgués (con acento emocional dramático, o dramático humorístico)
para una rama del teatro criollo” (1986, p. 286) y “que encuadra fácilmente en el Teatro Criollo;
nada verdaderamente singular, en realidad, pero la lectura de esta pieza, escrita con evidente
intención didáctica –uno de los grandes pecados del teatro Criollo-“ (1990, p.38). A su vez,
Rodríguez (1988) la califica como “comedia dramática”, aunque le reconoce una visión ibseniana
del mundo ya conocida en el continente (p. 238), todos calificativos relevantes y definidores de
una obra compleja.
De sus guiones para el cine, la mayor parte de ellos escritos con el fin de pasar sus novelas
a este medio, como ya se vio, uno de ellos lo escribió especialmente para el cine, cual fue Juan
de la calle, escrito en 1941 y que no deja de resumir sus experiencias dramáticas de hacía treinta
años. Este guión marcó un hito en el cine nacional porque fue escrito especialmente por un
escritor profesional de la estatura de Gallegos. La película narra la historia de Juan, un muchacho
de la calle que abandona a su madre que vive en un ambiente de concubinato. En su huida ejerce
variados oficios hasta que un día conoce a una bella muchacha de la cual se enamora y siente que
es el momento de rehacer su vida. Mas, pronto se entera que la muchacha se ha mudado, que
alguien se la ha llevado con el fin de explotarla sexualmente. Juan reacciona incendiando la casa
de esta celestina y vuelve a sus andanzas iniciales como pandillero en busca de su libertad, hasta
que un día se encuentra con un viejo, vagabundo también, que es filósofo, suerte de símbolo de
reformación, quien convence a Juan para que ingrese a un reformatorio o retén para menores que
acaba de inaugurarse, bajo el amparo del Estado en donde parece asentarse en definitiva
(Izaguirre, 1986, p.304).
Los negativos de esta película, al parecer, se perdieron en el incendio de los estudios de
su propiedad, Ávila films. La Cinemateca Nacional logró recuperar una copia de trabajo que es la
que dispuso esta investigación para verificar los perfiles de sus principales personajes como
Margarito, el corruptor de menores; la cabrona; Don Timoteo, el personaje cómico; Morisquetas,
el amigo de Juan y su lema “mitad y mitad, en lo bueno y en lo malo, a juro!”; y confirmar en su
actual estado, con defectos de audio de origen, su factura realista y de alto contenido social que se
adelanta al tiempo.
En opinión de Izaguirre, la película trataba de apoyar un proyecto del Ministerio de
Educación que deseaba crear una red de centros o Casas de Observación para Maestros o Retenes
con el fin de atender a menores marginales o delincuentes (recuérdese Los ídolos y los personajes
marginales de sus obras), insistiendo siempre en su constante de la necesidad de educación, lo
que debilita la trama (ibid.).
La crítica, sin embargo fue elogiosa, aunque no se recuerda como un éxito resonante,
tampoco de fracaso. Junto a la coherencia de su argumento y realización se le objeta un desarrollo
melodramático, que el final resultaba como falso y moralista. Estrenada el 27 de noviembre de
1941 en los teatros Principal y Caracas, representó la mejor película filmada en el bienio 1941-
1942, luego se presentó en la provincia y años más tarde se perdieron sus originales y ya no se
volvió a saber de la película. Con Juan de la calle terminó también Ávila films y la experiencia
de Gallegos en el país (ibid., p. 305). Luego, esta historia continuará en México, en donde en un
ambiente más estimulante y con una industria cinematográfica más desarrollada se hicieron cinco
películas de su autoría, gran legado documental de su obra.
La presencia teatral de Gallegos no sólo abarca sus propios dramas sino que también se
han llevado a escena muchos sus cuentos, como por ejemplo, El pasajero del último vagón que
pusiera en escena con éxito el Grupo Rajatabla, en 1984. Esto muestra que la obra cuentística de
Gallegos, contemporánea a su teatro, no sólo posee una significativa teatralidad, sino que también
pone en evidencia la actualidad de su temática, lo cual no debería dejarse de observar.
Igualmente, se podría señalar que la crítica con su teatro no siempre comprendió sus
propuestas dramáticas en toda la magnitud deseable, pruebe de ello sería que en los años setenta,
cuando ésta comienza a revisarse, surge una valoración diferente, como es el caso de Rafael
Varela, quien al comentar sobre este aspecto la obra El milagro del año, en 1979, ha expresado
que es una “obra amarga y dura que apenas obtuvo mención de la crítica y que es tal vez el mejor
ensayo que en su género se ha hecho en Venezuela” (p. 43), o las expresiones de Barrios (1997)
cuando hace el reconocimiento a que “la provincia entra en etapa de franco deterioro, desolación
que reflejarán sobresalientes piezas dramáticas como El motor (1910), de Rómulo Gallegos y,
más tarde, Mala siembra (1949), de Luis Peraza, Macaurel (1943), de Aristyde Calcaño y El
pueblo (1942), de Víctor Manuel Rivas” (p. 31), además de considerarla una pieza clave de la
época (p. 51), con lo cual queda en claro también la proyección de su obra.
Una visión más amplia de su obra no puede desligarse, no obstante, de los principios
generales que esbozaran los alborados en aquellos mismos años, vale decir, el tratar de explicar e
interpretar lo específico de la realidad que observaban en su país, especialmente su subdesarrollo,
por ello junto con aludir al experimentalismo, no desdeña lo novedoso y lo creativo, tratando de
entregar una esencia cultural de Venezuela (e, incluso, de Latinoamérica). Este enfoque se dirige
especialmente a detectar las fallas del sistema educativo, cuestionar la herencia cultural hispana
(autocomplacencia, emocionalismo, individualismo en exceso), oponerse a una dinámica política
violenta para establecer una conciencia cívica, poner fin a la dictadura y a la corrupción, y con
esto lograr en deseado progreso. Su búsqueda de nuevos valores indica que éstos sólo se podrían
lograr mejorando al ser humano.
Su obra dramática, según Monasterios (1986) antecede y sienta bases para el boom de la
novela latinoamericana, y en este sentido inicia lo él denomina el pre-boom de la literatura
latinoamericana, al tomar la temática rural que más tarde seguirían Alejo Carpentier, Miguel
Ángel Asturias, Juan Rulfo y Gabriel García Márquez, porque el campo latinoamericano es una
realidad muy determinante y una riquísima fuente de creación para lo que se ha denominado el
realismo mágico; igualmente podría decirse de la telenovela venezolana que toma una dimensión
trágica muy galleguiana, variante de la griega clásica, adaptada al país en aspectos de las
relaciones casta/sangre y la de sus personajes con el ambiente. Este crítico también se refiere a
esto al expresar que el autor acentúa el tema del aislamiento del rezago cultural de los pueblos
latinoamericanos y de la distancia que los separa del desarrollo, dándose una “correspondencia
entre tal planteamiento y uno de los múltiples asuntos de esa gran fábula de nuestro tiempo: Cien
años de soledad, de García Márquez, uno de cuyos insólitos personajes también inventa por su
cuenta el hielo” (p. 289), en alusión al invento del avión en la obra El motor.
Todas estas interpretaciones probablemente encontrarían una acertada respuesta en el
mismo Gallegos si se le consultara, en el contexto de aquellos años, cómo entendía el arte. Su
respuesta, al calor de su escritura dramática, en 1911-1913, fue,
yo creo que el arte que perdura no es el que sólo tiene verdad, sino el que además
tiene, por una parte: personalidad; es decir: que sea la expresión de la manera
propia de sentir el artista, el cual tiene tanto derecho a ser tenido en cuenta como
la naturaleza, ó sea el mundo de las realidades o apariencias, que dije más atrás; i
por otra parte: trascendencia, alcance, profundidad, raíces ó como quiera llamarse
a esto que, a mi manera de entender no es sino armonía perfección i que para mi
consisten en tener tanto de emoción como de intelectualidad (Celarg, 1998, p.
370).
… …
Esta es mi teoría: ser espontáneos, hasta en la imitación. Creo que si algo he de
ser en literatura, no será por escribir como dicen que debe escribirse ahora, sino
por poner en mis obras mi manera de ser; manera que no se limita a los conceptos
y a los sentimientos, sino que comprenden también el estilo. (Ibid., p.379)
Con todas estas ideas, contenidos y significados de sus obras dramáticas, muchos se preguntarán
por qué dejó de escribir teatro. La respuesta, nuevamente, podría encontrarse en su
correspondencia con sus amigos alborados de aquellos años. En primer lugar, Gallegos no parecía
inclinado a publicar sus obras, como le señala a González en diciembre de 1911: “yo me pasaría
la vida escribiendo i componiendo i no publicaría nunca. Cuando uno publica algo, pierde el
derecho de propiedad sobre sus ideas” (Ibid., p. 372). En segundo lugar, tenía temores de que sus
dramas no estuvieran bien escritos, por eso siempre los consultaba con sus amigos y volvía a
corregirlos, una y otra vez, como le decía en la misma carta a su amigo: “mándame pues mis
dramones para ponerme a componerlos, a ver si de aquí á cuando me muera he logrado hacer un
par de dramas perfectos, si mis herederos quieren publicarlos…” (Ibid.). Finalmente, se podría
señalar que en aquellos años la escritura para Gallegos suponía también la obtención de cierto
reconocimiento que no imaginaba en el teatro, con una visible desazón, como le comentó al
mismo González en 1910,
…mientras tanto escribiendo de nuevo, cuentecitos para El Cojo, por lucro
únicamente, como que los hago por sacarles unos pesos mensuales que necesito.
Y me quedan que da gusto verlos, así son de crecidos, dramas? Había jurado no
escribirlos más. ¿Para qué? Para que me pase con ellos lo que Henrique con la
S… [se refiere a la obra La selva de Soublette]. Por eso, repito, había jurado no
perder más mi tiempo escribiendo dramas. Ahora dices tú, que puede ser, que
quizás, que quien quita. ¡Ojalá! (Ibid., p.357).
Los dramaturgos de La alborada y La proclama vieron en el realismo el estilo por medio del
cual podrían realizar los anhelos éticos, políticos y dramáticos que comportaba el grupo e, inician,
sin duda, una etapa que se aleja del criollismo, cercana a una preocupación social y estética con
fuerte acento civilista y educativo, que explora nuevas dimensiones dramáticas del país, breve
preámbulo de un modernización del teatro venezolano que por estas senda buscará su renovación
(Ver Cuadro Nº 4.3).
CAPÍTULO V. LAS AVANZADAS DEL CAMBIO: LOS SISTEMAS DE LA COMEDIA
DRAMÁTICA, EL DRAMA POÉTICO Y LA VANGUARDIA.
Durante las dos primeras décadas del siglo XX también se produjeron otras manifestaciones
dramáticas, diferentes al sainete, que merecen la atención. Entre éstas se encuentran lo que la
crítica ha denominado la comedia dramática, el inicio del drama poético y las obras de
dramaturgos en búsqueda de nuevas propuestas teatrales más modernas y universales. Complica
la comprensión de estas propuestas y de lo que ellas auspician, el hecho de que a la mayor parte
de estas se les haya incluido en su conjunto bajo la categoría de comedias.
CUADRO No. 4.3
DRAMATURGOS DE LA ALBORADA Y LA PROCLAMA
AÑOS 1 9 0 0 1 1 2 2 3 3 4 4
NOMBRES 0 5 0 5 0 5 0 5 0 5
H. Soublette 1905-12 x x x x x x x x
S. González 1907-18 x x x x x x x x x x x x
J. Planchart 1910-13 x x x x
J. H. Rosales 1910-15 x x x x x x
R. Gallegos 1910-15
1941-45 x x x x x x x x x x x